La Quinta Dirección

La Quinta Dirección

Irene Laveria

22/10/2025

Arkham, Massachusetts, a 02 de junio del año 1907

Estimado y siempre recordado Señor Torre,

No ha despuntado el alba en este día —ni supe ver el oro ni la sangre del sol entre los cerros—, sino una luz enferma, desvaída, grisácea, como de cal que no cuaja. Desde mi ventana observo cómo el campo, confuso, no acierta a pronunciar el nombre de junio: la escarcha repta por los muros como una plaga que insiste, las manzanas incipientes llevan ya una marca de ceniza, y el estanque frente a mi estudio —que en otros años soltaba vapor azul al alba— yace ahora inmóvil, duro, con esa tersura vidriosa que solo tienen las cosas que no existen del todo en nuestro mundo.

El rigor del invierno persiste con una voluntad que me resulta casi consciente, y no puedo sino agradecerle el volumen remitido, cuya lectura —debo confesarlo— ha ensanchado mis horizontes espirituales más allá de lo decoroso. Su envío llegó puntual y sin escolta, tal y como acordamos, envuelto en una tela de algodón amarillento. Y aun así, la casa lo advirtió: la chimenea cruje como si masticara cristales y, a ratos, el pasillo oeste se acorta o se estira según qué puerta cierre primero. Usted sabe a qué me refiero, conoce la sensibilidad de estas viejas casas; no abundaré en detalles triviales.

El volumen —De Vermis Mysteriis (Coloniae, 1542, in-quarto)—, con sus guardas manchadas de salitre y aquel sello circular apenas visible bajo la luz rasante, mantiene sus márgenes anchos para la herejía y la observación, y una promesa de poder que debemos proteger para que no caiga en manos equivocadas. Le confieso que no era un título que me fuese desconocido —ya había rozado un ejemplar en Providence, en manos de un caballero con dedos de latón—, pero la suya, su copia, trae glosas al pie que yo juraría escritas con una tinta menos obediente que la nuestra.

He probado a leer en voz alta ciertos pasajes (capítulo VII, “De la simiente de las nieves que no se derriten”), y tras cada lectura baja la temperatura una fracción minúscula, apenas un aliento; lo suficiente para que la llama de la lámpara haga un gesto de retirada. No lo atribuyo a sugestión, pues me conozco y sé cuándo el frío no es natural.

Sabe usted que colecciono, con prudencia, lo que cae del cielo y lo que sube desde los sótanos. En estos años he adquirido, por mediación suya y de otros, objetos de incalculable valor, como una cajita de marfil con polvo de cometa, una ampolla con aire atrapado en una cueva de Innsmouth —cuando todavía era posible entrar sin protocolos—, y un relicario de hueso procedente, dicen, de Kingsport. Ninguno de esos objetos me inquieta: todos obedecen a leyes que se dejan medir, aunque su naturaleza nos sea ajena. Pero desde la llegada del libro, el relicario ha mudado de sitio dos pulgadas exactas hacia la esquina norte del estante, como buscando ángulo. No es eso lo que me atormenta; ya conocía que se trataba de objetos sujetos a leyes nuevas, y todos ellos nos serán útiles en nuestras pesquisas.

Lo que me preocupa ahora es otra cosa: la maldición. Esa estación que no llega y, sin embargo, esta otra que existe como deuda. Algo se ha detenido en el curso del tiempo. He comprobado con rigor cada reloj; aunque siguen marcando las horas, no estoy seguro de que continúen contándolas.

Con la devoción y respeto que me inspiran sus empresas, me declaro de usted, afectísimo y obediente servidor,

A. R.

P. S. —Si en su próximo envío se extraviase por descuido alguna ficha de catálogo que mencione el nombre —o tan solo las iniciales— de la mano que anotó esos márgenes (letra quebrada, presión variable, iniciales “K. M.”), me hará un hombre más frágil pero más feliz.




Arkham, Massachusetts, a 17 de junio del año 1907

Apreciado y siempre solícito Señor Torre,

Anoche volvió a nevar. No fueron copos: eran filamentos, como si alguien peinara el cielo y dejara caer los cabellos. Usted y yo conocemos el origen, o su contorno, y hemos elegido —con disciplina de notarios— no escribir su nombre entero, pues no conviene nombrar lo que no debe ser despertado. Básteme aludir al momento y al lugar: el repique sin campanario en Kingsport Head, el resplandor verdoso —ultraterreno— que no pertenece a ninguna aurora, y ese sabor de metal lavado que deja en la lengua un gusto a moneda.

