El rugido del dragón rojo

El rugido del dragón rojo

                                                                                                                                                 

El cielo sobre Henan ardía como una herida abierta.

Los monjes decían que cuando los dioses se aburrían, hacían caer las estrellas para ver quién sobrevivía al fuego.

Y esa noche, mientras las torres del monasterio de Yunglong temblaban, el general Bao Tien lo entendió: no era un castigo divino, era una invitación.

Bao Tien había sido el brazo derecho del emperador, el látigo de los rebeldes y el perro fiel del trono.

Ahora, cubierto de cicatrices y traicionado por su propio ejército, caminaba atravesando una encrucijada, solo entre los cuerpos de los suyos.

El suelo estaba cubierto de lanzas rotas, cascos hundidos en barro y sangre que olía a hierro viejo.

La luna parecía un gong roto en el cielo.

A lo lejos, se escuchaban los tambores de la Hermandad del Loto Carmesí, una secta que había prometido borrar el imperio para comenzar “la era del silencio”.

Bao Tien escupió sangre y sonrió.
—No hay silencio mientras yo respire.

Sacó su espada, una hoja ancha con runas talladas que brillaban como brasas. Le llamaban Garra de Dragón.

Se decía que había sido forjada en el vientre de un volcán por herreros ciegos, y que cada vez que mataba a un inocente, lloraba fuego. Emanaba, además, poder.

Bao Tien nunca la había oído llorar. Hasta esa noche.

El primer enemigo apareció entre el humo.

Era un monje guerrero, con los ojos blancos y una sonrisa torcida.

Su piel estaba marcada con el símbolo del loto.
—Has servido al falso trono —dijo—. Ahora servirás al fuego.
—Sirvo solo a la guerra —respondió Bao Tien.

El choque de sus espadas encendió el aire.

Chispas, polvo, sangre.

Cada golpe era un relámpago.

Cada respiración, un rugido.

Cuando el monje cayó, el dragón en la hoja gimió por primera vez.

De su filo brotó una llama azul.

Bao Tien retrocedió. La espada vibraba, viva.

Una voz emergió de la empuñadura:

«El precio del poder es la memoria»

A la mañana siguiente, Bao Tien no recordaba su nombre.

Solo sabía que debía llegar al Templo del Lago de Huesos, donde dormía la última sacerdotisa del fuego.

El camino serpenteaba entre aldeas quemadas, árboles negros y cuervos que hablaban entre ellos con acento humano.

Al tercer día, encontró a Mei Lin, una ladrona de sonrisa fácil y manos veloces, robándole los anillos a un cadáver.
—No tengo miedo de los fantasmas —le dijo ella sin mirarlo.
—No tenés que tenerlo —respondió Bao—. Los fantasmas no mienten. Los vivos sí.

Mei Lin se unió a él sin preguntar.

Decía que lo hacía por curiosidad, pero en el fondo buscaba redención.

Ambos sabían que morirían juntos, aunque no lo dijeran.

El templo apareció una noche sin luna, reflejado en un lago tan quieto que parecía un espejo.

Sobre sus puertas, doce cuerpos colgaban de ganchos, formando un mandala de huesos y sangre.

Dentro, la sacerdotisa los esperaba.

Tenía los ojos cerrados y el cuerpo cubierto de símbolos en rojo.
—Llegás tarde, general del olvido —susurró.
—No sé quién soy —dijo Bao Tien.
—Eso te hace digno del fuego.

Ella levantó una lámpara.

La llama no ardía: danzaba como si respirara.
—El dragón duerme bajo la tierra.
—¿Y qué lo despierta?
—El llanto del hombre que mató por deber y no por hambre.

Bao Tien entendió.

Por primera vez, su espada lloraba sin matar.

El fuego se alzó.

La sacerdotisa sonrió.

Y el techo del templo estalló.

Los enemigos, todos, finalmente llegaron.

Primero decenas. Luego, cientos. Demonios, eran miles.

La Hermandad del Loto Carmesí descendió sobre el lago como una plaga.

Bao Tien gritó y la Garra de Dragón rugió con él.

Llamas verdes, cuerpos partidos, sombras que ardían y seguían peleando.

Mei Lin reía, con la cara cubierta de sangre, como si cada golpe fuera una carcajada del destino.
—¡Somos leyenda, Bao! —gritó antes de ser atravesada.

El general cayó de rodillas.

La espada tembló.

«El precio del poder es la memoria»

Bao Tien vio su vida como un desfile de espejos rotos: el niño que juró proteger, el padre al que mató, el emperador que lo usó como arma.

Y entendió, meditando, que el dragón no era solo fuego: era culpa.

Abrió el pecho con la hoja y dejó salir la llama.

El templo ardió como… un segundo sol.

Las aguas del lago hirvieron, y los cuerpos se disolvieron en vapor.

Cuentan los monjes que en las noches sin luna, si uno se acerca al Lago de Huesos, puede oír el rugido del dragón bajo el agua.

Algunos juran haber visto una figura ardiendo, con una espada que llora. La transfiguración del poder.

Dicen que es Bao Tien, el que mató a la guerra con su propia memoria.

Y otros, los que no creen en mitos, aseguran que lo que se escucha no es fuego.

Sino… sino… la risa de Mei Lin, la ladrona que robó su destino.

                                                                                                                                                                                                                                                         

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