Gonzalo deja su bicicleta aparcada en el porche de su casa. Un unifamiliar modesto de una sola planta con un jardín reducido. Llovía muy poco. Las gotas eran finísimas, casi imperceptibles. Pero decide recorrer a pie los escasos trescientos metros que lo separan del Bar Cabrales.
Mientras camina bajo el paraguas, el joven de dieciséis años avanza tranquilo, disfrutando del paseo. El reloj de la farmacia marca las 09.59 y 21ºC. Es un trayecto breve, pero como en muchas localidades costeras del norte de España, el clima cambia en cuestión de minutos: deja de llover y la luna ilumina el pueblo de forma tenue. Ahora nublado. Y de la nada jarrea. Al contrario que la rutina, cuyos días trascurren monótonos, en Puerto de Vega la inestabilidad climática es cotidiana.
Gonzalo continúa avanzando, pasando ante “Doña Petronila”, un barco de pesca de buen tamaño amarrado en el muelle, y justo al cesar la lluvia, el adolescente llega a su destino. Ante él, un neón decadente: “Bar cabrales”, brillan las letras parpadeantes. Y sin perder ni un segundo, abre la puerta del local situado en el puerto marítimo.
─¿Qué pasa tío? ─le saluda Héctor.
─¡Ese Gon! ─ saluda también Lorena con la energía que le caracteriza.
─Bien, sin mucha novedad. Me he puesto perdido. ─ resalta Gonzalo señalando sus Converse embarradas.
Gonzalo y Lorena, una joven mordaz que tiende a lucir una coleta alta bien tensada, son amigos desde muy jóvenes. No en vano, en Puerto de Vega no sobra gente como para andarse con remilgos en cuestión de amistades. Héctor, por el contrario, no nació ahí, emigró desde Zaragoza al cumplir cinco años. A los tres amigos les separan únicamente unos cuantos meses de edad.
─Por fin, ya estáis todos ─comenta el Torre con una sonrisa, saliendo de la cocina del establecimiento.
Luis Torre, aunque todo el pueblo le conocía como Torre, a secas, es un hombre de cuarenta años prácticamente recién cumplidos que regenta el Bar Cabrales. Negocio que había sido de su padre. Y anteriormente del abuelo del suyo. Y así sucesivamente. Usa unas pequeñas gafas, como de bibliotecario y siempre viste con una camisa blanca y un chaleco, como los camareros de antaño. Lo lucía con orgullo, pues era de su padre que había fallecido recientemente. Lo cierto es que este hombre de trato afable se sentía incomprendido en una localidad tan pequeña. En gran parte como todo el pequeño grupo que ahí congregaba. Sin un lugar mejor, los cuatro convertían el bar cada viernes del año, lloviera o tronara en su ludoteca particular. El objetivo: jugar a todos tipo de juegos de mesa hasta las tantas de la madrugada.
─¡Qué susto otra vez coño! ─ exclama Héctor exasperado.
─¿Qué pasa? ─pregunta en un tono más íntimo Gonzalo a Lorena.
─ Nada, este que no se entera de nada ─señala Lorena asestando una suave colleja a Héctor ─Vive en un su mundo, es la cuarta vez que le asusta desde que hemos llegado. Y habrá sido cinco minutos antes de que llegaras tú. A susto por minuto prácticamente.
Gonzalo ríe para sí mismo y los cuatro se sientan alrededor de la típica mesa de bar cuadrada.
─Bueno vamos al lío o qué. ¿Hoy que toca? ─pregunta Lorena
─umm ¿Catan? ─propone Héctor
─No por favor. Vamos a cambiar. ─se opone Gonzalo
─¿Pues un Carcassone? ─indica otra vez Héctor
─Buff no se ─contesta Gonzalo nuevamente
─¡Pues un Risk! ─interviene ahora Lorena
─Chicos, haya paz. Hoy tengo algo nuevo─ señala Torre con un halo misterioso.
Mientras termina de decir la frase, saca un cofre metálico reducido y lleno de óxido. Debido al estado de las bisagras lo abre con gran esfuerzo revelando su interior: una baraja de cartas con olor a salmuera. Sin ser muchas, no llegan ni a treinta También hay un dado negro con los números en rojo. El dado es uno especialmente inusual con veintiséis caras.
─¿Qué es eso? ─pregunta Gonzalo
─Chicos, no tengo ni idea. Esta mañana, recogiendo el bar, he bajado unas cuantas cajas de Coca-Cola al antiguo túnel bajo.
─Te hemos dicho mil veces que no lo hagas. Es peligroso ─comenta Gonzalo en un tono extrañamente paternal dada su juventud.
