Quizás se cuestione mi salud mental y lo apretado de los tornillos en mi cabeza; sin embargo, les prometo que mi relato es verídico y no debe tomarse a broma. En cambio, es una advertencia sobre lo que hay del otro lado del entendimiento humano.
La rutina era mi único refugio y mi mayor enemigo: la misma cama, las mismas sábanas blancas, el mismo café amargo antes de regalar diez horas de mi vida a un trabajo que marchitaba mis neuronas. Día tras día, mientras mi cabeza seguía soñando con aventuras, mi cuerpo se pudría en la monotonía.
Siempre me gustó leer épicas aventuras, desde ciudades que nunca fueron nombradas hasta aquel pueblo misterioso en donde era prohibido hacerle daño a cualquier gato. Todas y cada una de ellas estaban llenas de excitantes travesías con escenarios peculiares y protagonistas que, aunque a veces con desafortunados desenlaces, al menos tenían cosas por contar.
Si tan solo alguien me hubiese advertido que quizás una vida plana y monótona sería más segura que lo desconocido. Un día, mientras estaba sentado en mi pequeño cubículo, en el que las piernas a duras penas cabían por lo reducido del espacio, me topé con una fotografía intrigante de un hombre que promocionaba su casa como un lugar peculiar, e invitaba a cualquiera a pasar unos días dentro de la misma para experimentar de primera mano las singularidades de aquella edificación.
Movido por la curiosidad —y por un deseo irracional de dejar que el azar decidiera por mí— marqué el número del anuncio. El dueño insistió en que no debía explicarme nada: había que verlo. Y yo necesitaba ver algo, lo que fuera.
Sé que puede parecer raro acceder a visitar la morada de un completo desconocido, y créanme, la decisión fue presurosa y sin mayor análisis. Después de todo, yo era una persona cansada de la triste vida tan tediosa que llevaba y, honestamente, no tenía nada que perder.
Una vez frente a la casa, una edificación sencilla de un solo piso me dio la bienvenida. Pintada de un color menta ya desgastado por el sol, la vivienda vestía unos blancos ventanales dispuestos hacia la calle y un techo grisáceo que le daba al establecimiento el aura de estar marchitándose poco a poco. Más allá de eso, el lugar era completamente normal, en un vecindario común y corriente, salvo por unos afiches de «desaparecido» en los que se dibujaba la figura de un pequeño de tal vez once o doce años.
El estridente timbre atronó en el interior del recinto, y el chirriar de la puerta de madera presentó a quien era el dueño de esa interesante publicación. Una peculiar figura masculina, vestida con una camisa blanca desabotonada del cuello hasta parte del pecho, con un chaleco color negro y unas gafas que le daban un aire de boticario añejo, se presentó con un fuerte apretón de manos bajo el nombre de Sr. Torre.
El singular personaje se hizo a un lado para que mi cuerpo pudiera cruzar el umbral y llegar a la estancia, en la que se disponía un sofá de caucho color café, frente a una pequeña mesa donde se encontraban dos tazas de café dispuestas y un pequeño puñado de galletas.
El Sr. Torre me explicó que su casa había sido edificada en un punto cósmico, bendecido bajo las luces del norte y ungido por los ojos que nos vigilan desde el universo. No les mentiré: toda la charlatanería que salía de la boca del señor me parecía una completa mofa y un juego de algún deschavetado. Aun así, lo escuché con toda la atención que pude prestar, ya que al menos sacaría una historia de cómo hablé con un loco por casi una hora.
La silueta, con aire de ratón de biblioteca, me contó que los sucesos eran más fuertes por la noche; que los susurros en la oscuridad y las figuras raras que se escondían en las sombras eran solo atestiguables cuando el astro mayor abandonaba la bóveda azul, ya que en esas instancias la casa se volvía una sola con las estrellas y los secretos enterrados en el centro de la tierra se desprenderían ante mis ojos.
Obviamente, después de la plática sostenida, mi escepticismo estaba a niveles inconmensurables; no creía en una sola palabra de aquel loco señor. Pero el Sr. Torre me dijo que, si lograba pasar una noche en el lugar, el cosmos me entregaría una «promesa de poder», con la cual yo tendría la potestad de elegir la vida que quisiera. Aun crédulo de la situación, decidí quedarme. Como ya les había dicho antes, no tenía nada que perder.
Al momento en que el último rayo del sol acarició las nubes y las cabezas de todos los que pueden dormir aún con la cordura intacta cerraron los ojos, empezaron una serie de sucesos que catalogaré como «raros», por no decir «paranormales», ya que el uso de esa palabra es exclusivo de personas creyentes en energías o espíritus. Y les aseguro que lo vivido en aquella casa no tiene nada que ver con el dios al que la mayoría venera, aunque tal vez sí tenga que ver con algún otro dios tirano escondido en lo recóndito de las dimensiones.
En la oscuridad de la insólita morada, lo primero fueron susurros que parecían salir de las paredes, en un idioma totalmente desconocido o, al menos, en un dialecto que parecía pertenecer a las entidades antiguas sumergidas en el mar. A las 11:00 p. m., todos los relojes detuvieron su curso y las paredes parecían derretirse ante mis ojos.
Llegué a pensar que la taza de café que se deslizó por mi garganta estaba cargada con algún tipo de alucinógeno o droga estupefaciente; sin embargo, mi teoría no tenía fundamentos, ya que después de nuestra plática habían pasado horas y en ningún momento tuve algún síntoma.
