EL TRATANTE DE SECRETOS
1. La casa de los susurros
No sabría decir con certeza en qué momento comenzó mi descenso hacia la oscuridad. Tal vez fue aquella noche de noviembre, cuando las calles de Arkham estaban desiertas y el viento aullaba entre las chimeneas del barrio de French Hill, o quizá mucho antes, cuando acepté trabajar para el Miskatonic Herald, revisando los obituarios y redactando necrológicas para desconocidos.
Mi nombre es Edward Mallory, y durante años he vivido entre papeles, archivos polvorientos y voces de los muertos. Hasta que conocí al Sr. “Torre”, tratante de secretos.
Recuerdo perfectamente la primera vez que lo vi. La cita había sido concertada por un colega del periódico, un tal Winthrop, que aseguraba que aquel hombre poseía una colección de documentos antiguos relacionados con los fundadores de Arkham. Me advirtió que el Sr. Torre no era un librero común, sino un intermediario del saber prohibido, alguien que no ofrecía libros sino conocimiento, y que cada transacción tenía un precio que no siempre se pagaba con dinero.
El número 13 de Pickman Street era una casa que parecía más vieja que el propio pueblo. La puerta, de madera ennegrecida, tenía un aldabón en forma de mano huesuda. Golpeé tres veces. El sonido resonó en el interior como un eco hueco, como si llamara a una tumba.
Fue él quien abrió: un hombre alto, enjuto, con gafas redondas y una sonrisa demasiado precisa para ser amable. Sostenía un rollo de pergamino en una mano y una taza de té en la otra.
—Sr. Mallory —dijo sin presentarse—. Sabía que vendría. La curiosidad es una enfermedad incurable.
Su voz era suave, pero tenía algo de hierro. Me hizo pasar a un salón cubierto de libros, mapas, frascos con líquidos turbios y espejos tapados por sábanas.
—Le han hablado de mis colecciones —dijo mientras servía té en dos tazas de porcelana azul—. Pero lo que usted busca no es historia, ¿verdad? Usted busca respuestas.
No supe qué contestar.
Él sonrió con una lentitud casi reptil y extrajo un pequeño cofre de madera. Lo abrió y dentro, envuelto en terciopelo violeta, había un libro: una cubierta de piel oscura, casi negra, con un símbolo grabado en relieve —una estrella de ocho puntas atravesada por un ojo abierto—.
El aire se volvió denso, como si la habitación respirara con nosotros.
—Promesa de poder —susurró—. Nadie que haya leído una página ha permanecido igual. Pero si desea comprender los secretos del universo, no hay otro camino.
Sus ojos brillaban con una luz febril. Yo, que había pasado la vida entre palabras inofensivas, sentí una punzada de deseo.
—¿Qué precio pide por él? —pregunté.
—Nada que no esté dispuesto a entregar —respondió el Sr. Torre, y su sonrisa se alargó—. Pero tenga cuidado, señor Mallory. Algunos secretos no se buscan: lo eligen a uno.
2. El libro que latía
No sé por qué acepté llevármelo. Quizá fue la lluvia que empezó a caer afuera, o el modo en que el Sr. Torre me observaba, como si ya supiera mi destino.
Esa noche, en mi apartamento, encendí una lámpara y abrí el libro. Las páginas eran de un material que no era papel ni pergamino; parecía piel tratada, viva aún. Las letras estaban escritas en un idioma que reconocí vagamente: latín mezclado con símbolos alquímicos y palabras en una lengua imposible.
En la primera página, una inscripción decía:
“Aquel que lea estas líneas no será ya hombre, sino promesa.”
A medida que avanzaba, sentí una presencia detrás de mí. Los ruidos del edificio —el crujido de las tuberías, los pasos del vecino— se apagaron. El libro parecía latir, como un corazón. Entonces una voz, suave como un suspiro, me habló desde el interior de las páginas:
—¿Qué estarías dispuesto a sacrificar por conocer el origen del poder?
No recuerdo haber contestado, pero el libro se abrió por sí solo, y una corriente de aire frío apagó la lámpara. En la oscuridad, una figura se dibujó en la pared: un hombre sin rostro, vestido con un sombrero de ala ancha, idéntico al Sr. Torre.
Pasé el resto de la noche despierto, intentando convenceme de que había sido una alucinación. Sin embargo, al amanecer, descubrí que el libro seguía sobre la mesa, abierto en una página nueva que no recordaba haber leído. En ella, con mi propia caligrafía, alguien había escrito:
“Hoy he hecho una promesa.”
3. El precio de los secretos
Durante los días siguientes, mi vida cambió. No podía dejar de pensar en el libro ni en su contenido. Cada vez que lo abría, aparecían nuevos fragmentos, diagramas que no recordaba haber visto, palabras que parecían dirigirse solo a mí.
Y, sin embargo, también comencé a experimentar extraños fenómenos: las luces parpadeaban, los relojes se detenían cuando yo pasaba, los espejos devolvían reflejos que no eran míos.
El Sr. Torre me visitó una semana después. No lo había llamado. Sencillamente, apareció en mi puerta.
—Veo que la Promesa ya ha empezado a hablarle —dijo sin preámbulo.
—¿Qué significa eso? —pregunté, mostrando el libro.
Él lo miró con ternura, casi como si acariciara a un animal.
—Significa que ya no le pertenece. Ahora, usted pertenece a ella.
Quise protestar, pero sus ojos me detuvieron. En ellos había siglos de conocimiento prohibido.