─Ya lo se. Pero sabéis que me falta espacio y nunca me adentro más de cuatro pasos. El caso es que eso está siempre muy oscuro y al tropezar me he dado un golpetazo contra la pared, moviendo unos ladrillos. Casi me la pego, pero bien, ahí no se ve nada. Solo alumbraba una pequeña bombilla. Y a lo que me doy cuenta, tengo este cofre bajo mis pies.
─¿Y qué crees que es Sr.”Torre”? ─pregunta Héctor
─No sé, imagino que algún juego de la época. Lo utilizarían los soldados para pasar el rato. Y os tengo dicho que no me llaméis así. ─replica Torre Y es que a veces los tres amigos, tendían a tomarle el pelo con ese apodo picajoso, que le recordaba su reciente cambio de década.
─Seguro que es aburrido. Pero por probarlo no perdemos nada Sr.”Torre” ─propone una Lorena intrépida y socarrona.
El amable cuarentón resopla hastiado con la mofa y comienza a enseñar las cartas. No llevan marca de edición ni numeración. Las ilustraciones son extrañamente detalladas, con paisajes deformes, cielos de geometrías imposibles y figuras que parecen mirar al observador. Las cartas huelen a papel viejo y salmuera. Una de ellas muestra una torre en espiral, otra un meteorito morado y otra más un ser enorme y verdoso con tentáculos. La mayoría tiene nombres poéticos y oscuros: Liberación ancestral, En una encrucijada, o Promesa de poder. Pero también hay alguna con nombres extrañamente mundanos como Enfermera García
o La vecina chismosa. El reverso de todas es de un negro mate uniforme.
─Parecen dibujadas por un fan de Lovecraft o algo─ comenta Gonzalo acertadamente. ─¿Y cómo se juega?
─Mirad─ dice a los tres amigos Torre
Estas cartas son quizás, para los que buscan dejar su mundo atrás.
Extiendan los naipes con la oscuridad hacia el cielo.
Una vez posadas no pueden ser tocadas.
Una tirada por jugador y el juego concluye.
─¿Solo eso? Menuda tontería ─aprecian Héctor y Gon al unísono.
─Un poco. ¡Pero probémoslo! ─reclama Lorena
Así disponen todas las cartas encima de la mesa cuadrada, desperdigadas, sin ningún orden concreto. El aire se vuelve denso y el olor extraño El fluorescente parpadea. ─Sr.”Torre”, pague la factura de la luz. ─bromea Lorena. Son veintiséis naipes, justo los mismas que caras tiene el dado. Muy curioso─ piensa Torre. La partida empieza entre risas. El grupo no sabe muy bien qué esperar. Lorena, tira primero. El dado revela el número diecisiete. Entonces una de las cartas parece latir, apareciendo el mismo número en su reverso negro Todos creen que es una ilusión óptica. Lorena extiende su mano para cogerla con cierta inquietud.
─ El navío insumergible ─ lee Lorena en alto.
En la ilustración aparece un gran barco de principios de siglo partido en dos, desgajado, con sus dos partes apuntando al cielo. El buque recuerda mucho al Titanic.
En el instante en que lee el título la carta, esta se evapora, escuchándose al unísono un poderoso estruendo, cómo de metal resquebrajándose. Todo el grupo salvo Héctor, que parece abstraído en sus pensamientos, sale corriendo del local y lo que se encuentran les deja perplejos: “Doña Petronila” el imponente barco pesquero está partido en dos, desgajado. Su hundimiento cubre de agua parte del puerto.
Ruido de sirenas, algarabía y preocupación en unas calles en las que un gato subido a un árbol se considera un incidente reseñable.
Gonzalo, Lorena y Torre no reaccionan. No pueden digerir lo que sus ojos sí ven.
─¿Pensáis lo mismo que yo? ─pregunta Gonzalo dubitativo
─Pues claro chaval, pero ¿cómo va a ser eso posible? ─plantea Torre
─Hay que acabar con esto. ─incide Lorena decidida
Los tres corren velozmente hacia el bar y en ocho pasos están ante el neón decadente de la puerta. La visión que encuentran les obliga a tragar saliva: es Héctor con el dado en la mano.
─ ¡Héctor espera! ─gritan los tres simultáneamente. Y este hecho consigue justo lo que querían evitar: Héctor da un respingo exagerado a consecuencia del susto, dejando caer el dado encima de la mesa. Y así, otro naipe empieza a latir, apareciendo un número rojo. El cuatro, lo mismo que marca el dado. Héctor estira su mano y coje el pequeño pedazo de cartón.
