Y LLEGO EL FINAL

Y LLEGO EL FINAL

La Libélula

31/10/2025

Hoy siento que el día amaneció lluvioso y triste; a mi mente llegaron ráfagas de recuerdos y nostalgias. Siento una inmensa necesidad de compartirles una ínfima parte de mi historia. Nací en el año de 1954 en un municipio llamado San Jerónimo de Antioquia; mi niñez y adolescencia transcurrieron en el seno de una familia tradicional antioqueña. Conocí al amor de mi vida cuando tenía 18 años y a los dos años de noviazgo nos casamos; desde ese momento nunca  nos hemos separado.

Se preguntarán cómo conocí a mi esposo: Visitaba a mi amiga Laura, que vivía en el barrio Los Conquistadores, cerca del río Medellín. Lo hacía regularmente una vez por semana para ir de compras, loliar o solo contarnos nuestros secretos. Ese día en especial íbamos para el centro comercial y en el camino nos encontramos a su vecino, «un muchacho alto de ojos café y cabello rojo como el sol; me enteré de que era dos años mayor que yo y estudiaba ingeniería civil en la Universidad de Antioquia». Mi amiga, muy entusiasmada, nos presentó; fuimos a una heladería. Después de conversar y de conocernos un poco, al final de la tarde me invitó a salir y, sin pensarlo dos veces, acepté la invitación. Tras ese encuentro furtivo, todas las semanas nos encontrábamos en la puerta de la universidad durante dos años. El resto es historia.

El día seguía lluvioso y triste; un recuerdo archivado vino a mi mente y se abrió de golpe. Hace algunos años hicimos un viaje con mi esposo a Japón, en la época de primavera. Cumplíamos veinticinco años de casados ​​y ese fue nuestro regalo de aniversario: ir a Japón. Siempre había querido conocer el árbol de cerezo en flor; me contaron que era todo un espectáculo; se decía que simbolizaba la fugacidad de la vida; no habría podido ser más cierto. Ese viaje lo recordé como si hubiera sido ayer; lo disfrutamos como veinteañeros cuando en realidad pasábamos de los cincuenta y sin responsabilidades, pues nuestros hijos ya eran universitarios y responsables; esos dos eran muchachos increíbles y maravillosos.

Les contaré desde el principio: El día del viaje; estábamos muy entusiasmados, ansiosos y con muchas expectativas; nos subimos al avión y fueron 31 horas largas. Al llegar a Tokio, nos topamos con una metrópoli grandiosa, moderna, con una ciudad casi futurista, con tradiciones muy arraigadas; su gente me desconcertó: amable, pacifista, gente equilibrada, muy social y servicial; del idioma, ni que hablar; todo el tiempo nos tocó con una aplicación para traducir. No les miento, fue un poco complicado, pero al final nos hicimos entender y también entendimos. Nos hospedamos en un hotel modesto que se llama o se llamaba Wing International Premium Tokyo Yotsuya en el centro de Tokio, en donde se levantaban rascacielos apoderándose de la ciudad; teníamos muchas ventajas, como estar cerca de la estación de Tokio, restaurantes y boutiques. Después de acomodarnos y descansar un buen rato, bajamos al restaurante a desayunar; había opción de tabehoudai o “bufé libre”; comimos platos muy singulares. Ese día descansamos y ordenamos nuestro itinerario; dormimos un poco y al anochecer fuimos a cenar a un restaurante cercano; en la carta había una variada selección de comida primaveral; ordenamos almejas asari con arroz en vinagre y dulce de sakura mochi delicioso.

Al día siguiente, después de desayunar, salimos del hotel como a las 9 am para nuestro primer recorrido; empezamos por el templo emblemático de Senso-ji; es un templo budista muy antiguo. Después visitamos el Ayuntamiento de Tokio, donde disfrutamos de una vista espectacular. La última noche anduvimos cogidos de la mano por el Parque Sumida, en donde pudimos apreciar los cerezos en flor, cumpliendo mi sueño. Estaba absorta mirando los árboles cuando, de repente, se arrodilló y me pidió renovar nuestros votos; mi corazón estalló de felicidad y, sin pensarlo, dije: «¡Sí, sí!» Fue muy emocionante. En esa semana conocimos muchos lugares icónicos, calles históricas, futuristas, bulliciosas, además de probar su gastronomía sencilla y de temporada; degustamos platos como el ramen, los fideos de yakisoba . El viaje a Japón fue una experiencia única y apasionante.

Al llegar al aeropuerto de Medellín, nos esperaban nuestros hijos. Después de muchos abrazos y besos, nos subimos al carro; estaba contando nuestras experiencias del viaje… Y de un momento a otro todo fue oscuridad. Cuando desperté, quise abrir los ojos, pero no pude. No pude moverme, quise hablar, pero de mi boca no salió una sola sílaba. Mi único sentido activo era el oído; en medio de la conmoción, a lo lejos escuchaba voces, pero no entendía lo que decían, y tampoco lo que estaba pasando, y así pasó el tiempo. Un día supe que llevaba en coma ¡diez años!

De pronto llegó el anuncio: la familia tenía que tomar una decisión. El médico les hizo ver que mi cuerpo se estaba desgastando cada día más; en mi rostro se notaba el cansancio; me encontraba en estado vegetativo y, aparte, necesitaba de cuidados constantes; la situación era difícil; al final del día, deseaba que mi familia me dejara ir. ¿Para qué seguir luchando? Sí, mis hijos, con el correr del tiempo, dejaron de visitarme; y era lógico, tenían sus vidas, sus carreras, sus familias; un día escuché que, a lo largo de todos estos años, el cuidador fue mi esposo Raúl; mi corazón se derritió de dolor… ¿Ahora qué será de ti, ¡amor mío!? ¿Cómo expresar que estoy tan agradecida por el tiempo vivido, por esos hijos maravillosos, por tu dedicación? ¿Cómo decirte que te amo? Cómo decírtelo… Yo los amaba con toda mi alma, pero ya era el momento de tomar la decisión… ¡Pobres! Estaban pasando por una encrucijada. En sus corazones tenían la esperanza de una promesa de poder divino por medio de la oración. Casi todos los días la familia se reunía a mi alrededor para orar tomados de la mano; yo lo sentía… Ahora únicamente restaba esperar a que esa promesa se cumpliera. Pero esa promesa anhelada era como una vela que se fue apagando poco a poco.

Finalmente llegó la despedida. Ese día, mi esposo cogió mi mano con una suavidad como si fuera cristal, se acercó muy despacio como el segundero de un reloj y me susurró al oído la aventura que tuvimos en ese país maravilloso que fue Japón… Y de nuevo los cerezos florecieron para mí; sentí un beso cálido en mis labios; ese era el adiós. Poco a poco, mi sentido del oído se fue desvaneciendo, y mi historia llego a su final… Ese año partí, viviendo la primavera sin primavera.

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