Ese día llegó temprano, el pueblo apenas había comenzado a desperezarse. El cielo encapotado proyectaba sombras opacas y grises sobre las fachadas de adobe mal encaladas. Una ligera neblina flotaba como un velo sobre los techados de paja y las chimeneas mudas, boquiabiertas. El día no va a remontar, auguró el anciano para sus adentros. Subido en su carromato avanzaba despacio por la Calle Principal. Las ruedas estampaban sus huellas listadas sobre los adoquines húmedos de rocío. El invierno se acercaba implacable, lo empezaba a notar en sus doloridas articulaciones. Tenía la sensación de que los primeros fríos y la escarcha llegaban con mayor celeridad cada año para castigo de sus maltrechos huesos. Decidió que aquel sería el último, era hora de retirarse. Ya no tenía edad ni fuerzas para soportar mucho más los embates de aquella vida errante y solitaria consumida por carreteras, caminos y trochas.
Se instaló en el rincón más propicio de la Plaza Mayor, junto a los soportales. Aquel que le permitía ver y, al mismo tiempo, ser visto. Desplegó un sencillo tenderete con unos travesaños de madera, una silla y una simple mesita. El conjunto quedó coronado por una tela deslucida en la que aún se podía leer bordado en plata el nombre de su enigmático oficio: Tratante de Secretos. Comprobó, además, que las Cartas del Destino y la Bolsa del Caos quedaban a buen recaudo dentro de los bolsillos de su gabardina. Apenas tenía recuerdo de cuándo fue la última vez que sintió la necesidad de recurrir a sus oscuras ciencias y esperaba no tener que hacerlo ese día.
La vida en la aldea comenzó a pasar delante de sus ojos. Una vez más, las mismas escenas vividas en otras plazas y mercados en los que se había detenido con anterioridad para ofrecer sus dones a cambio de unas monedas. Muchos paraban unos instantes a mirar con curiosidad y algo de recelo el improvisado puesto antes de perderse por alguna de las callejuelas aledañas. Sólo unos pocos se acercaban y tenían la osadía de preguntar cómo funcionaba aquello. La tarifa, explicaba el Tratante De Secretos, era de una moneda de cobre por consulta. Bastaba con traer una simple fotografía en la que se viera con claridad los ojos de la persona retratada ¿Seguro que lo quieres saber? interpelaba cada vez que alguien solicitaba de sus servicios. Casi siempre, las respuestas eran afirmativas. En tal caso, ya no hay vuelta atrás, sentenciaba con semblante serio. El Tratante de Secretos, entonces, bajaba despacio la mirada y, a través de sus lentes, escudriñaba en las imágenes de cartón hasta descubrir lo que escondían aquellos ojos congelados.
El Reloj de la Torre señalaba ya el preludio del atardecer. Las campanas, ocultas por la bruma, repicaron media docena de veces. Al final. el sol no se había dejado sentir en toda la jornada para decepción del anciano. A esas alturas esperaba haberse despojado de aquella humedad que ya calaba sus ropas y su cuerpo. El frasco de cristal sobre la mesita apenas contenía cuatro cuartos desperdigados en el fondo. Algún que otro enamorado con dudas de última hora antes de las incipientes nupcias y poco más. Se arrebujó en su gabardina y resignado miró el cielo, nubes de tormenta se aproximaban por el horizonte. Va a ser mejor irse con la música a otra parte, ¿no crees? murmuró al oído de su caballo, inevitablemente tan viejo como él, mientras preparaba los arreos para engancharlo al carromato.
De pronto, percibió un movimiento súbito a su espalda. Se dio la vuelta y el anciano se enfrentó a la mirada inquisitiva de una niña de corta edad, menuda, de ojos grandes y vivos que parecía haber salido de la nada. Vestía un abriguito de lana raído bajo el que asomaba una falda de tela fina que apenas lograba cubrir más abajo de sus rodillas cubiertas de costras. En una mano portaba una moneda de cobre, en la otra una fotografía. Depositó ambas sobre la mesita y esperó a que el anciano hiciera su parte. En la imagen aparecía la misma chiquilla de la mano de un hombre alto, nervudo, ataviado con una sotana oscura abotonada hasta el cuello. Mostraba una media sonrisa que contrastaba con el rictus de seriedad dibujado en las comisuras de los labios de la pequeña. El anciano se concentró en los ojos del hombre hasta que la oscuridad más sofocante lo invadió todo.
