ESQUIVO ANHELO
Román Sanz Mouta
Llevo gran parte de mi privilegiada vida buscando secretos, objetos ocultos, misterios, enigmas, lugares inexplorados. La fortuna de mi familia lo permite, financiando viajes alrededor del globo con la misma facilidad con la que un niño compra algodón de azúcar en una feria. Y la verdad, aunque he contemplado algún evento inexplicable, pocos han sido los que me han sorprendido o que no tuvieren una explicación racional, ya fuese desde las ciencias o desde el estudio de la naturaleza. Es triste, pero tras cada mitología o leyenda se esconde, si no un pequeño fraude, sí una exageración basada en la ignorancia y el paso del tiempo que magnifican con exageración emplazamiento, origen u consecuencias. Y lo afirmo rotundo tras haber compartido mi tiempo con tribus de la Amazonia, hollar templos mayas y pirámides egipcias, adentrarme en lo más profundo y ritualista de oriente, ora la India, ora Japón, ora China, o perderme en mansiones, cementerios o monumentos considerados malditos por su arcaísmo o hechos allí acontecidos. Debo cumplir con una referencia especial a los mitos de Lovecraft, un escritor poco conocido, pero que creo ha dado en la diana con sus casi profecías. Busco entre sus textos y ficciones, entre sus referencias o coordenadas, aunque todavía sin éxito.
Eso va a tornar de inmediato, como mi hado. La frustración por el no conocimiento, mi falta de acceso a los secretos más elementales de la humanidad, del cosmos, de la misma existencia. Conseguí, por turbios medios y oscuros contactos, una cita con el más esquivo anticuario que existe a día de hoy, marzo de 1933. El Sr Torre. Un hombre itinerante que carga con mercancía, toda ella en su cabeza privilegiada, según me cuentan con certeza gentes de confianza, a lo largo y ancho del mundo. Y, si tienes la suerte de encontrarlo, acordar con él un precio adecuado a la información que deseas y él provee, tu vida cambiará para siempre. Eso me aseguran desde diversas fuentes. Uno de mis allegados, de primera mano, aunque desde un sanatorio mental, eso sí. Otros, de segunda o tercera voz, personas que consiguieron sus objetivos de sabiduría y desaparecieron en pos de ellos para no ser nunca más encontrados.
El ansia me domina, pero todavía no he decidido, de entre mis dos cuestiones fundamentales, cuál le consultaré en caso de llegar a un acuerdo, y no será por medios económicos, pues ese hombre, el Sr Torre no demanda dinero y sí otro tipo de trueques que no he conseguido desvelen. Así que me preparo para todo.
El encuentro, que no cita, se programó vía telegrama por intermediarios. Sito en una ciudad que no me gusta, Arkham, siempre de malos recuerdos debido a mi breve paso a modo de estudiante por la Universidad de Miskatonic, la cual, mediante su rector, el Doctor Armitage, me expulsó tras un intento de violación a la parte prohibida de la biblioteca del centro, esa de la que se habla solo en susurros. Volveré. Y conseguiré ese libro de bibliopegia antopodérmica. ¡Lo juro ante lo más sacro y pagano!
Pero me salgo del tema, mis disculpas, aunque no creo que este escrito tenga jamás ojos de lector que lo vislumbren.
En concreto, nos reuniremos en la primigenia vivienda del ausente pintor Richard Upton Pickman, reconocido por su trabajo y más celebre incluso por lo macabro que desvela el mismo. Dicha mansión familiar, en lo más profundo de la urbe de Arkham, se rodea de sombras y decadencia. Y allí, a sus puertas desvencijadas, bajo una luna nueva, me aventuro al comercio de mi secreto más anhelado, todavía por determinar. ¡Malditas dudas, maldita avaricia del saber!
Entro sin llamar, parece lo procedente. Me adentro entre su ruina, paredes desconchadas, cuadros sin fondo ni color desgarrada su esencia, lámparas de araña que cuelgan inestables, mobiliario en desgaste que parece fruto de severos mordiscos, y no de rata por tamaño. El foco de la linterna me abre camino hasta el salón principal, diáfano excepto por la hoguera que arde en la chimenea y una larga mesa de comedor con solamente dos asientos, el más cercano al fuego, ocupado ya por el que asumo se trata del Sr Torre, y el mío, en el lado opuesto, junto a la entrada que atravieso.
Me invita con un gesto. Apago la linterna por educación y me siento, las manos sobre la mesa, sin nada que esconder. Las penumbras en derredor, el crepitar de la lumbre como atmósfera, una bruma traviesa que parece cobrar aliento alrededor del enorme habitáculo. Intimidan.
Él no habla, yo tampoco. No quiero perder fuerza en la negociación siendo quien rompa el silencio. Pero sí atisbo su aspecto; un sombrero de copa, gafas mínimas que no ocultan sus ojeras, arrugas con más forma de pliegues que se extienden por su rostro ajado y blanquecido, y una sonrisa torva bajo aguileña nariz. Adornado de traje negro, sin corbata, pies a cabeza. Inquietante, casi me da por reírme, los estereotipos. Por sea caso, he acudido armado con la inestimable ayuda de mi revolver.
