La Torre de las Mareas

La Torre de las Mareas

La Torre de las Mareas

Relato para el V Certamen “El Año sin Primavera” Extensión: 2.950 palabras
Autor: Leonard Leonard Darío Manrique Abril

I. El año sin primavera

La primavera no llegó. Ni a Arkham, ni a Innsmouth, ni siquiera a las colinas de Dunwich, donde los sauces solían inclinarse con dulzura hacia los arroyos. Los cerezos permanecieron desnudos, como si hubieran olvidado el arte de florecer. Las aves migratorias se perdieron en cielos sin coordenadas, y los insectos que anunciaban el renacer de la estación se extinguieron en un silencio que parecía impuesto por algo más antiguo que el clima.

En el campus de la Universidad Miskatonic, los relojes comenzaron a atrasarse. Primero unos segundos, luego minutos enteros. Los profesores hablaban de fallos mecánicos, pero los estudiantes más sensibles decían que el tiempo se estaba pudriendo, como fruta olvidada en una despensa cerrada. Las sombras se alargaban antes del mediodía. Las campanas sonaban sin eco. Y en la biblioteca, los libros de botánica comenzaron a desprender un olor a salmuera.

Fue entonces cuando el profesor Emeric Vance recibió la carta. No llegó por correo, ni fue entregada por mano humana. Simplemente apareció: un sobre negro, húmedo, sobre su escritorio de roble, entre los papeles del último seminario sobre cultos prehistóricos. No tenía sello, ni remitente, ni marcas visibles. Pero el papel exudaba una humedad que no era de lluvia, sino de profundidad. Dentro, una sola frase escrita en tinta salada, como si hubiese sido trazada con algas fermentadas o con la sangre de algún pez abisal:

“Estás en una encrucijada. Elige el poder o el olvido.”

II. La promesa

Vance era un hombre de ciencia, sí, pero también de secretos. En las aulas de la Universidad Miskatonic enseñaba historia de las civilizaciones marítimas, pero en la penumbra de su despacho estudiaba cosas que no figuraban en ningún plan de estudios. Había dedicado años a descifrar los textos prohibidos del Culto de la Marea, una secta ancestral que creía que el océano no era solo agua, sino memoria viva. Sus manos, temblorosas pero precisas, habían traducido fragmentos del Libro de las Mareas Invertidas, un compendio de saberes que hablaba de corrientes que no obedecen a la gravedad, de criaturas que sueñan en espirales, y de una Torre que se alza en medio del océano, donde el tiempo se curva y los dioses duermen.

Vance había soñado con esa Torre más de una vez. No como símbolo, sino como lugar real. La veía en sus pesadillas, rodeada de aguas negras, con relojes rotos incrustados en sus muros de coral. La sentía latir, como si tuviera corazón. Y en su cima, una figura lo observaba: el Señor de las Mareas, sin rostro, sin voz, pero con una presencia que lo atravesaba como sal en una herida abierta.

Por eso, cuando recibió la carta, no se sorprendió. Lo que lo inquietó no fue la amenaza, sino la precisión. La frase escrita en tinta salada no era una advertencia: era una invitación. Vance sabía que la primavera no había fallado por azar. Sabía que algo había sido invocado. Y sabía, con la certeza que solo tienen los condenados, que ese algo exigía un precio.

Esa noche, mientras la universidad dormía bajo cielos sin estrellas, Vance encendió la lámpara de gas de su despacho y abrió el grimorio que había jurado no volver a leer. Sus dedos recorrieron las páginas con reverencia y temor. Y allí estaba, como una herida que nunca cerró: la Promesa de poder.

Un ritual antiguo. Un pacto sellado por los primeros navegantes que cruzaron el abismo. Una fórmula que ofrecía conocimiento absoluto —la comprensión del tiempo, del lenguaje de las olas, de los nombres verdaderos de los dioses sumergidos— …a cambio de un sacrificio irreparable.

No era una metáfora. Era un contrato. Y Vance, como tantos antes que él, estaba a punto de firmarlo.

III. En la encrucijada

El ritual exigía tres cosas. No eran objetos comunes ni gestos simbólicos: eran tributos reales, cada uno con un peso que sólo los condenados podían soportar.

  1. Un objeto que haya tocado el fondo del mar. No bastaba con algo mojado por la lluvia o sumergido en una piscina. Debía haber descendido hasta las profundidades abisales, donde la luz no llega y los peces tienen ojos ciegos. Vance tenía ese objeto: el anillo de su esposa, Margaret, desaparecida en el naufragio del Aegir
    en 1912. El anillo había sido recuperado por buzos décadas después, oxidado, deformado, pero aún portador de una promesa rota. Vance lo guardaba en una caja de madera, envuelto en algas secas, como si el mar aún lo reclamara.
  2. Un nombre que haya sido olvidado por todos. No bastaba con un apodo o una identidad falsa. El nombre debía haber sido borrado de la memoria colectiva, como si nunca hubiera existido. Vance ofreció el nombre de su hermano menor, Elias, quien había sido devorado por la demencia a los treinta y dos años. En sus últimos días, Elias repetía palabras sin sentido, y al final, ni siquiera recordaba su propio nombre. Nadie lo mencionaba ya. Ni en los registros médicos, ni en las conversaciones familiares. Era un nombre sin eco, perfecto para el ritual.
  3. Un corazón dispuesto a renunciar a la primavera. No se trataba de una metáfora. Era una renuncia literal al renacer, a la esperanza, al ciclo de renovación. Vance sabía que su corazón ya no latía por estaciones ni por afectos. Años de estudio, de aislamiento, de obsesión por lo oculto, lo habían endurecido como piedra sumergida. No amaba, no soñaba, no esperaba. Su corazón era un relicario seco, dispuesto a ofrecerse como moneda.

