RoSS siempre se sienta al fondo del Starbucks. A simple vista, sería difícil averiguar su edad; su camisa blanca remangada acompañada con chaleco y pantalones negros le alejan de cualquier estilo a la moda. Se limpia las gafas mientras observa sonriente cómo entra al local su nuevo pupilo.
Para RoSS es uno más, otro de muchos. Vestido de negro desde la gorra de béisbol hasta las zapatillas, incluso la riñonera que lleva cruzada es de ese color. Y en cada una de las prendas luce logos distintos que evidencian que se tratan muy probablemente de réplicas.
–Hola… ¿tú eres RoSS? Me dijeron que tenía que hablar contigo, que sabes de muchas cosas. Yo quiero aprender tío, en serio.
RoSS se coloca las gafas con lentitud, sin dejar de mirarlo.
–Sí, sí, siéntate chaval. Claro que te puedo ayudar; a entender el sistema antes de que el sistema te entienda a ti. Las criptos van y vienen, pero esto va de tener el control, ¿sabes? –dice RoSS antes de hacer una pausa dramática para añadir–. ¿Estás dispuesto a desaprender todo lo que crees saber?
–Frena bro, que vengo a por algo más. En la dark web dicen que eres el hombre adecuado. Mira, yo no estoy hecho para ser otro perdedor; me merezco más. Y estoy dispuesto a lo que sea para estar en el top como tú.
RoSS ahoga una risita, cierra la tapa del portátil y apoya sus manos en las rodillas.
–¿A lo que sea? No sabes de lo que hablas chaval –le dice con voz seria–. Déjame que te cuente una historia.
Al joven se le abren los ojos como platos.
–Claro, tío.
–Esto ocurrió antes de que tú nacieras, hace siglos –comenzó RoSS–. Este lugar era parte de Al-Ándalus y, no lejos de aquí, había una aldea en la que vivía Rodrigo Sánchez Salamanca. Rodrigo era padre de cinco hijos, amado esposo y arduo devoto mozárabe. Pero todo eso no le llenaba; su verdadero deseo era ser más poderoso que un rey.
»Un buhonero pasó un día por la aldea y, con suficiente alcohol, Rodrigo pudo sacarle la localización de la Abadía Condenada; un lugar de leyenda donde cualquiera podría cumplir sus deseos. Rodrigo abandonó a su familia y partió hacia la abadía. No dudó en abandonar a los suyos con tal de salir de esa aldeucha de mala muerte.
–¡Vaya hijoputa! –gritó el joven.
–¿Perdona chaval? –respondió RoSS frunciendo el ceño–. ¿Quieres acabar de oír la historia? A lo mejor aprendes algo y todo –le reprendió.
–Tranqui bro, sigue. Pero un buen español no haría eso.
–A ver –dice pacientemente RoSS mientras se recoloca las gafas y bebe un sorbo de café–. Tendrías que ponerte en su situación para entenderle. Él tenía aspiraciones y, tras muchos años, esa promesa de poder era la manera de hacerlas realidad.
RoSS se le queda mirando fijamente, hasta que el joven baja la mirada con un atisbo mínimo de vergüenza, y prosigue con el relato.
–En resumen, Rodrigo encuentra la Abadía Condenada y allí le esperaba el Monje Negro, un patrón que le ofreció un poder sin igual, más de lo que su limitado saber pudiera imaginar. Pero dicho poder tenía un precio, debía ofrecer a cambio la vida de todos sus familiares.
RoSS levanta el dedo justo cuando el joven abre la boca para hacer otro comentario y espera a que la cierre.
–Ese día Rodrigo se enfrentó a una terrible encrucijada, pero tomó una decisión de la que nunca se arrepintió. Con los siglos el poder de su familia ha ido creciendo, hasta llegar a mí, su último descendiente.
RoSS echa mano a la mochila del portátil y saca un cilindro de cuero negro, ajado por los años. Desenrolla la cinta que lo mantiene cerrado y saca un antiguo pergamino enrollado.
–Este es el pacto que firmó Rodrigo con su patrón –dice RoSS mientras despliega el pergamino sobre la mesa redonda del Starbucks–. Todavía incluso se pueden ver las firmas.
El joven se acerca con curiosidad al pergamino, mirando concentrado a los nombres que RoSS señala.
