Encrucijada de la Eternidad

Encrucijada de la Eternidad

Lila Pinto Vaz

17/10/2025

    Había una avenida en la parte vieja de Arkham por la que pocos se atrevían a andar de noche. Los faroles se apagaban sin motivo, y el silencio parecía tener respiración propia. Allí, entre muros cubiertos de líquenes y escalones que descendían hacia la humedad del Miskatonic, se alzaba un edificio sin letrero: La Fundación del Sr. Torre.

   Su fachada tenía algo contradictorio —una geometría que no pertenecía solamente a este mundo—, con ángulos que cambiaban sutilmente al ser mirados de reojo. Quienes cruzaban su umbral decían oír un leve repiqueteo en las sienes, como si sus cráneos resonaran con un eco antiguo.

  Nadie recordaba haber visto al Sr. Torre durante el día. Era una figura alta, impecablemente vestida con un traje color carbón, con una sonrisa que parecía practicada frente a un espejo impaciente y unos ojos que prometían más de lo que revelaban. Decía ser un Tratante de secretos, un curador de conocimientos extraviados que guardaba colecciones que no figuraban en catálogos humanos. La verdad era que nadie en Arkham sabía con certeza qué custodiaba, pero todos sentían el frío que emanaba de sus muros.

  Una tarde, Lucía Albéniz, estudiante de antropología en la Universidad Miskatonic, recibió de manos de un bibliotecario tembloroso un sobre sin remitente. Dentro halló una tarjeta escrita en tinta roja, vibrante como sangre fresca, con un texto breve: “Cuando la mente se halle En una encrucijada, busque la Verdad. Fundación Torre. Medianoche.”

  Lucía llevaba meses obsesionada con un manuscrito legendario conocido entre los estudiantes como El Eco de la Eternidad, un texto atribuido a civilizaciones previas al hombre que la había arrastrado a noches sin dormir. Su curiosidad era más grande que su prudencia, y a medianoche se presentó frente a las puertas del edificio.

  El Sr. Torre la recibió en un vestíbulo donde la arquitectura parecía cambiar al parpadear, las columnas alargándose en la penumbra. Tras un saludo cortés, la condujo por un pasillo ilimitado adornado con retratos de figuras de épocas remotas que, en su visión periférica, parecían moverse apenas. —El conocimiento nos coloca siempre en una encrucijada, señorita Albéniz —dijo él, con una voz suave, que era casi una caricia, pero que portaba el peso del granito—. Un sendero lleva a la ignorancia y la calma. El otro, a la comprensión… y al horror. Lucía, fascinada, apenas respiraba. El aire, denso y cargado de ozono, prometía una revelación. —Solo deseo saber.

  El anfitrión asintió, su sonrisa se expandió ligeramente. En el centro de una sala hexagonal, con un techo tan alto que se perdía en la oscuridad, sobre un pedestal de obsidiana, reposaba un volumen negro, sellado con correas metálicas oxidadas. —Uno de los nombres antiguos de este libro fue La Promesa de Poder. Quienes lo abren obtienen destellos de la eternidad. Quienes lo cierran demasiado pronto pierden la razón. Quienes lo leen por completo… pierden algo más preciado que ambas.

   Lucía se inclinó sobre el texto. Sus dedos temblaban de expectativa y miedo. Allí, en la penumbra, algo murmuraba su nombre desde dentro de las páginas. Era una voz familiar y distante, como un recuerdo pre humano grabado en sus huesos. —Tiene elección —dijo el señor Torre, su figura ahora una silueta inmóvil contra la luz incierta—. ¿Está dispuesta a pagar el precio? Ella asintió, la soberbia de la academia secando su boca.

  Al liberar las hebillas, el aire se contrajo de forma violenta y un vaho helado con olor a pantano profundo se deslizó por la sala. El metal resonó como un gong. Las palabras escritas en la primera página cambiaron ante sus ojos hasta formar una frase imposible, tallada con caracteres que ella sabía que no debían existir: “Elige: saber y disolverse, o ignorar y seguir viva.” Lucía sonrió, convencida de que el terror era ilusión, y leyó.

  Nadie supo cuánto tiempo transcurrió. Quizá un segundo, quizá un eón. Cuando el señor Torre volvió a entrar, solamente encontró el libro cerrado sobre el pedestal y una brisa que tenía perfume de esperanza perdida, y que susurraba un lamento etéreo que no era del todo humano.

  Años después, el edificio fue convertido en un sanatorio para mentes fragmentadas. Su director, un tal Dr. Gabriel Torres, decía especializarse en “trastornos de origen cognitivo trascendental”. Vestía siempre de negro riguroso, y en su despacho había un reloj de bronce que giraba en sentido inverso, marcando un tiempo que ya no era el nuestro.