El Sr Torres, edad incalculable, clava sus ojos en los míos atrapándome sin permisos. Parece leer mi mente, me siento invadido. Son óculos de abismo y vacío. No, yerro. La sensación se evanesce tan rápido como llegó. Respiro hondo sin darme cuenta que dejé de hacerlo.
Habla con tono seco, de viejo pergamino, de garganta cascada por evos:
“Estimado caballero, dígame cuál es su deseo, por favor”.
Pienso, decido. Una encrucijada mental, un problema personal que no dilucido todavía. Que me vuelve loco. ¿Cuál es mi mayor ambición, discernimiento consciente que abra canales, o autoridad suprema para forzarlos yo mismo durante el resto de mis tiempos perennes?
“Veo que duda, caballero. Quizá mi humilde persona pudiera serle de utilidad. Para comenzar, ofertándole un volumen antiguo que le inspirará cuando se entregue a su contenido, revelando verdades nunca exploradas. U, quizá, el riesgo de adquirir una pequeña efigie maldita la cual, si descifra, es fuente de enorme poder. Quedo en sus manos, caballero, siempre que convengamos un valor justo”.
Por motivos que no comprendo, mi boca permanece cerrada, puede que por prevención, y mis manos tiemblan queriendo acudir a la espalda, a la culata del arma. Me repongo y vuelvo en mí. Ahora soy yo quien lo secuestra con la mirada mientras él se manifiesta con diversión torcida.
“Quiero… ¿Podría conocer el nombre del incunable? ¿O la procedencia de la estatuilla?”.
“No. Y en función de cuál sea su preferencia, varia significativamente el precio. Le concedo un minuto, Apreciado caballero y, luego, marcharé para no volver a encontrarnos”.
Me carcome la incertidumbre, no por acertar y sí porque creo que se escapa la otra alternativa. Ambas debieran ser mías. ¡Ambas!
Las sombras se ciernen, me presionan, noto frío y dolor bajo la piel. Algo me aterra y me obliga a decidir. Ni tan siquiera yo sé la sentencia que pronunciarán mis labios en instantes.
“Quiero… La estatuilla, por favor”.
Una sonrisa en exceso grande y que rodea su cara por completo asoma mientras me contesta:
“En mi todavía humilde opinión, creo que acierta de pleno, estimado caballero. El libro resultaría incompresible para usted, derivando en la locura completa. Sin embargo, la pequeña efigie tendrá efectos inmediatos de los que podrá valerse”.
“¿Cuál es el precio?”.
“Eso es lo mejor, querido amigo, pues ya me atrevo a llamarlo compañero”, dice mientras se agacha y hurga en un maletín a sus pies, sacando un paquete envuelto en esmerado papel que no permite adivinar su silueta, “para usted, la efigie es gratis. Mi recompensa es su disfrute y su uso”.
Desconfío. De nuevo me tienta el revolver, podría amenazarlo, dispararle incluso, llevarme ese maletín con la estatuilla, el volumen y otros tesoros allí guardados. Renuevo mis temblores. No soy capaz apenas de moverme mientras el Sr Torre se incorpora con el bulto en su mano y se me acerca despacio, demasiado despacio, como la arena detenida súbito en un reloj.
Es la primera vez que siento miedo verdadero, colindante con el horror que mi instinto grita que se va a producir. La impotencia me corroe.
Se sitúa a mi lado, deja la envoltura frente a mí sobre la mesa. Me conmina a abrirla.
Obedezco. Mis manos vuelan solas desbaratando el papel para revelar una figurilla que parece manufacturada de barro consistente, una que, para mi espanto, resulta clavada a mí, en forma, imagen, fondo.
Giro la cabeza todo lo que soy capaz para amotinarme contra el mercachifle, quien sin duda acaba de estafarme, jugando con mis anhelos. El Sr Torre no se inmuta, de nuevo esos ojos huecos sin fondo.
“Le dije que el poder conlleva maldición. Pero no le prometí que ese poder fuese para usted, apreciado caballero y amigo para eones. Sin embargo, la maldición, es toda suya”.
Mis dedos se posan inevitables en la estatuilla. Otro escalofrío me recorre la espina dorsal. Esa figura abre la boca, los ojos. Me observa implacable cual mínimo espejo informe. Me absorbe. Dejo de ser. Dejo de existir como entidad física introducido en la efigie. Aunque todavía veo y escucho a través de ella, con limitados sentidos. Cautivo.
El Sr Torre me recoge con cuidado de la mesa, lleno de veneración, y me empaqueta de nuevo en el mismo fardo para llevarme de regreso a su maletín mientras susurra:
“Otra pieza para mi ajedrez. Pronto, la partida comenzará…”.
Desde ahí el vacío, el silencio, la nulidad de lo insignificante, yo.
¿Cómo he sido tan necio?
La postrera vez que salga a la luz invocado, estaré en dominio de otros. Dueño de nada. Esclavo. Arma. Blasfemia. A saber.
Un triste final. Y, con todo, continúo codiciando entender qué sucederá después, y porque la umbría del Sr Torre se refleja anómala en la pared, a la lumbre de la hoguera, con tentáculo por testa…
El año sin primavera
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