Siempre corren chascarrillos cuando una muchacha se casa con un hombre que se acerca más a los setenta que ella a los veinte, muchos más cuando se trata de una huérfana sin recursos, todos asumen que se ha vendido por una vida fácil, no es mi caso.
Nunca dudé de que jamás encontraría mejor hombre que mi marido, el primer hombre al que vi y el único que me importa. A mis ojos, las manchas hepáticas de sus manos adornan más que los más exquisitos tatuajes, sus arrugas cuentan del combate que hasta ahora le ha ganado al tiempo, sus escasos y amarillos dientes parecen piedrecitas que el río ha pulido, su encorvada postura transmite la energía de un felino agazapado antes de saltar, sus enclenques miembros insinúan una fuerza superior a la de un forzudo de circo, su calvicie luce natural. Lo único que me repugna de él, la larga cicatriz que le corre a un costado, no puedo acostumbrarme.
Me sacó de un lejano convento del que no recuerdo mucho, el silencio de las hermanas, la severidad de la superiora, todas parecían estancadas en distintos grados de vejez, pero igual de tristes y deslustradas; una vida de tinieblas que no añoro.
Me enteré más tarde de que, cuando me presentó en sociedad se hicieron apuestas de cuanto tardaría en abandonarlo, muchos hombres jóvenes se atrevieron a probar suerte conmigo, sus flirteos me hastiaban, mequetrefes. Cansados de tanta necedad nos retiramos a su villa del campo, no necesitábamos a nadie más.
¡Qué felices que pasaban los días! Nunca discutíamos, siempre coincidíamos en todas las opiniones. Me dejaba exenta del desprecio que demostraba por otras mujeres, decía: ellas son sucias criaturas del barro. Jamás mencionaba a su primera mujer, como si no hubiese existido. En un corrillo en un baile a alguien había mencionado un accidente de auto, las mujeres no deberían conducir. Se supone el auto acabó defenestrado en el huerto de mi convento, ella muerta, él malherido, le cuidamos hasta que se recuperó, para entonces se había enamorado de mí, se saltó el luto, todo un escándalo. No pasó así, un día se abrió la puerta de mi celda, me lo presentaron y me dijeron iba a casarme con él.
Todo iba bien hasta que su salud empezó a decaer, hizo llamar al médico de la familia, barba canosa y gruesos anteojos, tenían casi la misma edad, pero a mi parecer los años no les habían tratado igual, el doctor se veía marchito, y sólo sus malolientes habanos tapaban el olor a rancio de su cuerpo.
Mi marido yacía en la cama y apenas podía moverse, aun así, bregó con el doctor para que no le quitase la camisa del pijama, el doctor descubrió la herida de su costado y calificó la sutura como una chapuza, más propia del remiendo en las redes de un pescador que de una intervención médica. Mi marido relató que se trataba de un apaño de urgencia tras el desgraciado accidente, la primera vez que hablaba de esa herida en mi presencia, cuando yo la había descubierto en nuestra noche de bodas, había notado que no se debía hablar de ello. El día que abandoné el convento de su mano, la herida estaba tan reciente que el chofer había tenido que ayudarle a subir al auto.
Tras un examen concienzudo, el doctor me tranquilizó, se daba cuenta de lo auténtico de mi preocupación, en las miradas de los criados hay un mal disimulado desprecio.
Acompañé al doctor hasta la cochera, me ordenó que se cumpliesen sus instrucciones, asumía que mi marido no iba a obedecer de buen grado. Al llegar a su auto trató de distender el ambiente cambiando de tema, me enumeró las maravillas de su Ford T, recién salido de la cadena de montaje, aunque trataba de no preocuparme, a mí me molestó esa frivolidad y decidí herir su orgullo, le dije que su cochecito de juguete sólo se podía comparar a nuestro Bentley por tener cuatro ruedas y el mismo color, le dejé sin palabras, sin gestos, como si no supiese si ruborizarse o fruncir el ceño. Tras un momento de vacilación se despidió y prometió volver en dos días.
Cumplió su promesa, se había dado un buen tute de kilómetros para visitar la biblioteca de la facultad y consultar a unos colegas, repitió el examen para cerciorarse de que seguía estable, se reafirmó en su diagnóstico. Esta vez a medio camino de la salida, me rogó pasáramos a la biblioteca, conocía muy bien la casa.
En lugar de llamar con la campanita para pedir el té, fui a buscar a la doncella a la cocina. A mi vuelta a la biblioteca el invitado estaba curioseando los libros, se aposentó en una de las butacas como si estuviese en su casa, de espaldas a las estanterías de libros, de frente a la colección de jarrones, tan valiosos que ni los criados ni yo podíamos tocarlos, empezaban a acumular polvo. Contó viejas anécdotas que había vivido con mi marido, algunas yo ya las sabía por él, otras me sonaban familiares sin saber de que las conocía. Esperó a que el té estuviese servido y el criado de vuelta a la planta baja, para dejarse de banalidades, muy serio, me pidió que no me preocupase, que la enfermedad de mi marido no era hereditaria, le contesté que no estaba en cinta, volvió a poner esa expresión incierta. Recuperó una anécdota más reciente, la noche que nos presentaron, en un descanso en una ópera, tras el descanso había tenido que volver sola a nuestro palco porque el doctor se había llevado a mi marido para una charla de hombres. Me preguntó si intuía de lo que habían hablado esa noche, acerté a conjeturar que sobre lo que se decía de mí, el doctor quiso que especificase cuál de esos rumores, dejé la taza en el plato y me defendí de la acusación no presentada, el doctor también dejó su taza y aclaró que en ningún momento me había tomado por una cazafortunas, señaló a la pared opuesta a la puerta, la galería de retratos familiares, me quedé esperando una explicación.
