La lluvia había comenzado a caer antes del anochecer, y el golpeteo de las gotas generaba un murmullo constante que parecía nacer del suelo mismo. El investigador del caso, Nathaniel Ward, avanzaba con paso incierto por el camino de tierra, con los zapatos cubiertos de barro y el abrigo empapado. Llevaba tres días sin dormir más de unas pocas horas, y aunque su cuerpo exigía reposo, algo en su interior —una mezcla de urgencia y desasosiego ante lo desconocido— lo empujaba hacia adelante.

Había recibido una carta sin remitente, escrita con una caligrafía temblorosa que le resultaba extrañamente familiar. Decía simplemente:

Donde los caminos se cruzan, allí verás lo que buscas.

No firmaba nadie, pero al dorso había un símbolo grabado con tinta azulada: un círculo atravesado por líneas irregulares, idéntico al que había visto en las notas del profesor Wentworth antes de su desaparición. Aquella figura había aparecido también en las ruinas de Innsmouth, tallada en las piedras, y en el forro de un libro que nunca debió existir: De Lumine Tenebris. Cada vez que lo recordaba, un escalofrío le recorría la nuca. No era el miedo lo que lo impulsaba, sino la necesidad de entender, de descubrir qué se ocultaba tras esas coincidencias imposibles. Un puzzle sin resolver. Una búsqueda que ya no era profesional, sino personal.

La lluvia se hacía más densa con cada paso, hasta el punto de que el paisaje parecía desvanecerse. Entonces lo vio: un poste torcido, cubierto de musgo, marcando una encrucijada. Tres senderos se abrían ante él: uno que descendía hacia un bosque oscuro, otro que seguía la línea de una colina, y un tercero que se internaba en lo que parecía un campo sin fin.

Se detuvo. El aire tenía un sabor metálico, como si lo que respirara no fuera oxígeno, sino algo más antiguo, que le quemaba los pulmones. Fue entonces cuando escuchó un sonido distinto a la lluvia: el roce de páginas, el susurro de un libro al pasar sus hojas. Giró lentamente.

A pocos metros, bajo un improvisado refugio, una mujer estaba sentada sobre una piedra cubierta de líquenes y lo observaba. Su rostro estaba en sombras, pero su voz era clara, casi serena.
—No esperaba que llegaras tan lejos —dijo ella. En sus manos sostenía un libro abierto, encuadernado en piel oscura. Las páginas brillaban con un resplandor tenue, y los caracteres parecían moverse, retorciéndose como gusanos bajo la luz.

Nathaniel dio un paso hacia ella.
—¿Quién es usted? —preguntó, aunque en el fondo temía la respuesta.
—Alguien que también buscó comprender —respondió la mujer, y sus dedos rozaron el borde del libro—. Pero el conocimiento tiene un precio, y solo los malditos pueden pagarlo.

Él la observó con detenimiento. La piel de sus manos estaba marcada con cicatrices, como si la tinta misma la hubiera quemado.
—Yo… conozco ese libro. Lo vi una vez en Arkham, en el archivo sellado del museo. En los sótanos.
—No lo viste —dijo ella con una sonrisa leve—. El libro te vio a ti.

Antes de que pudiera responder, una ráfaga de viento apagó su lámpara. La oscuridad lo envolvió, y por un instante creyó escuchar voces: murmullos que se mezclaban con la lluvia, palabras en un idioma que no pertenecía a ningún tiempo. Cuando volvió a encender la luz, la mujer había desaparecido. En el suelo, solo quedaba el libro, abierto por una página en blanco.

Temblando, lo recogió. Las letras comenzaron a surgir lentamente sobre la superficie, como si fueran escritas por una mano invisible.

El que elige el camino, elige también la verdad que lo devora.

Fue entonces cuando escuchó pasos detrás de él.
—Sabía que vendrías aquí —dijo una voz grave.

El investigador se giró, aliviado y asustado a la vez. Reconoció al hombre de inmediato: el Sr. Torre, antiguo bibliotecario del Museo de Arkham, su mentor durante los años de formación. Había pasado meses sin verlo, desde que fue despedido por insistir en que los textos del ala prohibida “no eran meras supersticiones”.