─ Roedores dimensionales
La carta desaparece y todo el grupo se queda quieto. Nadie mueve ni un tendón. Menos Héctor, que observa sin mostrarlo el dibujo de su carta. Durante unos segundos nada parece haber cambiado. Pero unos ruidos se escuchan procedentes de la cocina. Son sonidos metálicos de cacerolas y cubiertos chocando con el piso. También parecen resquebrajarse platos. Los cuatro reaccionan al instante, apiñándose en la linde de la puerta de la cocina del bar, enfrentando otra visión que no saben cómo digerir. La cocina, de tamaño mediano, está invadida por media docena de extrañas criaturas peludas. Son roedores con tintes de chimpancé y murciélago. Pero sin alas. Del hocico les cuelgan unos pequeños tentáculos. Saltan de un lado a otro. Uno de ellos agarra una rasera, lanzándola contras la puerta, donde aún se encuentran mirando atónitos, pero la herramienta choca contra el marco. Los roedores de ojos brillantes y movimientos ágiles son casi felinos. Una de las criaturas pelea con otra por un trozo de fuet abandonado. Entre ellos se dedican chirridos y zumbidos que suenan como risas o susurros con los que parecen comunicarse. Otro rebaña con los tentáculos del morro una lata de atún Calvé. Entonces, mediante un ruido gutural uno de ellos llama la atención del resto y todos dirigen la mirada hacia la gatera de la puerta trasera de la cocina por la que Torre saca siempre la basura. Así todos los extraños seres con eléctricos movimientos se dirigen hacia ella y salen del bar
Tras unos segundos de silencio nadie dice nada. Entonces cae una cacerola al piso rompiendo la calma.
─Hostia, qué susto ─ dice Héctor.
─Tenemos que acabar el juego, ¡ya! ─señala Lorena
─De acabar nada chavales, esto se esta volviendo peligroso y no entendemos nada de que va esto. Lo mejor será guardar la baraja ─comenta decidido Torres. ─A ver si al final os pasa algo y qué le digo yo a vuestros padres ¿eh?, A ver. ¿qué les digo? ¿Me lo decís vosotros?
Torres avanza convencido hacia la mesa e intenta agarrar la primera carta a su alcance. Pero no puede. Es como si pesaran cuatro toneladas. Está literalmente encolada a la superficie de la mesa.
─Es como si alguien que no fuera Thor quisiera mover su martillo. ─indica Héctor
─¿Era necesaria justo ahora esa referencia friki? ─le reprocha Gonzalo
─Siempre es buen momento para una referencia friki.
Torres lo sigue intentando con un naipe detrás de otro. Pero todas y cada una son rocas inamovibles.
─¿Ah si? ¿Con que esas tenemos? ─comenta irónico el cuarentón, agarrando el dado. ─Pues a ver cómo seguimos jugando ahora ─Y antes de terminar la frase, lanza el dado con toda la fuerza de la que dispone por una de las ventanas del bar, esboza una amplia sonrisa de satisfacción propia del trabajo bien hecho.
─Chicos, mirad ─dice Lorena señalando el viejo cofre metálico del que proceden las cartas.
─Vamos a tener que seguir jugando ─dice Gonzalo.
Torres introduce entonces su mano dentro del cofre, sacando nuevamente el dado. ─si chavales. Eso parece.
Los cuatro un tanto apesadumbrados se sientan alrededor de la mesa. Nadie dice nada durante un par de minutos. Pareciera que están tomando impulso para lo que viene.
─Anda, ¿os habéis dado cuenta de esto? ─plantea Lorena.
─Si, en la mesa en vez de veintiséis cartas hay veinticuatro ─contesta Gonzalo.
─Claro, por las dos que ya han salido. ─señala Héctor
─No, no es solo eso, mirad en el cofre. Hay una carta nueva ─vuelve a contestar Lorena.
Entonces, Torre mira el artefacto metálico y efectivamente hay un naipe nuevo, la cual sostiene para examinarla. Se llama Tsunami portuario
y el detallado dibujo muestra una gran ola que cubre un recogido puerto, igualito al del pueblo.
─Chavales, creo que lo entiendo. ─indica Torre limpiando sus gafas con el chaleco de su difunto padre ─cuando una carta se utiliza se evapora. Pero si esa carta tiene consecuencias se crea otra carta derivada de la primera
─No puede ser ─señala Héctor
─¿Cómo que no tío? ¿Pero tú estás viendo la noche que llevamos? ─contesta Lorena volviendo a rehacer su maltrecha coleta después de tantos trotes.
─Recordad a primera tirada, El navío insumergible, que provocó el Tsunami. Es más, ¿recordáis la pintura? El barco resquebrajado era igualito que el Titanic. Seguro que la carta “madre” de esta sería Iceberg inesperado o alguna película similar.
─¿Estás diciendo que este juego hundió el Titanic, Sr.”torres”? ─cuestiona Lorena
─Es solo una suposición. Y no me llames así ─contesta resoplando y recolocando sus anteojos
─Lo que está claro es que este mazo si que es una edición limitada ─bromea Héctor, preso del nerviosismo.
─En cualquier caso, una cosa está clara: hay que acabar esto. Y cuanto antes mejor. Así quizás todo vuelva a la normalidad. ¿A quién le toca?
─A mí Gon, me toca a mi ─Torres apesadumbrado.
El cuarentón tira los dados. La pieza da unas cuantas vueltas, no acaba de decidirse a parar ─veamos la broma que viene ahora ─comenta en alto, intentando destensar la presión ambiental. Acaba saliendo el nueve. Así, el mismo número rojo aparece en el lomo de una carta, y el propietario del Bar Cabrales se levanta para leerla en alto.
─Encierro ancestral ─dice el señor Torres con voz temblorosa.
El aire vibra con un chasquido seco, como el crujido de un naipe barajado por manos invisibles. Torres realiza un grito seco antes de que un resplandor pálido lo envuelva. Su piel se tensa, quebrándose en bordes lisos; sus dedos se estiran, perdiendo forma, y su rostro se aplana hasta quedar atrapado en una superficie delgada Torres incapaz de mantener el equilibrio cae al suelo poco a poco. Como si ya no pesara nada. Su semblante ahora liso, pero aún con capacidad de movimiento, evidencia su mueca de dolor.
Los tres chavales se levantan estupefactos de la mesa, asustados y amagan con salir corriendo.
─¡No! ─exclama Lorena. ─Hay que acabar ya, es la única forma que tenemos de ayudarle!
Gonzalo no lo piensa y reacciona. Agarra el dado y lo tira de medio lado, como dándole efecto ─vamos, venga, acaba ya por favor─. Y el dado, que danza juguetón, termina marcando el doce.
Una carta tiembla y el número rojo prende. Gonzalo no pierde ni un segundo, levanta el cartón y lee la última carta de la infernal partida.
─Pirotecnia incontrolable
La carta desaparece y entre un silencio sepulcral, algo suena a lo lejos: un estallido breve, como un trueno desganado y flojo.
─¿Escuchasteis eso? —cuestiona Lorena, mirando hacia el exterior del establecimiento
Pero el segundo estallido es más claro, más seco, un golpe de aire y pólvora que vibra en las paredes del bar. Luego otro, y otro más. Hasta convertirse en una traca furibunda. A través de las ventanas, los tres amigos ven como la oscuridad se encendió con un destello blanco, rojo y verde. El aire tiembla un instante y empieza una traca incandescente atronadora, acompañada de todo el espectro cromático. Los tres amigos corren hacia el exterior, no sin antes dedicarle una última mirada Torres, que gime de dolor y cuya apariencia actual es indescriptible.
Afuera, los jóvenes verifican lo que bien sabían: son fuegos artificiales que, desbocados, arrasan medio pueblo, provocando incendios localizados, como si el cielo mismo hubiera decidido romperse sobre Puerto de Vega: la carnicería de Paco arde entera, la señora Manoli corre por la calle principal del puerto con su pelo ardido, en parte por el uso y disfrute de tanta laca. Retazos del bosque que rodea el pueblo también se encuentran invadido por el fuego. Blanco, rojo, verde otra vez. Ahora amarillo y azul. Mil colores ígneos escupidos sobre el pueblo. Los diferentes colores iluminan los rostros de los tres jóvenes ante la oscuridad nocturna.
Después de unos minutos, todo queda en calma. Gonzalo, Héctor y Lorena andan lentamente hacia el bar. Caminan mirando a su alrededor, certificando que Puerto de Vega está irreconocible. Lorena, en un gesto automático, vuelve a rehacerse su destensada coleta por la esforzada carrera anterior. Al llegar a un Bar Cabrales intacto, el establecimiento está vacío. Los amigos comprueban como ahora si pueden retirar las cartas de la mesa sin problemas. El hechizo parece haber finalizado.
Petronio, un atunero del pueblo muy amigo de Torres, con frondose bigote, calvo como una sepia y de mejillas sonrosadas, ahora llenas de hollín entra en el bar como una exhalación. ─Vengo de casa de Torres y ahí no había nadie ¿Está aquí? ─pregunta Petronio acelerado.
─Bueno, eso habría que hablarlo ─ señala Gonzalo. Dentro del pequeño cofre, además de Tsunami portuario hay dos cartas nuevas, Incendio mortal y Sr. “Torre”
El año sin primavera
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