
Los humanos están siempre dispuestos a juzgar sin detenerse a pensar en el porqué de las cosas, y mucho menos en detallar el proceso que llevó “lo que fue” a “lo que es”.
Desear, desear, desear… Para los hombres, lo suficiente nunca es suficiente. Su codicia los impulsa a cambiar tesoros por baratijas y a abandonar bendiciones por una falsa promesa de poder. De ahí nuestro origen: nacimos del deseo, pero no del deseo carnal, sino del deseo ambicional. Sé que esa palabra no existe, pero el tiempo y el tedio nos otorgaron el permiso de transgredir las reglas, incluso las de la gramática.
Ostentamos la supremacía de esculpir cualquier deseo bajo la única ley que nos rige: “conceder al portador aquello que se le antoje”. Y para quien se lo pregunte, sí, podemos traer de la muerte a la vida o llevar de la vida a la muerte; hacer que alguien se enamore sin reparos, conceder deseos infinitos, movernos por el tiempo y el espacio, y deshacer los deseos que otros han deseado. Nos es imposible mentir, aunque solemos ocultar parte de la grandeza de nuestro poder para frenar, en cierto modo, la codicia terrenal.
Al revisar mis historias, no he encontrado una sola en la que el amor verdadero y la bondad sean los cimientos; todas se basan en la ambición, el dinero, la fama y el poder. Incluso, hay algunas que prefiero no recordar, porque traerlas a la memoria podría encender nuevamente las llamas que consumieron imperios y ciudades bajo la locura de sus reyes.
Somos seres antiguos que hemos prevalecido en la historia. Al principio, nos era grato servir: concedíamos, con excelencia, los deseos del portador, buscando siempre su felicidad. Disfrutábamos creando maravillas, como aquellos jardines en Babilonia o el imponente templo con que Creso quiso honrar a Artemisa. Sin embargo, la eterna servidumbre hacia los hombres y el egoísmo que los embarga nos pusieron en una encrucijada: ser esclavos de una raza a la que aprendimos a despreciar y, aun así, tener que conceder sus deseos. Faltar a nuestro origen sería nuestro fin. Es ironía pura que nuestra vida dependa de los caprichos de los hombres.
El escepticismo de los tiempos modernos nos arrastra hacia la decadencia y el olvido. Hace mucho que no nace ninguno de nuestro linaje; otros han desaparecido. El encierro ha desvanecido su poder y, con él, su existencia. Un genio que no usa su magia está condenado a la extinción. Por suerte, mi botella ha pasado de unas manos a otras durante los últimos siglos, fortaleciéndome, aunque volviéndome quisquilloso. Admito que me resulta molesto servir a los portadores; sin embargo, encontré la forma de desquitarme cumpliendo sus deseos.
Los hombres, a menudo, son imprecisos en su hablar y dejan enormes brechas a la interpretación. Dan por hecho que los genios somos tratantes de secretos y que conocemos su interior, pero la verdad es que nos ceñimos a las palabras que salen de su boca. Por eso, conceder deseos con un giro trágico e inesperado se ha vuelto mi especialidad. Sé que eso nos ha dado fama de tramposos, pero vale la pena si con ello llega el satisfactorio escarmiento.
Pensé que la vida era absurda cuando mi portador fue un niño al que su padre sometía a tortuosas prácticas de violín durante horas. Era evidente que el pequeño carecía de talento; eso lo llevó a su primer deseo. Pero, como dije al principio, para los hombres lo suficiente nunca es suficiente. El anhelo de escapar de la precaria situación económica en que vivía lo condujo a su segundo deseo: ser reconocido como el mejor violinista de su época. Y así fue.
Para lograrlo, se requirió un ajuste en su cuerpo que le permitió superar el talento que ya le había concedido. Sin embargo, con los años, aquella transformación se convirtió en su condena. El joven nunca deseó riquezas ni amor, pues su excepcional talento llenó de dinero sus bolsillos y de amantes su cama. Al parecer, tenía todo cuanto había anhelado. Supe que su fama fue atribuida al pacto con una oscura figura, pero no me importó que se le otorgara el crédito: los genios solo somos servidores, no necesitamos reconocimientos públicos.
No sé cuánto tiempo estuve olvidado sobre una vieja credenza. Regresé a ver al niño convertido en un hombre delgado, pálido y desgarbado, al que solo reconocí por su mirada. Los excesos y los efectos de su segundo deseo hicieron estragos en él, y enfermó. Así que deseó encontrar alivio para el dolor que aquejaba su cuerpo. ¡Presto! El dolor cesó cuando, encantada, vino la Muerte por él. Mas su espíritu no halló paz: su reputación lo había convertido en un paria de la Iglesia. Al parecer, la sociedad de principios del siglo XIX no estaba lista para un virtuoso como él. Su cuerpo insepulto lo mantuvo prisionero y, durante muchos años, vagó entre vivos y muertos. Tal vez debió ser más específico en su deseo.
También recuerdo, con cruel satisfacción, el revés que sufrió el deseo de un humilde marinero que encontró mi botella anclada en la playa. Su primer deseo fue convertirse en un respetable capitán; el segundo, ponerse al mando de la embarcación más imponente; y el tercero, que su nombre fuera recordado por siempre en la historia. Cumplí a cabalidad sus tres deseos. Fue una pena que aquel colosal barco se hundiera en las heladas aguas del Atlántico durante su viaje inaugural, pero sin duda la humanidad jamás olvidará su nombre.
Una leyenda moderna surgió del deseo de una supuesta princesa inca. Se decía que aprendió a cantar imitando a los pájaros, hasta que un espíritu del bosque se encaprichó de ella y le regaló una voz que nunca habían escuchado los mortales. Nuevamente, mi obra fue atribuida a otro. La mujer alcanzó fama y reconocimiento mundial, mas, no conforme con su voz, deseó tener el talento para crear piezas musicales inolvidables. Todavía es recordada como la artista que fusionó la música andina con el jazz.
Estos ritmos encantaron a cierto público, pero también le acarrearon la enemistad de su pueblo, que la acusó de deshonrar sus raíces. Por ello, fue recibida a pedradas al regresar a su país. Durante ese impase, la maleta que contenía mi botella se extravió, y así llegué a manos de un patán que solo ansiaba tener dinero. Años después, la diva murió sin que yo llegara a concederle su último deseo.
Podría seguir narrando cientos de historias con comienzos felices y finales trágicos, pero mil palabras son pocas para contar lo que he vivido. Así que solo me resta decir que, si alguna vez encuentran una hermosa botella azul con el sello de un escorpión dorado, piensen bien si vale la pena abrirla, porque algunos deseos jamás deberían ser concedidos.
        
 El año sin primavera
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