El doctor se levantó y expuso el vínculo directo de varias retratadas con mi marido, no dijo nada que yo no supiese, por último, se paró ante el cuadro de mi marido en sus años mozos, para comentar que no se podía negar su linaje; yo no entendía a dónde quería llegar, suspiró y dijo: ¿necesita un espejo?
¡Menuda locura! Por toda la ciudad se decía que vivíamos en un monstruoso pecado, sólo el doctor había tenido confianza y arrestos para coger al acusado por el brazo y llevárselo aparte para preguntar. Sin mirarme a mí, sino al cuadro, el doctor me dijo que mi marido había admitido pecado, pero en menor grado, uno para el que se compra bula; el doctor pasó al siguiente cuadro, el de una mujer que de estar viva sería mi cuñada. El doctor rompió el secreto profesional para hablar de un parto al que había asistido hacía casi cuarenta años, uno del que no había registro, para borrar la prueba, en contra de la voluntad de la madre, como médico y posible padre había optado por el torno y no la zanja.
Me removí en la butaca, siguió despreocupado su narración, como si nos fuese ajena. Esa noche en la opera mi marido le había confesado haber buscado el rastro de la abandonada y haberse decidido a reparar parte de la injusticia, cuando supo que había muerto dando a luz, empezó otra búsqueda. Había viajado hasta el convento con la idea de la adopción, pero su repentina viudedad había brindado otro posible arreglo. Se trataba de un acto altruista en la forma de una relación antinatural.
Se volvió a sentar y tanteo mi estado de ánimo, si ese conocimiento me quemaba o podía aceptarlo de forma serena, tranquila le dije que lo revelado no me afectaba.
–En ese caso, aún hay más. ¿Ve ese jarrón rojo? –Dijo señalando uno de los valiosos jarrones.
Asentí, mejor que no quedasen más secretos acechando. El doctor se volvió a levantar y me acercó ese jarrón y otro más, le sobraba confianza para saltarse toda prohibición.
–Uno es rojo, el otro verde. Eso viene de familia, pero la única manera de que se manifieste en una mujer es que también le venga por parte de padre, podría ser una casualidad. Creo que tenía derecho a saberlo.
El doctor agradeció el té y se despidió, no me ofrecí a acompañarle hasta su coche, de color rojo supongo, tenía cosas en las que pensar. No me afectaba mucho ser hija del pecado y vivir en pecado, me pregunté que habrían pensado de ello las monjas que me criaron, ¿pensarían qué había traicionado sus enseñanzas? En el fondo sabía que no, porque no me enseñaron nada, ni un rezo, ni un pasaje de la biblia. Lo de aquel momento no sé si llamarlo una epifanía o el fin de una negación.
Tenía asumido que había pasado años en el convento porque me recordaba en él en todas las etapas hasta llegar a la edad adulta, de no ser por eso podría asumir que pasé unas pocas semanas. Entre sus muros yo crecía, pero el sol no alteraba mucho su horario, vi florecer los cerezos del patio, pero marché antes de que cayesen los pétalos.
Devolví los jarrones a sus estantes, el doctor había intercambiado esos dos para pillarme, llevaban ahí desde mucho antes que yo naciera, recordaba yo como cada pieza llegó a la colección. Buena deducción la del doctor, pero errónea, los hombres de ciencia suelen carecer de fe. Me dirigí a los libros que también me traían tantos recuerdos, cogí una biblia, algo que nunca había hecho cuando estaba con las monjas, jamás me dieron un libro, ellas no me enseñaron a leer, lo fui recordando poco a poco. La biblia se abrió por donde yo sospechaba, la encuadernación se había dado en esa página, leí el versículo que me sabía de memoria, dejé la biblia sobre la mesa.
De vuelta con los jarrones, soplé el más caro de la colección, metí la mano y palpé la llave; un solo anaquel tenía puertas, mi marido no había dicho a nadie dónde guardaba la llave, pero sus recuerdos, hasta el día de mi nacimiento, no me eran ajenos, sólo lejanos y borrosos.
Ahí guardados, muchos libros heréticos, prohibidos por ofrecer interpretaciones desviadas de las escrituras, sin dudar reconocí el que buscaba. Empezaba con una cita atribuida a Salomón: Guarda el corazón, porque de él emana vida. Me salté muchas páginas hasta dar con la que mencionaba un convento donde las buenas monjas ayudaban a los solicitantes a encontrar a mujeres fieles y obedientes, pero los trámites… A mi marido uno le dolió mucho, el otro lo ofreció con gusto. Un jarrón llegó a su poder al tiempo que yo, formaba parte de mi ajuar, pero yo nunca lo había tocado, artesanía de las monjas, una tosca vasija de barro cocido que deslucía al lado de las finas porcelanas, me llamaba desde su estantería; quité la tapa, ahí estaba una de las ofrendas que había canjeado por mí, tal como afirmaba el libro.
A eso venían las miradas de los criados, sospechaban porqué se le había ordenado al chofer que esperase en el último pueblo camino del convento.
Guardé todo en su sitio, soy una buena esposa.
Dios creó a Eva a partir de una de las costillas de Adán para que le fuera sumisa.
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