Torre estaba envejecido, con el rostro hundido y la mirada febril.
—No debiste seguir las pistas —le advirtió—. Nada bueno se encuentra al final de un cruce de caminos.
—¿Entonces por qué estás aquí? —preguntó el investigador, intrigado.
El anciano bibliotecario sonrió con tristeza.
—Porque yo también he intentado desentrañar los secretos. Y cuando uno los desentraña, ellos comienzan a desentrañarte a ti.

Durante unos segundos, ambos permanecieron en silencio, escuchando el ruido de la lluvia y el extraño zumbido que parecía provenir de la tierra misma.
El investigador abrió el libro y señaló la página.
—Dígame qué significa.
—No lo leas —dijo Torre, con un tono casi suplicante—. Las palabras cambian con cada mirada. No describen… convocan.

Pero el investigador ya no podía detenerse. Las líneas de texto se retorcieron, formando una figura que parecía flotar sobre el papel: un símbolo circular, idéntico al de la carta que lo había traído allí. El suelo comenzó a vibrar.

El Sr. Torre retrocedió un paso.
—Detente —dijo con voz temblorosa—. No sabes lo que estás trayendo a este mundo.
El investigador levantó la vista, pero sus ojos ya no eran del todo humanos. Un brillo oscuro los atravesaba, una comprensión terrible que se mezclaba con la locura.
—Lo sé —susurró—. Pero necesito verlo. Necesito cerrar el círculo.

El viento se alzó como un rugido. La lluvia giró en torno a ellos, y el suelo pareció abrirse, mostrando un resplandor que no era de este mundo. En esa luz, o ausencia de ella, se insinuaron formas imposibles: geometrías que desafiaban la razón, ángulos que parecían curvar el pensamiento.

El Sr. Torre cayó de rodillas, cubriéndose el rostro. Nathaniel, en cambio, permaneció inmóvil, con el libro abierto en las manos. La voz de la mujer resonó nuevamente, aunque no provenía de ningún lugar visible.
—Has elegido. Ya no hay retorno en la encrucijada.

Luego, silencio.

Cuando el Sr. Torre se atrevió a levantar la mirada, el investigador había desaparecido. Solo el libro yacía sobre el barro, cerrado, seco, como si la lluvia no lo hubiera tocado jamás. El anciano lo observó sin atreverse a acercarse. Algo en el aire había cambiado: la lluvia se había detenido, como si el mundo contuviera la respiración ante lo siguiente.

Caminó hasta el libro. Durante un largo minuto dudó, pero la curiosidad —la misma maldición que lo había condenado siempre— pudo más. Lo abrió.
Las páginas estaban en blanco, salvo por una frase escrita con la misma tinta azulada:

El conocimiento no pertenece a quien lo busca, sino a quien lo encuentra.

Torre cerró los ojos. Sabía que esa frase no estaba dirigida a él, sino al hombre que había desaparecido entre las tinieblas. Miró en torno. En la intersección de los caminos, el barro formaba una figura que no había estado allí antes: el mismo símbolo del círculo y las líneas. A medida que lo contemplaba, tuvo la sensación de que el suelo latía, respiraba, esperando algo.

El viento volvió, suave al principio, y con él el rumor de las voces antiguas. El anciano dio un paso atrás, pero tropezó y cayó. El libro se cerró de golpe. Por un instante, creyó ver —o imaginar— la silueta del investigador entre la bruma, observándolo desde la distancia. Luego, la figura se disolvió, como si nunca hubiera estado allí.

Cuando el aguacero amainó, solo quedaba el cruce vacío. Ni rastro del hombre, ni del símbolo, ni del libro.

Más tarde, algunos campesinos juraron haber visto luces extrañas esa noche, y oír un canto bajo la tierra. Otros dijeron que el Sr. Torre enloqueció y fue hallado días después, murmurando nombres que nadie comprendía.

El informe oficial del museo clasificó el caso como “desaparición no esclarecida”. Pero en el despacho vacío del investigador, sobre el escritorio, apareció una hoja en blanco. Solo una frase estaba escrita en su centro, con letra temblorosa:

A veces, en la encrucijada, no elegimos… somos elegidos.

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