Torre de medianoche

Torre de medianoche

La niebla cubría prácticamente toda la plaza. Tan sólo la cruz de piedra aparecía, como la proa de un velero, entre la bruma y anticipaba la fachada de la imponente iglesia que se encontraba detrás. Los pocos transeúntes que deambulaban a esas horas se dirigían ya a sus casas, como negros fantasmas que huyen a refugiarse en sus ataúdes de terciopelo. El señor Calvin llegó primero, se acercó a la cruz y esperó a que llegara el resto. Periodista de profesión, astuto y sagaz, bastante joven e impulsivo. Sacó un cigarrillo del bolsillo y lo encendió con manos temblorosas. El señor Torre lo vio desde su ventana en el ático que daba directamente a la plaza. Desde su atalaya podía vigilar casi la totalidad de las calles que desembocaban en la iglesia. Se puso el gabán, el sombrero y bajó.

– Buenas noches, señor Calvin ¿lo tiene?

– Sí, lo tengo, respondió sorprendido por la frialdad de sus palabras. Siempre le había resultado una persona siniestra, a pesar de su rostro anciano y su cuerpo ya malogrado que le daban un aspecto agradable y confiado.

– Disculpe mis modales, se excusó el señor Torre como si leyera sus pensamientos, pero el asunto es de máxima urgencia.

– Lo tengo aquí, dijo mostrando un maletín viejo de cuero, gastado por los bordes, que sujetaba con extremada fuerza.

La Sra. Miller apareció de improviso saliendo de una calle aledaña. Historiadora, oriunda de Irlanda, joven y de una cierta belleza, llevaba el pelo alborotado, las mejillas sonrojadas por el esfuerzo y caminaba con paso rápido. Sus ojos despedían miedo y angustia y casi se abalanzó sobre el señor Calvin cuando se llegó hasta ellos.

– ¿el señor Clay?, preguntó el anciano.

Los jóvenes cruzaron una mirada esquiva.

– No lo consiguió, dijo por fin exhalando humo.

– Bien, subamos. Allí podréis contarme lo sucedido.

La puerta del ático daba directamente al salón, una amplia sala donde se esparcían muebles, libros, sillas y un par de puertas que anunciaban un baño y una cocina. La luz era tenue, oscura, mínima, casi no alcanzaban a verse las caras. El señor Calvin se fijó en las raras inscripciones, símbolos y grabados en el dintel y jambas de la entrada.

– Arcanos de protección, le informó el Sr. Torres.

Una vez sentados, al calor de la chimenea que crepitaba suavemente, el anciano les pidió que le contaran los hechos.

El señor Calvin comenzó a narrar lo acontecido en estos meses. El joven periodista se había infiltrado en la supuesta secta religiosa a través del contacto que el Sr. Torres les había proporcionado. No le costó mucho habituarse a la gente, era afable y divertido. Explicó que profesaban adoración por una especie de dioses primigenios venidos del mundo exterior y que habitaban en los océanos, aunque en otra dimensión lo cual no les permitía existir en este mundo. Mientras lo contaba sonreía de manera nerviosa como si todo fuera una historia sacada de algún periódico sensacionalista. Lo que al principio le pareció una simple locura colectiva fue tomando forma en su interior. Los cánticos, los rezos, aquellos tomos antiguos tenían un aire extraño, mágico, como si no fueran de este mundo. Tuvo que armarse de valor y coraje para soportarlo.

La Sra. Miller tomó la palabra y explicó que se veían una vez a la semana. Le procuraba consejos y lecciones sobre los posibles orígenes históricos de aquellos libros, los dioses antiguos y las culturas milenarias… aunque nada de eso lo tranquilizaba en verdad. El estudio de esos grabados, la escritura, los rituales también la habían afectado. Esas lenguas no eran conocidas, no era maya, ni precolombino, tampoco asirio, ni sumerio y mucho menos egipcio. Sólo el hecho de estudiarlo, leerlo le provocaba temor, angustia, desesperación, no quería ni imaginarse por lo que estaba pasando su compañero.

Calvin, mientras tanto, había perdido peso y tenía pesadillas recurrentes. Relató cómo, en una terrible explosión de paroxismo, pretendían invocar a aquella temible criatura. El escepticismo inicial se había transformado en miedo irracional, en creencia, la cordura se les escapaba entre las manos. Quería el premio Pulitzer y sabía que con esta historia macabra lo conseguiría sin duda.

