Sr. Torre
Las imágenes de su vida anterior se agolpaban en su cabeza, sucediéndose como una película al final de su mirada perdida. Las uñas no cesaban de rascar el anillo en la otra mano, intentando arrancar respuestas a base de arañazos. Lo único que le calmaba un poco era murmurar la melodía que le susurraba a su hijo cuando era un bebé, una canción que durante generaciones pasó de madres a hijos.
Su marido y su hijo estaban muertos. No sólo muertos: asesinados brutalmente.
Pensaba en los culpables, aquel grupo de personas que les habían invitado a aquella cena de gala. Ella supo que algo andaba mal. Notó actitudes extrañas, conversaciones retorcidas y miradas clavadas en su hijo. Les miraban como si quisieran algo de ellos, y aquella falsa amabilidad fue su perdición. Los detalles estaban ahí, lo sabía ahora. Las luces de la sala, demasiado cálidas, el olor a salitre que no tenía lugar en aquel salón cerrado, los murmullos en una lengua que no comprendía pero que sonaba como un canto ahogado. Y esas miradas sobre su hijo, demasiado fijas, demasiado seguras de sí mismas. Incluso alguien le susurró a su marido: «Su linaje será recordado». Debió decir algo entonces, gritar, arrancarlos de aquel lugar. Pero calló, y al callar lo perdió todo.
Su respuesta fue casi automática: huir de la ciudad lo antes posible. En el fondo de su ser, sabía que algo así podría pasar. Un lugar oscuro de su mente se había preparado para la ocasión. No tuvo más remedio que obedecer: hacer las maletas, comprar un billete, subir al tren. El resto del plan estaba envuelto en nieblas. No sabía a dónde ir, ni qué hacer, ni qué esperar. Sólo le quedaba el recuerdo de su familia.
Una tos tras ella le arrancó de su triste realidad y le empujó al plano material: un hombre quería sentarse en el asiento de enfrente. El vagón estaba oscuro, y tardó un poco en vislumbrar su rostro.
—¿Me permite? —Dijo el hombre, señalando el asiento libre con la mano. Al agacharse para sentarse al no recibir respuesta, dejó ver su rostro, seguro, sonriente, acorde con su voz: una voz en extremo calmada. —Perdone, estaba intentando leer en el vagón anterior y no podía concentrarme…— Se acomodó doblando su abrigo en el asiento de al lado. Volvió la vista hacia ella y comentó:— ¿Viene usted de Kingsport, verdad?
Ella se sobresaltó. No había hablado con nadie y se había asegurado, con poco éxito por lo visto, de que nadie le siguiera. Aquel hombre bien podría ser de la secta, así que su cuerpo se preparó para huir, incluso para una confrontación física.
El hombre levantó las dos manos en señal de paz, leyéndole como un libro abierto. Señaló con un dedo un broche colgado del bolso que había rellenado con prisas.
—Ese broche de nácar… por lo que sé, sólo lo venden en la feria de verano del puerto, junto a la lonja. Podría pasar desapercibido para un ojo desentrenado, pero yo… digamos que me dedico a esto. —El hombre sonreía mientras explicaba. —Soy el Sr. Torre. —Este le ofreció la mano en forma de saludo, pero ella aún estaba tensa. El Sr. Torre bajó la mano, aún sonriendo. —Es una pena que los viajes largos no nos alejen también del dolor… no tema, no tengo nada que ver con ellos. Pero los conozco demasiado bien.
Aquellas últimas palabras fueron deslizadas con un suspiro fruto del cansancio. Algo le decía que aquel hombre no era alguien a quien temer.
—Yo me llamo…
—Poco importa eso ahora. Lo que de verdad nos importa a los dos es conseguir venganza contra aquellos que le hicieron esto. —El Sr. Torre metió la mano en su bolsillo interior de la chaqueta y sacó un pequeño objeto. Extendió la mano y se lo enseñó.
Era el anillo de su marido. No, no lo era, pero era tan parecido como para confundirle. El mismo tamaño, material e incluso inscripción. La misma inscripción que el anillo que ella misma llevaba en su mano. Ella intentó cogerlo, observando al Sr. Torre primero. Este asintió con la cabeza. Al tacto era frío, pesado, y se podían sentir las imperfecciones de los martillazos del orfebre. Con solo tocarlo, ella supo enseguida que no era el de su marido.
—Como ha podido comprobar, no es suyo. Pero es de ellos… Es el mismo que tiene usted. Quizá ahora comprenda muchas cosas de su pasado, y del de su marido.