Las señales que ambos preveníamos no han hecho sino multiplicarse desde esta última nevada. La estación, de un abatimiento poco común, se prolonga más allá de lo esperable: las nieves, amontonadas por semanas, han sobrevivido al calendario y al juicio. Los carros pasan junto a taludes blanquecinos que respiran un frío opresivo de otra ley; el Miskatonic baja espeso, con placas que chocan entre sí como loza rota. Desde el Observatorio de Blue Hill anuncian que el ventisquero mayor no cederá hasta bien entrado el estío. No me atrevo a creer que ceda. Ambos sabemos lo que quedó bajo esas nieves.

Primeramente, permítame exponerle el experimento de la noche pasada, limpio de cábala y de superstición visible. Extendí sobre el parquet cuatro tiras finas de oro, orientadas con regla y plomada, y tracé en una encrucijada tan precisa como me permiten los codos: norte y sur rectos, este y oeste en su sitio. Clavé en cada extremo un alfiler entomológico —sin cabeza— para que el hilo no resbalara. En el punto de cruce, suspendí la plomada a la altura de una uña sobre un papel secante en blanco. El volumen, abierto por la página que me señaló, quedó a un lado, con el lomo hacia mí. En el punto norte, el relicario de hueso, cuyo tacto me sorprendió gélido y de peso impropio; al este, la ampolla; al oeste, la cajita de marfil; y al sur —tal y como me indicó— unas gotas de mi propia sangre.

No sucedió nada —al principio—. Ni oscilación, ni corriente. Fue el polvo el que delató el primer cambio: dejó de caer vertical. Durante un minuto exacto, los granos flotaron con disciplina antinatural y se desplazaron en diagonal hacia un lugar que no existe entre los cuatro brazos; una quinta dirección por fin practicable, inconcebible para la casa diurna. El hilo occidental se tensó por sí solo; el oriental se aflojó hasta formar un arco que no se corresponde con la geometría euclídea, y la plomada giró una fracción que no puedo expresar con grados comunes: un giro oblicuo, indefinible.

Lo que sigue lo consigno sin dramatismo y con lucidez febril: el papel secante, intacto, se agrietó por dentro sin romperse; una fisura del grosor de un cabello trazó una línea que atravesaba el cruce y esquivaba las cuatro direcciones con cortesía deliberada. En esa misma línea —no encima, sino dentro del papel— apareció una palabra. No la escribí yo. Tampoco era tinta: era una sequedad extraña con forma de letras. Leí “Y’ha-nthlei”. El aire adquirió un olor de estuario —ácido, pútrido—, y la temperatura descendió dos grados sin obedecer al tiempo. Tuve que encender la lámpara de queroseno —la había puesto a punto esa misma mañana—, pero la mecha, temblorosa, tardó en prender; la llama tenue demoró unos segundos más en recordar el perímetro. Aun así, al subir las escaleras me tropecé con un peldaño que nunca estuvo allí.

Interrumpí el ensayo. Aflojé los hilos, retiré los alfileres uno a uno, guardé la plomada. La grieta permaneció. Intenté fijarla con goma arábiga; el papel la rechazó como si la fisura fuese anterior al papel mismo. He dejado el secante en un portafolios con cierre de cordel. No hace nada si no lo miro. Si lo miro, adiestra la mirada para que no vuelva a orientarse con facilidad: todo se me vuelve inestable, ligeramente disforme, como si la casa obedeciera una brújula que no manejo.

No repetiré la prueba sin su consejo. Mas confieso que, desde entonces, escucho la casa con atención delirante. Cada junta del parquet susurra esa palabra en pauta nebulosa que mi mano anota sin descanso, sin poder evitar que el trazo se emborrone. Duermo poco. He empezado a medir, de madrugada, ángulos que antes no estaban torcidos con fascinación hipnótica que no reconoce prudencias. Si este es el precio de nuestra empresa, lo pagaré.

