Silencio de la hondonada

Silencio de la hondonada

–Fragmento hallado en una libreta ennegrecida, encontrada bajo el puente colgante de Río Cuarto, año incierto.–

Nadie recordaba con claridad cuándo empezó la humedad a filtrarse bajo los cimientos de la ciudad.

Primero fueron las cloacas colapsadas, los ruidos bajo el pavimento, el olor a hierro viejo que se metía por las rendijas. Después, una especie de zumbido constante, grave, como el eco de un pozo infinito que respirara muy despacio. En Río Cuarto, donde la llanura se estira hasta volverse melancolía, algo había empezado a despertar.

El narrador —o la conciencia que observa todo sin cuerpo ni tiempo— los vio llegar, uno a uno, como si el destino los atrajera hacia el mismo abismo sin nombre.

I. El arquitecto sin forma

El primero fue Gabriel Ferrero, arquitecto municipal, obsesionado con las simetrías. Desde hacía meses, revisaba los planos del subte inconcluso de la ciudad, aquel túnel experimental que el intendente había mandado construir en los años setenta y luego abandonado. Ferrero no dormía: pasaba las noches comparando proporciones, dibujando círculos perfectos sobre papeles ajados, convencido de que bajo las capas de hormigón había algo más viejo que el suelo.

—No puede ser casualidad, loco —decía a su reflejo en el vidrio—. Las medidas son exactas… 6,66 metros de diámetro, en todos los tramos.

Una noche bajó con una linterna.

El eco fue tan profundo que creyó escuchar su propio pensamiento repetirse en otro idioma. En las paredes, las marcas del cemento parecían letras torcidas, runas o fracturas que dibujaban rostros.

Y entonces entendió: no había diseñado túneles para el transporte, sino venas para algo que dormía.

Cuando intentó salir, el pasillo se había multiplicado. Caminó durante horas y cada giro lo devolvía al mismo punto. Al final, la linterna se apagó y una luz azulada —sin origen— comenzó a pulsar desde el techo. No hubo gritos; sólo una respiración.

Al amanecer, el guardia del predio encontró sus botas vacías frente al acceso cerrado.

Desde ese día, en el registro catastral, su firma aparece sobre documentos fechados años después de su desaparición.

II. La estudiante del tiempo

Lucía Bentancur, estudiante de filosofía en la UNRC, llevaba semanas sin ir a clases.

Estaba escribiendo su tesis sobre Heidegger: “El ser y el vacío en las topologías urbanas del sur cordobés.”

Pero lo que al principio era un trabajo académico se convirtió en una obsesión casi religiosa. Decía que el ser no se hallaba en la existencia, sino en la interrupción de la existencia, en el instante en que algo deja de ser pero aún no ha dejado de existir del todo.

Una tarde, caminando por la costanera, vio el agua del río girar en espiral, como si algo enorme respirara debajo.

Sintió vértigo.

Abrió su cuaderno y escribió:

“El Dasein de esta ciudad se está derrumbando hacia sí mismo. No somos; somos recordados por aquello que nos niega.”

Esa misma noche, comenzó a escuchar voces.

No eran palabras, sino ideas puras: intuiciones densas, sin forma lingüística.

Empezó a dejar grabadores en distintos puntos de la ciudad —en la vieja estación, en los túneles del subte, en los depósitos abandonados— y las cintas reproducían murmullos profundos, casi como si la tierra pensara.

Una madrugada, mientras transcribía sus hallazgos, escribió con letra frenética:

“El Ser no se pregunta a sí mismo: nos usa como boca.”

La encontraron días después en su departamento, sentada frente a una ventana abierta.

No había signos de violencia, pero su cuerpo estaba rígido, y sus ojos, completamente negros.

En su grabadora se oía su voz susurrando algo incomprensible:

“Ya no soy yo quien piensa…”

III. El colectivero del último tramo

El Pato Lencina, chofer de la línea 3, conocía cada bache y cada perro callejero de Río Cuarto.

Era un tipo común, medio bruto, pero con un corazón grande.

Una noche, le tocó el turno de las 2:15, ese recorrido que casi nadie hacía.

El colectivo iba vacío, salvo por una mujer que subió en la terminal. Llevaba un abrigo largo y un sombrero que le tapaba la cara. Pagó con monedas antiguas, tan gastadas que apenas se distinguía la efigie.

—¿Hasta dónde viaja, señora?

—Hasta donde termine el camino —respondió sin mirarlo.