  Las enfermeras, supersticiosas hasta la médula, murmuraban que durante las noches el doctor descendía al sótano del ala este, donde aún persistían las columnas originales de la Fundación. Se oían voces guturales y cánticos antinaturales, y algunos pacientes que dormían cerca despertaban llorando, convencidos de que habían visto las estrellas arder o la forma real de la luna. 

  Una tormenta de otoño trajo un nuevo ingreso: Marcos, ex profesor de física teórica en la Universidad, delirante y febril, asegurando que había descubierto “el lenguaje de los átomos que rezan” y la estructura secreta de la luz. Sus ojos, antes brillantes por la ciencia, estaban ahora llenos de un conocimiento aterrador. El Dr. Torres lo recibió con curiosidad profesional. —Todos llegamos aquí por una promesa —dijo, ofreciéndole una taza de té que olía a incienso y decadencia—. Algunos buscan poder; otros, redención. Pero el conocimiento, amigo mío, siempre exige sacrificios.

  Marcos, sin comprender del todo, asintió. En las semanas que siguieron, empezó a oír una voz femenina que le hablaba en sueños, implorando ayuda. Decía llamarse Lucía. Decía estar atrapada en la luz blanca que hay entre las partículas elementales.

  Guiado por aquellos susurros, Marcos comenzó a explorar los pasillos prohibidos del sanatorio. Una noche halló una puerta oculta tras un tapiz rasgado. Más allá, una escalera de caracol descendía hacia una cámara circular iluminada por velas azuladas, cuya luz no proyectaba sombras correctas. En el centro, sobre una mesa de piedra de un material desconocido, reposaba el mismo volumen negro que había condenado a Lucía: La Promesa de Poder.

  El doctor Torres lo esperaba allí, sonriendo con la misma calma antinatural. —Sabía que vendría —dijo—. Está preparado para el verdadero experimento.

  Los pacientes que permanecían en el círculo, con sus batas blancas manchadas, comenzaron a recitar sílabas brutales de un idioma que perforaba el tímpano, mientras la estancia entera vibraba como un órgano vivo. El espacio se curvó violentamente, distorsionando la realidad como un cristal defectuoso, y sobre el libro se formó una grieta por la que manaba una niebla negra y viscosa. El olor a ozono y salitre inundó la cámara. Dentro de la niebla, Marcos vio rostros fundidos en un solo gesto de agonía: Lucía, una multitud de Lucías, todas pidiendo silencio, todas disueltas. —El poder no se otorga, se toma —susurró el doctor, y su voz se hizo profunda, resonando con el rumor de océano—. Tome su lugar en la encrucijada.

   Marcos retrocedió, su mente fragmentándose ante el horror. Comprendió, por un segundo terrible y lúcido, que el señor Torre y el doctor Torres eran la misma entidad, o quizá la sucesión interminable de un mismo intento de comprender a los dioses que dormían bajo la realidad. Su “promesa de poder” no era otra cosa que la perpetuación del ciclo de reclutamiento de almas.

  Desesperado, trató de destrozar el volumen con un grito, pero el material resistía cualquier fuerza humana. Solamente cuando gritó las mismas palabras que había escuchado de la voz femenina, un eco puro de la verdad —“La verdad es una carga”—, el suelo bajo el pedestal se rompió con un estruendo. Un vórtice de luz y sombra envolvió a todos los presentes, y el grito de Marcos se perdió en el abismo.

  El sanatorio se derrumbó aquella madrugada. Las autoridades declararon que una fuga de gas había destruido los cimientos. Sin embargo, entre los escombros chamuscados encontraron un único sobreviviente: el propio doctor Torres, indemne, con las manos limpias y una sonrisa de satisfacción imperturbable.

  Al año siguiente reconstruyó el edificio. En la entrada, con letras sobrias y elegantes, colgó un nuevo rótulo: Fundación Torre — Instituto para Mentes Despiertas

   Y cada primavera, en la misma fecha, llega a Arkham un sobre sin remitente, dirigido siempre a un nuevo investigador, estudiante o soñador imprudente. El mensaje no cambia: “Cuando la mente se halle En una encrucijada, busque la Verdad. Fundación Torre. Medianoche.”

  En los sótanos, el libro sigue allí, latiendo con rumor de océano y esperando. Si alguien se acerca demasiado a la humedad, puede oír una voz que no cesa, grabada en el aire denso:

“El eco nunca muere. Solo cambia de lector.”

    

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