Bajo la sombra de su entendimiento y a la espera de su guía, reafirmo mi devoción a nuestra Causa y me declaro de usted, afectísimo y sometido servidor.

A. R.



Arkham, Massachusetts, a 29 de junio del año 1907

Mi respetado y dueño de mi confianza, Señor Torre,

El amanecer no ha sabido ejecutarse. Hay luz, sí, pero no nace: se acumula en los rincones como harina mojada y no toca el centro de la estancia. En la escalera, el peldaño nuevo persiste junto a otros tantos, cada vez más; he probado a numerarlos en voz baja y el número se niega a ser par.

He soñado —si es que fue sueño— tumbado sobre mi escritorio, con la mano aún sobre el portafolios; con el mar —sin agua— alrededor, como un vidrio viscoso que me dejaba pasar, fluctuante. Bajaba por una escalinata heptagonal hacia un emplazamiento donde las paredes latían con una fosforescencia verdosa de pólipos ancestrales. No había lámparas: eran peces. No había columnas: eran espinas. En el centro, una plaza inclinada bajo el Arrecife del Diablo y, más abajo, Y’ha-nthlei: ciudad sin cielo, hecha de arcos que jamás fueron humanos, donde los mosaicos sudaban sal y las inscripciones se abrían y cerraban como branquias.

Yo no caminaba: cedía, convulso. Oí un coro opaco que no venía de bocas, sino de muros húmedos —abisales—, en una letanía de olas majestuosas. Cuando intenté pronunciar Su Nombre, el agua que no estaba, subió por dentro de mí y me dejó un gusto putrefacto y sobrecogedor. Entonces la ciudad me miró —no con ojos— y entendí que aquí arriba solo soñamos para recordar el fondo.

Al despertar, en la cocina, el agua llegaba a media pared y el ambiente, asfixiante y denso, era fétido y olía a podrido. He abierto la ventana para que el aire entrara —no lo ha hecho—. La corriente se ha asomado y ha preferido quedarse fuera. Al volver al estudio, la lámpara ardía con una llama pálida pero firme, vibrante. Me perdonará usted el atrevimiento: he sonreído. La sonrisa, en mi cara, me ha resultado informe en el reflejo del cristal.

No espere de mí el decoro de otras cartas. He trabajado. He obedecido. Y ahora me he extralimitado. Espero sepa absolver a este blasfemo impío que suplica su perdón.

Usted comprenderá que no podía aguardar. El secante con la fisura —lo he vuelto a mirar contra toda prudencia— susurra cada vez más alto, en mi cabeza y por todas partes; dicta intervalos arcanos con una paciencia inhumana. A pulsos irregulares —siete, luego siete y medio, luego siete otra vez—, la línea se ensancha por dentro como un cauce seco que recuerda el agua, y yo anoto, yo obedezco, yo mido… yo no me extravío.

No se ría de mí: en un momento me pareció escuchar dentro del papel el ruido del mar. Marea sin agua; olas de aire inconmensurable.

He oído pasos en el pasillo. Y algo que —por decoro— diré que eran números: el conteo de alguien que cuenta sílabas, muy bajito. Le he llamado por mi nombre y ha respondido con mi voz.

He bajado de nuevo. Los peldaños se inclinaban y crecían. Me empujaban hacia abajo. He repetido el aparato de la encrucijada con mayor exactitud. Esta vez no he usado oro: he usado latón del reloj negro y sacrílego que usted me regaló. He alineado los brazos con la aguja, pero la aguja desea otra cosa y no he querido contrariarla. He puesto de nuevo el relicario al norte, la ampolla al este, la cajita al oeste, y al sur nada, salvo mi mano abierta. No he derramado sangre: la sangre vino sola, un hilo mínimo desde el dedo anular, abriéndome el brazo en canal hasta el corazón —no he sentido herida; no he sentido nada—. El volumen, abierto, ya no tiene letras. No me malentienda: el texto estaba igualmente, borroso, marchito.