El Pato siguió manejando, pero después de un rato notó que las luces del exterior cambiaban: no había más calles, ni casas, ni río. Solo una niebla espesa que parecía sólida.

Revisó el reloj: eran las 2:40, pero el segundero no se movía.

Giró para hablarle, pero la mujer había desaparecido. En el asiento quedaba un papel con tinta roja:

“El trayecto nunca acaba. El conductor es el trayecto.”

El Pato aceleró desesperado.

El colectivo se adentró en un túnel que no recordaba haber visto jamás.

Los faroles parpadeaban y las ventanillas mostraban rostros que no eran suyos.

A la mañana siguiente, encontraron el colectivo estacionado junto a la terminal. Estaba vacío, salvo por una radio encendida que repetía su voz, distorsionada:

“Sigan subiendo… todavía hay asientos.”

Desde entonces, algunos choferes aseguran ver luces en movimiento por las noches, bajo la ciudad, como si otra línea siguiera funcionando en un plano que no pertenece al tiempo humano.

IV. El sacerdote del eco

El padre Morelli había perdido la fe hacía años, pero seguía oficiando misa en una parroquia de barrio Alberdi.

Decía los rezos de memoria, sin alma, pero cada vez que intentaba pronunciar la palabra “Dios”, algo se le trababa en la garganta.

Una noche, tras confesar a una mujer que decía “escuchar el río desde adentro”, comenzó a tener sueños donde una sombra sin rostro le enseñaba oraciones en un idioma sin vocales.

Comenzó a transcribirlas en el reverso de sus misales.

Los feligreses notaron cambios: su voz resonaba con un eco metálico, y la iglesia olía a humedad.

Decía que había encontrado la verdadera lengua de la creación, aquella que no describe las cosas sino que las hace existir.

—La palabra no simboliza, muchachos —dijo una vez en un sermón—. La palabra engendra. Y nosotros somos rezos pronunciados por algo que ya no se acuerda de sí mismo.

Días después, fue hallado frente al altar, de rodillas, con el rostro cubierto de cera derretida.

El órgano de la iglesia sonaba solo, repitiendo una nota grave, interminable.

En los bancos había dejado un cuaderno abierto:

“He comprendido que el infierno no es ausencia de Dios, sino Su recuerdo descompuesto.”

V. El periodista del abismo

El último fue Héctor Galeano, periodista de investigación.

Cubría casos policiales para una radio local, hasta que un día empezó a conectar los puntos: el arquitecto desaparecido, la estudiante muerta, el colectivo vacío, el cura enloquecido.

Pensó que había una historia grande ahí, algo oculto bajo la rutina de la ciudad.

Empezó a entrevistar vecinos, a revisar archivos, a bajar a los túneles.

Pero cuanto más escribía, más incoherente se volvía su texto: frases que no había tipeado, párrafos que aparecían solos en su computadora, nombres que cambiaban.

Una madrugada, grabó su último informe.

Su voz sonaba distinta, más lenta, más honda.

“No sé si esto saldrá al aire. Tal vez ya esté saliendo.

Río Cuarto no está construida sobre la tierra. Está construida sobre algo que la sueña.

Nosotros somos los escombros de esa pesadilla.”

Cuando sus colegas fueron a buscarlo, el estudio estaba vacío.

El micrófono seguía grabando.

En la cinta, tras varios segundos de silencio, una voz —idéntica a la suya— decía:

“Héctor Galeano nunca existió.”

VI. Epílogo: La hondonada

La conciencia que narra —si es que puede llamarse así— observa los rastros de cada uno como líneas que convergen en un punto.

Ese punto no está en el espacio ni en el tiempo, sino en el pliegue de lo que olvida ser.

La ciudad, en su superficie, sigue igual: autos, negocios, estudiantes, misas, colectivos.

Pero bajo la tierra, algo respira, más antiguo que la memoria.

Los ingenieros llaman “hondonada” al leve hundimiento que se extiende bajo el puente colgante.

Dicen que es una falla geológica, producto de aguas subterráneas.

Pero hay quienes han bajado con instrumentos y regresado mudos, incapaces de recordar qué vieron.

Los perros, cuando pasan por ahí, aúllan mirando hacia abajo.

De noche, el aire tiembla como si el suelo latiera.

Y si uno escucha con atención, puede oír una voz múltiple, no humana ni divina, que murmura desde el fondo:

“El ser no se pregunta.

El ser devora.”

FIN

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