Mis ojos se salían de sus órbitas ante las grotescas figuras escondidas en las sombras, algunas de forma humanoide y animal, con mil ojos o sin ninguno en absoluto. De aquellos cuerpos deformes se desprendía una especie de baba negra y se movían deslizándose cual caracoles. Al verlas, unas posaban sus oscuras presencias sobre mí, y podía sentir que ellas también me observaban. Lo peor no era saber que eran conscientes de mi presencia, sino la forma tan normal en la que ignoraban que yo estaba allí, como si ellas pertenecieran a este mundo y yo solo fuera un invitado.
La casa, aunque sin ningún haz de luz en el lugar, se mantenía iluminada por una fluorescencia proveniente del sótano. El Sr. Torre me dijo que aún no era tiempo de bajar, que ellos no estaban listos para verme y que debía permanecer en la planta superior hasta las 3:00 a. m. Luego de eso, las entidades me darían la promesa de poder de la cual él me había hablado.
No podía correr; me daba pavor pensar que, si mi cuerpo era presa del pánico, cualquier movimiento en falso haría que las criaturas babosas se abalanzaran sobre mí, y sabe el destino qué tipo de torturas infligirían a mi pobre cuerpo. De a pocos, el lugar fue quedando en silencio y las grotescas cosas empezaron su lento descenso escaleras abajo hacia el fulgor emanante de las profundidades. El Sr. Torre me dijo que ya era hora: primero bajaría él y, después, me llamaría para unirme a ellos en el rito final.
Cuando ya me encontraba totalmente solo, mis ojos se posaron en la centelleante manecilla de cobre, la cual, con un giro, me otorgaría la libertad, siendo mi cómplice de escape de aquel infame lugar. Me acerqué a la puerta y, con cuidado de no alertar a mi anfitrión, fui girando el picaporte hasta que el viento de la calle chocó contra mi rostro.
En ese momento, un grito desgarrador se desprendió de la garganta del Sr. Torre, quien se encontraba en el sótano. Mi corazón, mi ética y mi moral se encontraban en una encrucijada sin saber qué dirección tomar.
Por un lado, podría correr y buscar ayuda, pero ¿cómo explicaría todo lo que pasaba en la vieja casa? De seguro me tacharían de loco. Por otro, si lograba sacar al Sr. Torre de allí, juntos podríamos contar lo que ocurría y, quizás, convencer a más personas de lo que pasaba en el cósmico edificio.
Armado de valor, bajé al sótano iluminado por colores que el hombre aún no ha descrito ni descubierto. Una fosforescencia nauseabunda se dibujaba ante mis ojos, y una mancha infame de color grisáceo servía de contorno en una de las paredes, de la cual emanaba un arcoíris impuro.
Me sentí hipnotizado, como una polilla que va hacia la luz. Mis pies se movían a ritmo pausado en dirección al portal antes descrito. Mientras me arrastraba, las voces de todos los viajeros y exploradores perdidos atronaban en mis oídos. Tenía la boca seca y podía sentir mil escalofríos atravesando cada molécula de mi cuerpo.
Al mirar por el agujero en la pared, más allá del color y la luminiscencia, mis ojos presenciaron un mundo gris, lleno de rostros humanos a quienes la tétrica mancha había consumido. Las babosas se alimentaban de los pobres desgraciados, presas de sus garras.
En ese momento, un gato negro —que sabrá el cielo de dónde salió— me sacó del trance al botar una caja de cartón de leche, en la cual un niño llamado Vincent se advertía como persona desaparecida. Esos segundos fueron cruciales para mi escape, ya que al retirar mi mirada del portal pude dar pasos atrás y sostuve la caja en mis manos.
Levanté la mirada lentamente y, frente a mí, de aquel frenesí de colores, salía una sombra; primero una mano gris, después un brazo, y lentamente una cabeza humana totalmente seca, que aunque poco reconocible por lo desgastado de la carne, pude identificar como la del pequeño de los afiches. La mueca siniestra en su rostro reflejaba un dolor indescriptible, y todo el color del infortunado infante había sido devorado.
La cabeza cercenada del chico cayó a mis pies, y con un grito salí corriendo a toda velocidad de la casa que queda más allá de la cordura, de lo imaginable y de lo descriptible en esta dimensión.
Nadie me creyó. Denuncié la situación y los habitantes lo tomaron como una mala broma. Me culparon por jugar con la desaparición de Vincent y lo perdí todo. Me tacharon de loco, porque, después de todo, la casucha nunca tuvo un dueño llamado Sr. Torre, y la fachada llevaba abandonada años, sin ningún vestigio de presencia humana o animal.
Escribo esto desde mis ahora aposentos blancos, adormecido por un cóctel de pastillas que son mis compañeras en el día a día. Con esfuerzo pude, de contrabando, conseguir papel y lápiz para escribir este relato, como advertencia de que sí hay cosas que exceden el entendimiento humano. Sé con certeza que aquellas babosas habitan en las sombras, robando el color de todo. Es por eso que siempre pido que la luz permanezca encendida, iluminando las paredes vacías de mi habitación.
La promesa de poder era cierta. El conocimiento es una fuerza universal increíble, pero lo cierto es que también es una condena. Espero que alguna alma me crea, y aun si no lo hacen, aquella noche, en aquella casa, la vida de este hombre —a quien el brazalete en su muñeca nombra como León Huerta— cambió para siempre.
FIN
El año sin primavera
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