En la penumbra de su oficina, Julián revisaba los papeles con una tensión que parecía comerse su propia sombra.
El aire estaba pesado, los veranos desde los 2000 eran cada vez más calurosos gracias al ser humano, el responsable de la debacle climática.
La promesa de poder, esa que le ofrecía el extraño manuscrito, corroído por el tiempo, parecía inofensiva, incluso tentadora, pero en el fondo bien sabía que todo convenio no es un juego, se tratan de contratos que portan un precio secreto que nunca se revela en otros mas inofensivos.
El anciano, con su voz entrecortada y ojos que parecían desplegar universos enteros, le dijo que solo tenía que firmar en la línea final.
Solo allí, eh?
La promesa era clara, muy clara: un poder inefable, ilimitado, a un costo que sería revelado cuando las estrellas se alinearan —o cuando Julián entendiera, demasiado tarde, que no había diferencia.
— Solo un firmar —susurró el anciano, pasándole una pluma vieja, cuyo tintero parecía un ojo que miraba, evaluaba, juzgaba— y te convertirás en algo más que un simple… mortal.
La encrucijada se dibujó en la mente de Julián…
Un cruce de caminos donde escoger significaba cruzar a lo desconocido o quedarse en la mediocridad que ahora le consumía.
La cabeza le daba vueltas, una mezcla de miedo y ansia; un deseo irracional de abandonar la vida monótona y, al mismo tiempo, una pulsión para huir de la notoria irrevocabilidad del acto.
Con un suspiro, y nada convencido, firmó.
Sorpresivamente, el documento emitió un crujido metálico, como si una calavera con dientes de plata se abriera en la oscuridad para engullir su firma.
El viejo sonrió, o al menos, esa era su intención.
— Buena elección —dijo con voz que parecía provenir de un lugar donde el tiempo es otro, donde las promesas son pedazos de un espejo roto— Ahora, tendrás el… algo de poder, pero no podrás olvidar que cada encrucijada, cada una, también lleva a una… jaja, cárcel.
La promesa fue sellada en un parpadeo de oscuridad, y Julián sintió que su cuerpo se paralizaba—como si una mano invisible le atrapara en el limbo, un territorio entre la realidad y la pesadilla.
Las horas siguientes transcurrieron en un borrón de suspiros y miradas confusas.
Algo había cambiado, todo se había modificado: en su reflejo, sus ojos resplandecían con una luz antinatural, como si en su interior albergara un universo prohibido. Sus cabellos estaban como quemados.
Pero, por supuesto, no todo poder es un regalo, y el precio de la encrucijada aún permanecía oculto.
Había entrado en un laberinto sin salida, una estructura de espejos y sombras donde cada decisión se multiplicaba en caos.
El primer signo apareció cuando el espejo le devolvió una imagen distorsionada: sus propias facciones, pero con una sonrisa que no recordaba haber puesto.
Más tarde, en la calle, la gente lo miraba con una extraña mezcla de horror y fascinación, como si hubieran visto algo que estaba allí, pero que nunca debió existir.
Y en la penumbra de su alma, oyó un murmullo: la voz del viejo, siguiéndole en cada esquina, recordándole que las promesas de poder son monedas de doble filo, talladas con el filo del silencio y la eternidad.
— Ahora, tú eliges —susurró el poder en sus venas—, seguir en esta encrucijada, o cruzar otra frontera, hacia lugares donde el absurdo se vuelve rey y el horror, su secuaz.
Julián comprendió que toda su vida había sido un enigma, una pausa antes del acto final.
Y en esa pausa, empezó a reír, no del todo por la locura, sino por la ironía: había comprado un poder que le entregaba, en realidad, nada más que la posibilidad de perderse en un laberinto sin salida… y que, quizás, esa fuera la única y verdadera promesa.
Julián comprendió que toda su vida había sido un enigma, una pausa antes del acto final.
Y en esa pausa, empezó a reír, no del todo por la locura, sino por la ironía: había comprado un poder que le entregaba, en realidad, nada más que la posibilidad de perderse en un laberinto sin salida… y que, quizás, esa fuera la única y verdadera promesa.
Pero cuando intentó moverse, descubrió que no podía. Su cuerpo, o lo que quedaba de él, estaba rígido, inmóvil, como una figura atrapada en una fotografía mal revelada.
La oficina —su oficina— ya no era tal: los muros se habían multiplicado, formando corredores idénticos, todos con el mismo escritorio, el mismo reloj detenido a las tres y diecisiete, los mismos papeles que esperaban ser firmados.
En cada mesa había un hombre como él, con su rostro, con su mirada vacía, firmando el mismo contrato una y otra vez.
Y al fondo, tras infinitas puertas, el anciano lo observaba desde una ventanilla de cristal, sellando documentos con un sello invisible.
—Siguiente —dijo una voz sin cuerpo, resonando en todos los pasillos.
Julián intentó gritar, pero su voz fue sustituida por el roce de una pluma escribiendo.
El papel frente a él estaba en blanco, salvo por una línea final que lo esperaba, una vez más.
Solo allí, eh?, escuchó dentro de su cabeza.
Y comprendió, demasiado tarde, que el contrato no se firmaba una vez: se firmaba para siempre.
Que él no era Julián, ni mortal, ni poderoso.
Era el trámite.
Era la firma.
Era el eco perpetuo de una promesa que nadie recordaba haber hecho.
P.D.:
Si alguien encuentra esto —si es que algo aquí puede ser encontrado—, no firmen nada.
No porque sea peligroso.
Sino porque puede que ya lo hayan hecho.
Y lo peor no es el precio…
Es no recordar cuándo empezó la deuda.
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