Esta vez todo fue más rápido: el polvo, obediente, me marcó la dirección. Después, cada instrumento recordó su cometido. La palabra se marcó con mi sangre, ya oscurecida y mohosa, de un olor pestilente: “K’n-yan” —no me atrevo a escribirlo recto—. ¿Entiende lo que implica? ¿Lo entiende? ¿O debo…

[trazo errático]

No hay necesidad de inventariarle lo que usted conoce de oídas y de páginas. Bastará con decirle que el suelo se me volvió tablero movedizo, remoto, y la casa, inclinada hacia una especie de oeste que no pertenece a nuestros mapas.

No hubo temblor visible. Hubo un acuerdo tácito de los objetos: la silla, el aparador, la lámpara, mi propio cuerpo —todos aceptaron un grado nuevo como si hubieran nacido para inclinarse—. He medido el ángulo: no existe. No existe. ¿Lo entiende? Lo he señalado en el margen con una cruz y un signo que sabrá reconocer.

Cuando he tornado a la quinta dirección ya abierta, la plomada se me ha escapado de la mano con una prisa magnética y ha trazado sobre el secante líneas que no sé justificar. No he sido yo, aunque era mi presión. Entre los trazos se distinguen —si uno entorna los ojos en el ángulo justo— pequeñas letras, como insectos clavados que aún agitan el ala. He querido escribirlo:

[palabra tachada tres veces]

Vuelvo al cruce. He puesto ambos secantes juntos, el primero y el de hoy. Juntos: “Y’ha-nthlei — K’n-yan”. ¿Comprende ahora? Sé que usted hubiera hecho lo mismo en mi lugar. Lo sé. Lo comprende, ¿verdad?

He puesto sobre ellos el almanaque parroquial. He tildado con grafito los días del estío que aún no han sucedido. En ese instante el reloj grande se ha atrasado, otra vez, siete. Siete exactos. Siete como la sílaba que sobra cuando uno pronuncia mal Su Nombre.

—«Su Nombre» —he dicho en voz baja sin querer.

He sentido —no sabría darle otro término— un golpe de nivel. La habitación y yo nos hemos corregido mutuamente: yo he caído medio paso dentro de mí; la habitación ha ganado un centímetro de cuerpo a mis espaldas. He vuelto la cabeza despacio y he visto, Señor Torre, que el lomo del volumen respiraba. No es metáfora. Respiraba de la forma en que respira un animal lívido. He acercado la mano y la piel del lomo me ha parecido marmórea y viva.

He oído mi nombre otra vez —pero no era mi nombre humano—. He respondido “sí”, y la encrucijada que tracé sobre el suelo ha abierto un umbral profano que no existe y existe a la vez. Si digo “terrible y sublime” no es por adorno; es por exactitud. He comprendido —con esa claridad que roza lo extático— que la elección que solicitaba la espectral fisura no era moral ni práctica: era geométrica.

¿Debo, entonces?

¿Debo?

[Una línea ilegible se derrama hacia el margen y vuelve con letra diminuta]

Si me falta prudencia, perdóneme. Si me falta juicio, no me lo devuelva. He puesto mi sangre sobre el secante y lo he abierto no con la mano, con la mirada. He trazado —o se ha trazado en mí— un arco ciclópeo que une “K’n-yan” con “Y’ha-nthlei”, y por el centro he dejado caer la plomada. No ha tocado el papel. Ha colgado en una distancia que no puede medirse aquí. La he dejado colgar hasta que el latón ha comenzado a sonar muy bajo, con un tono solemne, y he cruzado el umbral de una puerta sin quicio. Puerta innombrable. Puerta como palabra que no puede ser dicha sin romper el paladar.

Ahora he vuelto, y escucho —y oigo agua detrás del muro norte—. No queda mucho tiempo. Las nieves se retirarán y Él se liberará. Usted, que guarda expedientes de lo que no se puede archivar, sabrá reconocer la señal. No puede detenerme. No sabría.

He dejado la puerta entreabierta para poder volver a pasar; y así, permanezca con mi marcha todo lo demás. Así llevaré todo conmigo. Si no llega, comprenderé que no era su destino.

Si llega, atienda a lo que le ruego con la humildad de quien ya no se pertenece: no escriba mi nombre en su registro. Si alguien pregunta, diga —con su cortesía habitual— que el invierno cobró lo que se le debía. Que el cruce se completó. Que la primavera —ahora libre— no se perdió: yo la traje desde el otro lado.

[mancha salina]

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