–Rodrigo Sánchez Salamanca… ¡Ostras! ¡RoSS! –grita el joven– De ahí has sacado el nick. Muy bueno –concluye sonriendo.
–No solo el apodo –le responde RoSS–. Tengo el honor de compartir nombre con mi antepasado. En cualquier caso –continúa mostrando signos de impaciencia contenida–, mira chaval, esto no va de tutoriales de YouTube o de tener likes en el Instagram. Esto va de tener acceso y yo te puedo abrir la puerta; únicamente porque me has caído simpático. Lo que sí que espero es un pequeño donativo para engrasar las bisagras.
–¡Qué ridículo! –grita el joven mientras se pone de pie–. ¿Dinero? ¿A eso hemos llegado?
Involuntariamente RoSS pega la espalda al respaldo de la silla, sin intentar ocultar su sorpresa.
–Tranquilo chaval –le dice RoSS con su tono más tranquilizador–, tómalo como una muestra de interés. Lo mínimo para que podamos empezar con esto, para que poco a poco sintonices con mi patrón.
–Claro tron, con tu pa-tron. ¡Ja, ja, ja! –ríe solo el joven mientras se vuelve a sentar–. Según el contrato, un tal Nyarlathotep, ¿no?
–¡Shhh! –dice en voz baja RoSS–. No pronuncies su nombre en voz alta.
El joven ha dejado de reírse. Mira a RoSS con una mirada penetrante de mil años y éste empieza a dudar de con quién está hablando.
–No sé qué fuentes tendría Lovecraft –dice el joven con voz susurrante, grave y atemporal–, pero llevo siglos sin usar ese nombre. Demasiado popular. Es más, no necesito firmar mis contratos.
Lentamente, el joven saca de la riñonera un papel doblado. Según lo desdobla lentamente parece que se vaya a romper hasta que, finalmente, lo deposita abierto sobre la mesa junto al pergamino.
–¿Ves? –continúa el joven–. No firmo. Tampoco es que haga falta. Puedes leerlo, pero te lo resumo. Rodrigo no se puso únicamente él a mi servicio, incluyó a su descendencia. Y a la descendencia de su descendencia… Me encantan las cláusulas de bucle infinito.
–¿Es esto una cámara oculta de algún youtuber? –pregunta RoSS saliendo de su estupor, y frunciendo el ceño añade–. ¿Acaso sabes con quién estás tratando?
–Con Iker Benjumea Sagasti –le corta el joven–. La sangre se ha mezclado con los años, pero con poco que quede es suficiente. ¿Sabes? Tu bisabuelo al menos leía. Pensó que con unos rituales de artista de feria me mantendría alejado –continúa con una sonrisa pícara–. Le dejé salirse con la suya solo porque engendró ocho hijos e hijas que acabaron emigrando el siglo pasado por todo el globo. Entre ellos tu abuela Estrella, que engendró a tu padre Lucas…
–Ve… vete de aquí por favor –le ruega RoSS con voz temblorosa y con los hombros caídos.
–Poco favor te haría si lo hiciera –le responde el joven con un breve tono de compasión–, pues el precio ya ha sido pagado. En lo que llevamos hablando tus padres han fallecido en un accidente de coche y Sandra, tu esposa, ha sufrido un derrame cerebral en el gimnasio. Mi más sentido pésame.
–¿Por qué yo? ¿Qué es lo que quieres? –le suplica RoSS con lágrimas incipientes en los ojos.
– Simplemente que hagas honor al pacto. A partir de ahora no tendrás que preocuparte por cosas mundanas: el dinero, la salud o el trabajo. A cambio…
El joven se acerca a RoSS por encima de la mesa, tirando el pergamino enrollado al suelo acompañado por la taza de café, y le susurra algo al oído.
RoSS se queda paralizado, siguiendo con la mirada al joven, quien recoge el contrato de la mesa, lo dobla con cuidado y lo vuelve a meter en la riñonera mientras sale por la puerta del Starbucks.
El hombre ve desaparecer al joven entre la multitud para después dirigir la mirada al suelo. Mira durante unos segundos con detenimiento la taza de café y su contenido derramado sobre el pergamino. Entonces, levanta la mano hacia el camarero y dice con voz firme:
–¡Un Iced Matcha Latte, chaval!
El año sin primavera
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