—Puedo enseñarle a dominarlo —añadió—. Pero deberá elegir sabiamente. Cada secreto exige un sacrificio.
Y así comenzó mi aprendizaje.
Bajo la guía del Sr. Torre, aprendí a decodificar los símbolos del libro. Descubrí fórmulas que alteraban la percepción del tiempo, diagramas que revelaban geometrías imposibles, nombres de entidades cuyos ecos se escuchaban más allá del espacio.
Cada revelación, sin embargo, me desgastaba. Perdía el sueño, el apetito, y a veces, mientras escribía, la tinta se transformaba en sangre.
El Sr. Torre parecía disfrutar de mi deterioro.
—El conocimiento no se adquiere, se sangra —decía—. ¿Cree que los dioses comparten su poder sin precio?
Una noche, me llevó a un sótano oculto bajo su casa. Había círculos dibujados en el suelo, velas negras, y en el centro, un espejo cubierto.
—Hoy cruzará su primera encrucijada —anunció.
Le pregunté qué significaba aquello.
—Todo iniciado llega a un punto sin retorno. Si acepta la promesa, verá. Si no, olvidará. Pero el olvido también tiene un precio.
Me ofreció dos opciones, se presentó el dilema ante mí:
- Abrir el espejo y contemplar lo que había más allá.
- Romper el libro y destruir el conocimiento antes de que me consumiera.
Elegí la primera.
4. El reflejo sin rostro
El Sr. Torre retiró la tela del espejo. En él no se reflejaba la habitación, sino un abismo de neblina. A medida que me acercaba, la superficie empezó a ondular como agua.
Vi sombras moviéndose al otro lado, y entre ellas, un resplandor que parecía un ojo. Sentí que me llamaba. Extendí la mano.
El espejo se licuó, y al tocarlo, una fuerza me arrastró hacia dentro. Grité, pero ya no estaba en el sótano. Me hallaba en un espacio infinito, un corredor de puertas que se perdía en todas direcciones. En cada puerta había grabados símbolos del libro, y de cada una salían murmullos.
Una voz habló desde el vacío:
—Has hecho la promesa. Elige una puerta, y tu destino quedará sellado.
Abrí la más cercana. Dentro vi mi propio apartamento, pero yo no estaba solo. Una figura idéntica a mí leía el libro, sonriendo. En la pared, una sombra alta lo observaba: el Sr. Torre.
Entonces comprendí. El espejo no mostraba el futuro ni el pasado, sino otros yoes, otras realidades donde mis decisiones habían sido distintas.
Volví corriendo. El Sr. Torre me esperaba.
—Ya ha visto —dijo—. Ahora sabe que no hay una sola verdad. Pero recuerde: cada elección abre una puerta, y cada puerta tiene su guardián.
Desde aquella noche, comencé a oír voces incluso cuando el libro estaba cerrado. Hablaban en sueños, en el murmullo del viento, en el sonido de las máquinas del periódico. Me decían cosas que luego se cumplían.
El poder crecía, y con él, mi desesperación.
5. La promesa cumplida
Pasaron tres meses. Mi aspecto se volvió cadavérico, mi escritura se llenó de símbolos que no recordaba haber aprendido. Una madrugada, encontré en el libro una página nueva: un contrato escrito con mi nombre y firmado por una mano que no era humana.
“Cuando el conocimiento sea completo, el cuerpo será la ofrenda.”
El Sr. Torre apareció de nuevo.
—Ha llegado la hora de pagar —dijo.
Intenté huir, pero la puerta estaba cerrada.
—No puede escapar de lo que ya ha prometido. Usted buscó el poder. Ahora el poder lo reclama.
Me abalancé sobre él, pero su cuerpo se deshizo como humo. Su voz resonó en todas las paredes:
—No hay vuelta atrás, Edward. La encrucijada se ha cumplido.
El libro cayó abierto al suelo. De sus páginas emergió una forma viscosa, luminosa, que adoptó mi rostro y me susurró:
—Yo soy tú. Tú eres la promesa.
El resto es confuso: el suelo se abrió, el aire se llenó de gritos, y un torbellino me arrastró hacia el espejo. Recuerdo haber visto mi reflejo sonreír mientras desaparecía.
6. Epílogo: Informe del Dr. Henry Armitage
Documento hallado en el apartamento de Edward Mallory, periodista del Miskatonic Herald, desaparecido el 17 de marzo de 1933.
Entre los objetos recuperados se encuentra un libro encuadernado en piel, sin título visible, que emite pulsaciones rítmicas. El manuscrito contiene una narración parcialmente ilegible que coincide con este informe.
En la pared del apartamento se hallaron inscripciones en una lengua desconocida, junto a la frase escrita con tinta seca:
“He cumplido la promesa. La torre está abierta.”
El espejo del salón, único objeto intacto tras el incendio, muestra un reflejo imposible: una figura de pie detrás del observador, sosteniendo un rollo de pergamino.
El personal del museo universitario ha trasladado el libro y el espejo al sótano del Miskatonic, bajo estrictas medidas de seguridad. El Dr. Armitage advierte:
“Bajo ninguna circunstancia debe intentarse leer el texto. La promesa no distingue entre curiosidad y locura.”
Nadie volvió a ver al Sr. “Torre”.
Aunque, a veces, cuando el viento sopla desde el norte, los estudiantes aseguran oír una voz proveniente de los pasillos del archivo, murmurando con tono cordial:
—¿Seguro que lo quieres saber? No hay vuelta atrás.
FIN
 
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 El año sin primavera
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