Quiso salir corriendo, pero estaba en un tren. Aquel hombre sabía demasiado, tanto que le dejó helada. Las preguntas no salían de su boca, pero él pudo escucharlas igualmente.
—Tenga mi tarjeta. Si quiere elegir este camino, si quiere saber más, hable conmigo. Puedo ayudar. Arkham es la siguiente estación.
El hombre se levantó, dejándola a solas con sus pensamientos.
Promesa de poder
La mañana vino gris y con una fina lluvia que calaba como un veneno lento. Se despertó tras escasas horas de sueño en el Commercial House de Arkham, agotada tras el largo viaje en tren. En cierto modo agradeció el poner fin a la huída, al menos por el momento. El dolor se había reducido a un cansancio físico, y el breve descanso le había venido muy bien. Se incorporó y se quedó sentada frente a la ventana, desde donde podía ver la silueta de los edificios de la ciudad. En algún lugar entre ellos se escondía la librería que figuraba en la deteriorada tarjeta que el Sr. Torre le había entregado. No estaba segura de si había sido un sueño o no, pero se vistió y decidió visitar aquel local. Ya no le quedaba nada que perder.
La calle no se dejaba encontrar. Después de preguntar en varios locales donde nunca habían oído hablar del sitio, encontró una señora pidiendo limosna en la calle que vio que andaba un poco perdida. Le dio unas monedas sueltas, y a cambio ella le condujo hasta la entrada de la buscada callejuela. Sin embargo, al preguntarle por el local que quería visitar, la señora abrió los ojos y se santiguó, y sin decir ni una palabra más, desapareció.
En el número 153 le esperaba una fachada con la pintura desconchada y con los travesaños de madera desgastados por la lluvia. En algunos puntos se podía ver el moho, que incluso había invadido el cartel con el nombre, donde sólo pudo adivinar una R o una K. Los cristales estaban empañados y sucios, el sol había descolorido los libros del escaparate. Empujó la puerta que crujió y al mismo tiempo golpeó la campana que señalaba un nuevo comprador. El olor a papel viejo la envolvió mientras el eco de la campana se deshacía en la penumbra. El silencio reinó de nuevo, siendo roto sólo por sus pasos en la madera. Pudo distinguir filas y filas de estanterías que se perdían en la semisombra, la pobre iluminación daba una extraña sensación de infinitud.
Unos débiles pasos se aproximaban. Como si fuera un truco de magia, delante de ella, envuelto en sombras, apareció el Sr. Torre con un libro abierto en la mano.
—Llega justo a tiempo.— Cerró el libro y lo dejó en un espacio libre de un estante a mano. Parecía haber dormido no sobre libros, sino sobre secretos impronunciables. Llevaba el pelo despeinado, las gafas descolocadas y unas oscuras ojeras. No hubo contacto visual; parecía tener cosas mucho más importantes que hacer. —Tengo información delicada sobre esos… sectarios. Iré al grano: han olido su dolor y la han seguido hasta aquí, hasta Arkham.
Un gélido escalofrío recorrió su espina dorsal y se extendió por todo su sistema nervioso. El comportamiento del librero le sorprendió, ya que parecía totalmente despreocupado.
—¿Hay algo que pueda hacer?— Preguntó ella. No sabía cómo, pero en el fondo percibía que el Sr. Torre tenía todas las respuestas.
—¿Seguro que lo quiere saber? No hay vuelta atrás.
Sabía que ya no había vuelta atrás. Ya no podía vencer a la Muerte. Pero quizá aquel tratante de secretos podría encontrar la forma de usar la Muerte a su favor.
Asintió, segura de sí misma. Aquello dibujó una sonrisa en el rostro del Sr. Torre, y enseguida trepó por una escalera de madera hasta los estantes más altos de una librería cercana. De allí cogió un libro con un aspecto extraño. Las tapas parecían de piedra y las inscripciones de la portada no parecían de ningún idioma que ella conociera. El hombre se lo ofreció y le hizo una promesa.
—Obtendrá poder. Pero nunca sin un precio: arrancará algo de usted para siempre.
Ella tomó el incunable. En efecto, pesaba como si fuera de piedra. Al pasar la mano por la portada, sintió un calor inusual, imposible: un calor casi humano. Al mirar al Sr. Torre, éste parecía entender lo que le pasaba.