A medianoche, descendió al sótano del museo de Miskatonic, donde las colecciones olvidadas dormían entre polvo y humedad. Trazó el círculo con sal negra y fragmentos de concha. Encendió siete velas, una por cada vértice del símbolo que había dibujado. Y esperó.

Las velas se apagaron solas, como si el aire se hubiera retirado del mundo. El agua comenzó a filtrarse por las paredes, no como humedad, sino como presencia. El suelo se volvió blando, como si flotara. Y entonces, la Torre apareció.

No físicamente, sino en su mente. Una estructura imposible, hecha de coral negro y relojes rotos, que giraban en direcciones contradictorias. Sus muros respiraban. Sus escaleras no llevaban a ningún lugar. Y en su cima, una figura lo esperaba.

El Señor Torre.

No tenía rostro, solo una máscara de conchas que crujía con cada movimiento. Su silueta era alta, delgada, y parecía hecha de agua detenida. No hablaba, pero su presencia era una pregunta que exigía respuesta.

Vance no retrocedió. Sabía que había llegado al punto sin retorno. Y que, en esa encrucijada, sólo quedaban dos caminos: el poder… o el olvido.

IV. El Señor Torre

No tenía rostro. Solo una máscara de conchas, ensambladas con precisión imposible, como si el mar hubiera tallado su propia voluntad en nácar y sal. Las conchas crujían con cada movimiento, emitiendo un sonido que no era del mundo: el eco de barcos hundidos, de maderas partidas bajo presión abisal, de gritos ahogados por siglos de olvido.

Su silueta se alzaba en la cima de la Torre, inmóvil pero viva, como si el tiempo lo rodeara sin tocarlo. No tenía ojos, pero Vance sintió que lo observaba desde dentro, desde una conciencia que no necesitaba forma.

Y entonces habló. No con palabras, sino con una vibración que se incrustó en los huesos del profesor, como si su médula espinal fuera una antena para lo innombrable.

—La primavera no volverá —dijo la voz, como el crujido de un casco que se parte bajo el peso del océano—. Pero tú puedes detener el invierno eterno. —Acepta el poder. Renuncia a la humanidad. —Conviértete en guardián de la Torre.

Vance dudó. Por primera vez en años, dudó.

Recordó los cerezos del campus, que cada abril se abrían como promesas. Recordó a sus estudiantes, jóvenes, curiosos, llenos de preguntas que aún no sabían que eran peligrosas. Recordó los días de sol, los paseos con Margaret, las tardes de lectura bajo la luz tibia de una estación que ahora parecía extinta.

Pero también recordó el conocimiento que había buscado toda su vida. Los textos que nadie se atrevía a leer. Las fórmulas que desafiaban la lógica. Los nombres que no debían pronunciarse.

Recordó el anillo, el nombre olvidado, el corazón endurecido. Recordó que ya había pagado el precio. Y que la encrucijada no era una elección: era una revelación.

Entonces, eligió.

No por ambición, ni por desesperación. Sino porque sabía que alguien debía custodiar el límite. Alguien debía vigilar la Torre. Alguien debía sostener el equilibrio entre estaciones que ya no obedecían al mundo.

V. El guardián

Desde ese día, Vance desapareció. No hubo nota de despedida, ni rastro físico. Su despacho quedó intacto, salvo por una humedad persistente que nadie pudo explicar. Los libros que había consultado se cerraron solos, como si supieran que ya no debían ser leídos. El museo fue clausurado por “razones estructurales”, aunque los trabajadores afirmaban que las paredes del sótano respiraban. El sótano, donde se había trazado el círculo, fue sellado con concreto y símbolos que ningún arquitecto reconocía. Pero algunos dicen que, en noches sin luna, cuando el viento se detiene y el campus de Miskatonic se sumerge en un silencio antinatural, se escucha el sonido de las olas bajo tierra. No olas comunes, sino olas que arrastran memorias, que golpean contra muros invisibles, que susurran nombres que ya no existen.

La primavera sigue sin llegar. Los árboles permanecen inmóviles, como si esperaran una señal que no vendrá. Las estaciones se han detenido en una pausa que no es muerte, pero tampoco vida. Sin embargo, el invierno tampoco avanza. Las heladas no se profundizan. El frío no conquista. El equilibrio se mantiene, como si alguien —o algo— lo estuviera sosteniendo desde un lugar que no pertenece al mundo.

Y en lo más profundo del océano, más allá de las corrientes conocidas, donde la presión aplasta la lógica y la oscuridad tiene forma, se alza la Torre de las Mareas. Una estructura imposible, hecha de coral negro, relojes rotos y promesas incumplidas. Allí, en su cima, un nuevo guardián vela.

No duerme. No sueña. No recuerda quién fue.

Pero custodia el tiempo. Custodia los sueños que aún no han sido soñados. Y custodia los pactos que nunca debieron hacerse, pero que ahora sostienen el tejido mismo de la realidad.

Porque en el año sin primavera, alguien eligió el poder. Y gracias a esa elección, el mundo aún respira… aunque ya no florezca.

Epílogo

En el campus de Miskatonic, una nueva carta apareció. Esta vez, dirigida a ti.

“Estás en una encrucijada. Elige el poder o el olvido.”

Votación a partir del 05/11

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS