El eco bajo las olas

El eco bajo las olas

Lorena I. Huala

19/10/2025

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                  

El océano murmura nombres que no aprendí.

Bajo su piel, las montañas respiran siglos.

El tiempo, harto de sí mismo, bosteza en espiral.

Yo fui llamado, sin voz ni firma, solo un presentimiento.

“En una encrucijada”, decía la carta.

Y yo, necio, la tomé como invitación.

Cuatro caminos, ninguno recto, todos húmedos.

Las linternas titilaban como pensamientos que dudan.

Prometí poder. No recuerdo a quién.

Quizá al reflejo que se reía detrás del vidrio.

O a esa sombra que firmó con mi pluma

mientras yo fingía dormir.

Las estrellas, tan lejanas, huelen a tinta antigua.

El mar, tan cercano, huele a tumba abierta.

Y entre ambos, yo, un pobre mortal con nervios de celofán,

rogando que el viento no me lea en voz alta.

“Haz tu elección”, dijo la carta.

Y el aire se espesó como sopa de luna.

A la izquierda: la cordura. A la derecha: el conocimiento.

Frente a mí: una puerta que latía.

Opté por reír. El error más humano.

El eco devolvió carcajadas en idiomas sumergidos.

Una voz me ofreció café con aroma a eternidad.

“Sin azúcar”, susurró. “Aquí ya no endulzamos nada.”

Caminé. El suelo era una oración que se deshacía.

Las sombras discutían sobre quién debía comerme primero.

Yo solo pensaba en el precio del papel

y en si mi firma aún valdría algo.

Promesa de poder: dos palabras, un precipicio.

¿Qué podía costar un poco de gloria?

Firmé, claro. Nadie resiste una buena oferta.

El contrato olía a sal y desesperanza.

La tinta no era tinta.

Se movía, respiraba, recordaba.

Cada trazo fue una vena abierta al abismo.

Al final, la firma me firmó a mí.

Los dioses del fondo rieron.

No con gozo, sino con hambre.

Un tentáculo invisible palmeó mi hombro.

“Bienvenido al gremio”, dijo con cortesía marina.

Desde entonces, escribo en sueños.

Las letras me buscan, me muerden, me completan.

A veces despierto con párrafos en la piel.

O con tinta en la lengua y miedo en la nuca.

He visto mi sombra discutir con mi conciencia.

He visto al tiempo fumar sobre un coral.

Y a las montañas moverse, cansadas de fingir.

El océano, ese viejo cómplice, calla y sonríe.

En las tabernas del puerto aún se habla de mí.

Dicen que jugué con cartas prohibidas.

Que aposté mi reflejo y perdí mi sombra.

Que el trato fue justo, pero la cláusula… indecible.

Algunos me buscan. Otros me sueñan.

Nadie me recuerda correctamente.

Es difícil mantener reputación cuando uno flota sin cuerpo.

Y sin embargo, ¡qué alivio no pagar impuestos!

A veces me permito humor, sí.

El terror necesita compañía y risas discretas.

Las criaturas del abismo aplauden mis chistes.

Son el público más fiel que jamás tuve.

Pero cuando callan… oh, cuando callan.

Se oye el pulso del mundo bajo el agua.

Se siente la historia temblar de cansancio.

Y el miedo se vuelve elegante.

Aún conservo aquella carta doblada.

La tinta se ha corrido como un recuerdo ebrio.

“Elige de nuevo”, susurra, insolente.

Y el océano tiembla, como si esperara mi respuesta.

¿Qué poder podría prometer ahora?

¿El de olvidar que existí?

¿El de callar los gritos que escribo sin manos?

¿O el de soñar con un sol que no enferma?

A veces creo que todo fue ficción.

Que fui un personaje secundario mal pagado.

Que Lovecraft tomó mi historia y la corrigió

por falta de coherencia narrativa.

Pero no. Las olas no mienten.

Ni el frío en los huesos del espíritu.

Ni las cartas que aún cambian de dibujo

cada vez que cierro los ojos.

En una encrucijada sigo.

Entre promesa y renuncia.

Entre humor y espanto.

Entre el yo que firma y el yo que observa.

Y el océano, viejo archivista, lo anota todo.

Con algas por plumas y caracoles por sellos.

Cada ola un párrafo, cada trueno una nota al pie.

Qué paciencia la suya, qué ironía tan salada.

Tal vez el mar sea el único lector sincero.

Tal vez mis versos sean su digestión.

O tal vez solo imagine este final

porque necesito creer en la última página.

El poder prometido era simple: recordar.

Y lo cumplo, aunque duela, aunque ría.

Pues en el fondo —lo sé— el océano ríe conmigo.

Y sueña con volver a escribirme otra vez.

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                     

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