—No tendrá que esperar demasiado para usarlo. Este tipo de poder recién adquirido… para ellos es como el olor de la sangre para los tiburones. — El ruido de la tormenta que azotaba los cristales les puso en alerta. —Lamento tener que decir esto, pero debo proteger mi trabajo… y este lugar ya huele demasiado a usted. Debe marcharse de inmediato.
Su sonrisa desapareció y la sacó a empujones. El Sr. Torre cerró la puerta tras el tintineo de la campana, y echó una última mirada antes de cerrar la cortina y los cerrojos de la tienda.
Ella se vio expuesta a los elementos, literalmente. La lluvia era mucho más fuerte ahora, y no llevaba ningún tipo de paraguas ni protección, así que trató de encontrar refugio en un oscuro callejón cercano. Con la poca luz que se colaba entre las nubes y los edificios, decidió echar un vistazo al tomo prohibido. Abrió por una página al azar, e intentó descifrar aquel alfabeto insólito.
Ante sus ojos, las letras se reordenaban y cambiaban para poder leerlas de manera cristalina. Se llevó una mano a la boca, sobrecogida.
Un instante después, notó que el aire se sobrecargaba, se notaba pesado y denso. Tras ella, unos pasos, unas risas de hiena. Sabía que eran ellos, así que no dudó. Se giró y se enfrentó a ellos. Los reconoció vagamente, todas las caras de aquella cena de gala le parecieron igual de grotescas.
Y leyó.
Un dolor agudo atravesó su cabeza durante una milésima de segundo, aunque lo suficiente para mostrarle un océano de tormento. Algo dentro de su mente se quebró, y cayó al suelo de rodillas. Intentó gatear hasta la pared cercana, y entre lágrimas levantó los brazos para protegerse de cualquier represalia de aquellos monstruos.
No hubo tal, ya que en vez de monstruos había dos montones de cenizas humeantes en el suelo.
En una encrucijada
De nuevo llegó la mañana. Los sucesos de la noche anterior parecían una horrible pesadilla. No pudo descansar tanto como la primera noche, ya que el fuerte dolor que le produjo la lectura del libro permaneció instalado en el interior de su cráneo. Pasó la noche pensando en lo que había visto y sentido: los sectarios convertidos en polvo y cenizas, el olor nauseabundo que desprendían sus restos, la luz cegadora que atravesó sus nervios, el dolor penetrante… y hubo algo más.
No lograba recordarlo con detalle, pero algo había quedado adherido en su memoria como una larva incrustada. Algo que hubiera preferido no explorar, pero que estaba ahí, esperando… algo que los sectarios querían despertar. Una imagen borrosa de un horror sin cara, pero que le miraba directamente a los ojos. El mero hecho de intentar definirlo le provocaba una punzada que le atravesaba la cabeza de parte a parte.
Intentó calmarse. Recordó de nuevo la canción de cuna. Repasar la letra le daba paz.
Cierra los ojitos, mi amor,
sueña con un lindo color.
Las estrellas se van a dormir
y pronto tú…
Se quedó pensando. Algo no iba bien.
No podía recordar la siguiente palabra. La había escuchado y cantado miles de veces, pero no lograba recordar. Se llevó las manos a la cara, se frotó los ojos. Aquel suplicio mental le estaba pasando factura.
Percibió unos golpes en la puerta. Se acercó con cuidado y escuchó con atención. Abrió la puerta con el cerrojo echado.
Al otro lado encontró un niño pequeño, vestido con ropas oscuras y con manchas de hollín en la cara.
—¿Es usted la señora?— Levantó las manos y le ofreció un sobre. Ella pudo ver cómo le faltaban varios dedos de una mano. Tomó el sobre; apenas había entrado a buscar unas monedas cuando el niño desapareció corriendo.
El sobre olía a cenizas y llevaba un sello lacrado de color negro. El dibujo era una torre de ajedrez. Lo abrió enseguida, esperando encontrar respuestas.
Si así lo desea, puede conseguir más poder.
Hay otro tomo, oculto en las ruinas de un viejo lugar de culto.
Está bajo la abandonada estación de tren, hay una entrada en la parte trasera.
Así podrá vengarse.
Podrá eliminar lo que ahora lleva dentro.
Preguntó en la recepción del hotel la ubicación de la antigua estación y allí se marchó, aún con aquella agitación en su mente. Estaba decidida a acabar con todo, costara lo que costara.