Como una explosión, las escenas pasaron por su retina en enloquecida sucesión: la niña, vestida de rojo, yacía inerte sobre un lecho de flores marchitas, desarticulada como una marioneta a la que habían arrancado los hilos. La sonrisa del hombre se abría de forma antinatural para mostrar unas fauces goteantes de espesa saliva como las de una bestia salvaje. Manoseada por sus afiladas zarpas, la pequeña miraba fijamente al anciano a través de las dos medallitas oscuras que cubrían las cuencas de sus ojos. Lo peor fue el zumbido que amenazaba con hacer estallar sus tímpanos. Una polifonía monocorde confirmada por una mezcolanza animal de gritos y aullidos que fue aumentando en intensidad hasta alcanzar cotas insoportables.
En ese momento, el Tratante de Secretos salió de su trance y volvió a la realidad. Con las manos apoyadas sobre la mesita, su cuerpo era un manojo de nervios que luchaba por mantenerse en pie y recuperar el aliento. Cerró los ojos un instante, sintió que aquellas espeluznantes visiones habían hecho envejecer su alma cientos de miles de años. No tengo ánimo suficiente para enfrentarme a esto ahora después de tanto tiempo, se repetía una y otra vez, pero en el fondo sabía que era inevitable su intervención. Una vez más, las Cartas del Destino le indicarían la manera de acabar con la fatalidad que se cernía sobre aquella criatura inocente y evitar así una nueva fisura que estaba a punto de amenazar el Equilibrio Universal. Sacó el mazo de uno de los bolsillos, barajó los naipes y los extendió boca abajo sobre la mesa. Concentró su atención en los reversos adornados con antiguos símbolos herméticos y la mano izquierda dio la vuelta a una de las cartas:
La Inocencia
El candor de la Inocencia se encuentra amenazado y su alineación con el Todo está a punto de quebrarse. Se te encomienda la misión de evitarlo. Déjate guiar por la sabiduría ancestral del Universo. Puedes extraer una ficha de la Bolsa del Caos. Te mostrará el camino.
El Tratante de Secretos hundió la mano en el otro bolsillo y atrapó una de las fichas de madera de la bolsa. No le hizo falta sacarla al exterior, el tacto de su mano cerrada percibió los dos Puntos de Horror grabados en la pieza. Enseguida supo qué hacer. Se dirigió a la parte trasera del carromato, abrió un vetusto baúl con herrajes oxidados y extrajo una pesada ballesta. Tensó la cuerda y colocó con cuidado una flecha con punta de plata.
La tormenta, entonces, desató su furia. Las primeras gotas del aguacero cayeron pesadas sobre la tierra ¿Por dónde? La niña señaló hacia el interior del pueblo. El anciano levantó las solapas de su gabardina, tomó su diminuta mano y juntos se adentraron en la niebla. El agua corrió por las calles en pequeños torrentes. Los relámpagos danzaron en la noche como funestos fuegos artificiales. Hasta que el inmenso trueno, con su ronca voz de gigante, gritó más allá de tapias, barrancos y simas. Y, entonces, aquella pequeña porción del mundo quedó en el más absoluto silencio.
Amaneció una vez más. Los primeros rayos de sol asomaron cálidos entre las nubes que se alejaban empujadas por el viento sur. Un brillo metálico se alzaba deslumbrante desde un rincón de la Plaza Mayor, ahora completamente vacía, junto a los soportales. Era una moneda de cobre que la niña menuda de ojos grandes recogió del suelo y metió en el bolsillo de su abrigo raído de lana. Caminó con paso firme hacia las afueras del pueblo. Hay quien aseguró que, al cruzarse con ella, sonreía.
El año sin primavera
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