Llegó el fatídico día. Se dirigían todos a la cueva donde procederían con la ceremonia, la realidad se deshacía, el tiempo se ralentizaba como si estuvieran cerca de un vórtice de maldad pura. Llevaban el libro, los atuendos, toda la parafernalia. Como habían quedado informó a la historiadora y al señor Clay de la ubicación del ritual. Alto y fuerte, ex mercenario, ex policía, asesino sin remordimientos. Comenzaron los cánticos, la invocación, el ambiente era ominoso, el aire pesado y cálido. Una forma, un eco, un susurro de otro mundo comenzaba a materializarse en un lado de la sala. Era gigantesco, sin forma ni colores concretos, antinatural, extraterrenal. En un descuido de los acólitos, luchando contra fuerzas que lo extenuaban por dentro, agarró el libro y huyó como la mariposa que huye de la luz negra. No estaban dispuestos a dejarlo ir con su preciado ejemplar así que lo persiguieron por aquellos túneles idénticos, angostos, infinitos. Cuando estaban a punto de darle caza, el Sr. Clay apareció de un túnel secundario junto con Miller. Los sectarios se resistieron, como poseídos, drogados, se abalanzaban inconscientemente, no eran dueños de sí. Dándose cuenta de la desquiciada marea humana que los rodeaba, sacó la Thomson de debajo del gabán y comenzó a disparar. Ruido, confusión, caos…sus caras desencajadas, los ojos fuera de las órbitas, impregnados de una droga que les proporcionaba placer y odio a partes iguales.

Miller concluyó el relato porque Calvin apenas podía respirar. Se habían ocultado como acordado, sin salir de casa, hasta el día de hoy auqnue el periodista se había llevado la peor parte. Estuvo todo ese tiempo prácticamente sin dormir, los ojos fijos en el libro, que se movía, susurraba, al borde la locura, escuchaba voces y se despertaba entre gemidos. Sus caras, sus caras, sus caras, repetía sin parar.

El Sr. Torres había escuchado el relato casi sin pestañear, mirando al fuego, asintiendo sólo de vez en cuando o negando ligeramente con la cabeza.

– ¿Qué ocurrió con Clay?

– Algunos entraron por detrás y lo sorprendieron. Le quitaron la metralleta y se lo llevaron. Intentamos ayudar, pero nos fue imposible. Escapamos de milagro.

– ¿Me permite ver el libro?

El Sr. Calvin lo miraba preocupado, su rostro no expresaba ningún sentimiento, ni tan siquiera tras enterarse de la posible muerte de Clay.

– Sí, claro. Aquí está. Yo ya no lo quiero, dijo entregándoselo casi aliviado, un poco menos pálido.

Abrió el cierre de la cartera, retiró la solapa. Apareció el lomo del viejo volumen. Lo sacó despacio como si se fuera a romper. El sonido del roce con el cuero era insoportable, parecía rechinar, gritar, un sonido al límite de lo perceptible, como si desgarrara el aire, una brecha en la realidad, un frío escalofrío en la nuca. Cuando lo hubo sacado completamente la luz de la sala se difuminó, el ambiente se hizo opresivo, ominoso, parecía aplastar la realidad, combarla hacia otro plano de existencia. El brillo en sus ojos delataba el placer que estaba sintiendo.

– Pero, por favor, soy un maleducado, les prepararé algo de beber, mientras devolvía el oscuro libro a su confinamiento.

Recostados en el diván, más tranquilos, los jóvenes tomaban la bebida caliente. Parecían agotados, exhaustos.

– ¿Consiguieron invocar por completo a la criatura?, dijo de repente el Sr. Torres.

– ¿Cómo?, respondieron ambos.

– Tuvo que materializarse, antes de que robarais el libro.

– Ya se lo hemos contado todo, no llegamos a ver nada, tan sólo una sombra como de tentáculos y esa sensación… como de muerte… dijo el Sr. Calvin.

– Gritaban su nombre como locos, gritaban algo como Ktu…

El Sr. Torres no dejó a la historiadora acabar la frase.

– No pronuncie su nombre, lo mancilla, maldita furcia.

– Pero ¿qué le ocurre?, ya se levantaba para defender a su amiga.

– Siéntese, le ordenó y cayó de nuevo sobre el diván.

– Ahora el libro es mío de nuevo. Seré yo quien invoque su poder. Lo traeremos de vuelta como siempre tuvo que ser. Mataremos a cualquiera que se interponga y a cualquiera que no haya comprendido el mensaje. El tiempo de las profundidades y los abismos está más cerca.

Ambos miraban atónitos, con la boca seca y un extraño regusto de la bebida que habían tomado. La sonrisa maliciosa y satisfecha del anciano anunciaba su regocijo. Se rascaba la nuca notando la pequeña marca de los seguidores de Ktu… que nadie ose decir su nombre.

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