La fachada de la vieja estación la recibió con un destartalado letrero de madera con la pintura deshecha que rezaba “prohibido pasar”. Bordeó el perímetro hasta encontrar una valla metálica que podría saltar. Al otro lado, las malas hierbas crecían sin control ninguno, algunos muros habían empezado a caerse por su propio peso. en una de estas aberturas creadas encontró la entrada. Siguiendo unas escaleras de mantenimiento con la ayuda de una linterna, pudo ver otro agujero en una pared, esta vez tapado con rocas y cintas de prohibido el paso.
Demasiadas advertencias.
El agujero para pasar al otro lado era tan estrecho como ella, y eso lo tomó como una invitación. Pasó con la linterna por delante, y poco a poco, pudo hacerse paso por la gruta. A escasos metros pudo caminar de cuclillas. La humedad y el olor a cerrado eran agobiantes. En cierto momento, su luz iluminó una figura en la pared, una especie de ídolo que devolvió un tímido reflejo. Sobre él, había un farol de aceite. Lo encendió y observó la estancia.
Una pequeña cueva con un altar, paredes llenas de inscripciones de tiempo atrás. Y bajo el ídolo extrañamente brillante y limpio; un libro pequeño, de piel marrón, con una estrella de siete puntas retorcidas. Tocó la portada, apremiada por una fuerza invisible.
Las paredes de la caverna parecieron temblar.
Tomó el libro y salió de allí lo más aprisa posible.
El pequeño libro le quemaba en las manos. Tenía que encontrar un lugar seguro para comenzar a hojearlo. Antes se aseguró de que nadie le observara y se apoyó con la espalda en una pared, acuclillada. Sus dedos temblorosos recorrieron las amarillentas hojas hasta que encontró lo buscado.
Y no pudo parar de leer, hasta que en su mente se marcó a fuego una imagen. El rostro informe le señalaba a ella, con unos dedos amoratados y de uñas afiladas como su propio miedo.
Y gritaba.
La cara lanzó un aullido desgarrador e inhumano que resonó en sus oídos durante varios minutos. Se quedó sin aliento, de rodillas, intentando recomponerse. Aquel ser de nuevo… pero había algo distinto.
Parecía estar sufriendo. Tanto como ella.
De nuevo intentó calmarse, de nuevo la canción de cuna. Sin embargo, aquel retrato horrendo había venido para quedarse. Y había tomado algo. No recordaba ni un verso, ni una palabra, ni una nota. Nada.
De su boca sólo surgieron ahogos y sollozos. No sabía qué hacer. No podía enfrentarse a ello sola, a pesar de tener el poder en sus manos. Necesitaba consejo. Se incorporó como buenamente pudo y comenzó a tambalearse hacia la única puerta que aún quedaba abierta en su destino.
La librería.
Al llegar observó la puerta entornada y un pesado silencio en toda la calle. Las persianas a medio bajar, y el cartel de “abierto” descolgado en el suelo. Se atrevió a entrar y llamó.
—¿Sr. Torre?
Encontró al Sr. Torre colgado del cuello, la soga amarrada a la viga de madera más alta de la recepción. A sus pies, un banco volcado y una nota.
Su mirada fija en el rostro del librero, azul y morado. Decidió arrodillarse y leer la nota antes de ponerse a llorar.
A quien me encuentre:
Creí tener la fuerza, pero no supe pagar el precio. Perdí lo que más amaba y me refugié en estos muros, rodeado de secretos que exigían demasiado de mí.
Aquí queda mi fracaso. Pero sé que ella, reflejo de mí mismo, podrá borrar sus memorias para acabar con él.
Por eso marcho en paz.
Si desea continuar, que lo haga con más coraje que yo.
Torre
La nota aún temblaba en sus manos. Hablaba de ella, de su fé en que podría hacerlo… pero se equivocaba.
“Aquí queda mi fracaso…” leyó de nuevo. Y comprendió. El Sr. Torre nunca había sido un hombre, sino un puesto. Una función. El guardián de los secretos que otros no deben tocar. Ahora, el asiento quedaba vacío.
Se acercó al mostrador, tocó la madera gastada por años de uso, y se imaginó tras él, observando a quien osara entrar buscando poder o venganza. En aquel instante estaba tomando una decisión: no abrir jamás aquel libro. No pagar el precio. Buscar otro modo.
La venganza aún ardía en su pecho, pero sería distinta a la de los sectarios, distinta a la de Torre. Ella no sería otra víctima más de la voluntad de otros. Sería la nueva Sra. Torre.
En el silencio de la librería se sintió menos perseguida, más dueña de su destino.
 
         La grieta en la memoria
                                    La grieta en la memoria                                 El año sin primavera
 El año sin primavera
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