Nunca alimentes al pulpo después de medianoche

Nunca alimentes al pulpo después de medianoche

Mike Papa

16/10/2025

Pulpi se remojaba en el acuario, feliz entre burbujas. Aferraba un trozo de galleta salada con un tentáculo, como si fuera un tesoro. Nadie que lo viera podría sospechar nada extraño, salvo que tuviera sensibilidad para detectar lo ominoso en lo cotidiano: ese ojo redondo, demasiado atento, como si contemplara a cada visitante a través de un velo invisible.

El acuario ocupaba medio escaparate en la tienda de curiosidades del señor Torre, en pleno centro de Arkham. Una tienda que, como la ciudad, parecía olvidada por la primavera. Hacía meses que llovía sin tregua. Los árboles seguían desnudos, el aire hedía a humedad y la hierba de los parques crecía amarillenta, como si no hubiera sol que la salvara. Nadie hablaba ya de estaciones: la gente simplemente decía “otro año raro”, y se encogía de hombros.

Torre no era de hacerse preguntas. Abría la tienda de domingo a miércoles, pulía con desgana una colección de baratijas que aseguraba eran reliquias, y dejaba que el mundo siguiera girando. La única criatura en la que depositaba cierta confianza era Pulpi. El animal lo escuchaba en silencio, nunca discutía y, con un paquete de galletas saladas a mano, se mantenía a flote.

Aquel martes por la mañana la niebla era terriblemente espesa y se encontró con la señora Adams aguardando en la puerta. Siempre vestida de negro, como si fuera a un entierro perpetuo, la mujer llevaba una jaula cubierta con un paño.

—¿Le interesa, señor Torre? —preguntó, sin saludar siquiera.

Quitó la tela: un loro desplumado, con un ojo cerrado y el pico torcido.

—Habla latín —dijo la señora Adams, con una rigidez innecesaria—. Lo oí anoche, mientras recitaba el Padrenuestro al revés.

El loro la miraba con odio o cansancio, difícil saber. Torre suspiró, echó un vistazo a Pulpi, que agitó un tentáculo como aprobando la venta, y aceptó la jaula a cambio de unas monedas. La colocó en un rincón entre un busto de mármol sin ojos y un tarro lleno de dientes humanos.

—No te hagas ilusiones, Pulpi —le dijo en voz baja—. Esos bichos son indigestos.

El resto del día transcurrió con la misma colección de clientes estrafalarios. Un estudiante de teología compró un crucifijo oxidado y preguntó, muy serio, si funcionaría contra vampiros. Un viejo marinero quiso venderle un tarro con agua de mar que, según él, hervía bajo la luna llena. Torre lo rechazó, pero Pulpi se quedó observando el frasco hasta que el hombre se marchó.

Hubo también una joven con aspecto soñoliento que pidió ver espejos antiguos. Cuando encontró uno con marco dorado y manchas negras en la superficie, sonrió y susurró:

—Con este sí que podré hablar con mi abuela.

Torre, ya acostumbrado a esas declaraciones, le cobró sin preguntar nada más.

Lo único que molestaba al tendero eran los chavales que merodeaban por el barrio, siempre metidos en asuntos turbios. Esa tarde lo observaban desde la esquina, cuchicheando. Torre notó el brillo nervioso en sus ojos, el mismo que había visto en otros jóvenes de Arkham antes de que terminaran mal. Ladeó la cabeza, pensó en reprenderlos, pero al final se limitó a cerrar la tienda y perderse en la niebla.

La pandilla esperó a que la figura de Torre se desvaneciera. Eran cinco en total, y el mayor llevaba bajo el brazo un libro grueso, forrado en cuero con símbolos dibujados a mano. Lo apretaba contra el pecho como si fuera una granada sin seguro.

Forzaron la cerradura con un destornillador oxidado. La campanilla del mostrador sonó alegre, ajena a lo que se avecinaba.

Dentro, el aire era denso. Por supuesto, olía a madera vieja, polvo y agua podrida. El acuario brillaba en la penumbra, y Pulpi los recibió con un ojo abierto.

—Aquí está —dijo el mayor, abriendo el tomo por una página marcada—: Promesa de Poder.

Lo pronunciaron con reverencia, como si fueran protagonistas de una película de terror de bajo presupuesto. Encendieron velas, dibujaron círculos con tiza, y se arrodillaron en torno al libro.

—Necesitamos algo que haya tocado el Primigenio —dijo la chica, solemne.

Los demás se miraron sin saber qué hacer. El gordito se encogió de hombros.

—¿Vale una galleta? —preguntó, señalando una que flotaba medio deshecha dentro del acuario.

Pusieron los restos de galleta junto al libro. No pasó nada. El más pequeño se rascó la nariz, incrédulo.

—Esto es una chorrada.

Pero siguieron leyendo. Las sílabas, torpemente masculladas, parecían enredarse en el aire. Las bombillas parpadearon. Una corriente fría recorrió la tienda. Un frasco de huesos molidos cayó de una estantería, estrellándose contra el suelo.

Los chicos se miraron entre sí. Nerviosos, rieron. La risa resonó demasiado, como si alguien más los acompañara.

El libro tembló. Las letras se licuaron, fluyendo como tinta fresca. Uno extendió la mano para tocarlas y el cuero de la cubierta le mordió el dedo. La gota de sangre cayó sobre la galleta empapada.

Y entonces los círculos de tiza brillaron unos segundos y luego desaparecieron… o, mejor dicho, reaparecieron, rodeándolos a ellos.

Pulpi se agitó en su acuario. Una burbuja gorda subió hasta la superficie, estallando con un sonido que los chavales confundieron con un chasquido.

El mayor gritó:

—¡Está funcionando! ¡Es el poder!

No era poder. Eran tentáculos.

Se deslizaron húmedos, imposibles de contar, envolviendo piernas, cuellos, brazos. Hubo un chillido, interrumpido de golpe. Una zapatilla voló por los aires. Una vela cayó dentro del acuario y se apagó con un pfsss.

El último chico quedó paralizado, temblando, frente a aquellos ojos enormes que lo miraban desde dentro del cristal.

—Pero… tú… se supone que íbamos a liberarte…

Eso fue lo último que dijo, antes de que la puerta de la calle se abriera con su chirrido habitual.

El señor Torre encendió la luz, parpadeó, y se encontró la tienda patas arriba: muebles volcados, tizas por el suelo, manchas de cera, y Pulpi con media pierna humana colgando de la boca.

El tratante de secretos arqueó una ceja.

—Pulpi… —dijo, con la misma calma de siempre—. Recoge todo este desastre. Yo me vuelvo a la cama.

La criatura se tragó lo que quedaba de un bocado, como si fuera otra galleta.

Torre bostezó, apagó la luz y se desvaneció en la niebla.

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