El año sin azahares

El año sin azahares

Fermín.cho

13/10/2025

A usted, lector paciente, le constará que Madrid presume de primaveras olorosas; pues bien, el año que voy a referir dejó a la villa sin azahares ni gorjeos. Era como si Marzo, con sus airecillos de doncella presumida, hubiese tomado un tren equivocado y se hubiese bajado en Cuenca. Los paseos del Prado tenían el color del plomo, las modistas cosían sin ganas, y en las tertulias del café de Levante se discutía, como todo remedio español, si la culpa era del Gobierno.

Yo, modesto escribiente en la Hemeroteca Municipal y sujeto de temperamento más curioso que valiente, vivía entonces en una buhardilla de la calle de la Palma, entre baúles de periódicos viejos y un catre que crujía como las promesas de los diputados. 

Mi rutina la regía doña Eulalia, bibliotecaria principal, señora más amiga del orden que de la compasión, la cual me endilgaba legajos como quien distribuye cilicios. Así andábamos, cuando apareció en mi mesa un caballero cuya presencia daría tema para pluma más diestra: mediana estatura, chaleco demasiado prudente, anteojos en punta de nariz y esa sonrisa de mercader que ofrece lo prohibido convencido de que hace un favor.

—Servidor de usted —dijo inclinando la cabeza—. Me llaman Sr. “Torre”.

Las comillas, lo declaro, se oían.

—Aquí vendemos periódicos, no apodos —respondí con la urbanidad irónica que la pobreza concede.

—Yo no vendo apodos, sino secretos. Tratante de secretos, para mayor claridad. Y vengo porque en su casa de papeles se han extraviado tres, ni uno más ni uno menos, que pueden devolver a Madrid la primavera. Si me concede asiento, se lo explico en cristiano.

Usted comprenderá que, en una ciudad sin flores, las supersticiones florecen. Di asiento al caballero y cerré el legajo de La Iberia del 69. Sacó de su cartera un cilindro de latón, algo entre lámpara y catalejo, y lo fue haciendo girar con afectación de prestidigitador.

—Mi oficio —continuó— tiene usos contados. Tres, para ser exactos. Con esta lámpara veo en los papeles lo que no quieren que se vea. Pero cada vez que la enciendo, pierdo un secreto. De modo que hoy, amigo mío, escogeremos con tiento: podrá usted mirar tres, seis o nueve legajos; en todos habrá algo, pero en alguno se oculta la debilidad de Madrid. Si la reconocemos, la tomamos y la primavera regresa, aunque sea con tos.

La seguridad con que hablaba me movía a burla y, sin embargo, no me faltó una punzada de esperanza. ¿No habrá de admitir el lector que toda ciudad tiene su debilidad, y que el remedio está siempre, como los botones de repuesto, cosido por dentro?

El Sr. “Torre” me pidió nombres. Le referí entonces el cuento de Jerónimo Lobo, periodista que frecuentaba la Hemeroteca en busca de noticias viejas para venderlas como nuevas, y el de Lorenza, bordadora en un taller de la calle Arenal y objeto de mis contemplaciones, que llevaba semanas sin ir al Retiro porque las flores no daban ganas ni de flirtear. 

Ambos, a su modo, sufrían el año sin azahares. El tratante asintió con gravidad de confesor.

—En hora y lugar: estamos en una encrucijada. Permítame el dicho. Debe usted elegir: o actuamos ahora, con el riesgo de que pierda algo suyo, o diferimos, resignamos una acción de la vida —que es moneda escasa— y a cambio obtenemos tres cartas que hoy no tenemos.

No negaré que la palabra “cartas” me sedujo, por mi oficio. Elegí actuar. Doña Eulalia, adversaria de las fantasmagorías, se santiguó discretamente cuando nos vio bajar al sótano, donde se guardan los periódicos que han aprendido a olvidar la actualidad. El Sr. “Torre” encendió su lámpara. El círculo de luz cayó sobre los lomos y, cosa extraña, algunas fechas brillaron con resplandor de mina.

—Tres, seis o nueve —dijo—. Elija.

—Tres, que el hambre aguza —repliqué.

Tomé El Imparcial del 15 de abril del año anterior, La Correspondencia de España de finales de mayo, y un semanario satírico que hacía caricaturas más venenosas que atinadas. En las páginas, donde el ojo mortal sólo ve tinta, la lámpara dejó ver otra tinta debajo, como si el papel llevase nervaduras. 

Leí lo que allí estaba escrito y que ahora traduzco al castellano de la calle: “Campanas enmudecidas en San Ginés”; “Aceite para las bisagras del cielo —Waite & Hijos”; “Idolillo de piedra, niño con dientes, hallado y perdido en el Rastro”.

—Ahí lo tiene —dijo el Sr. “Torre”—. La ciudad se nos ha quedado sin primavera porque su campanario ha cambiado de oficio. El péndulo que antes llamaba a misa ahora manda a dormir a las estaciones. Y el aceite, vendido por honestos tenderos de Atocha, sirve para que el mundo gire sin quejarse. Falta el idolillo. Sin él, todo chirría y, por no oír el chirrido, Madrid prefiere no florecer.

No es cosa de asustarse por un niño de piedra.

[………..]

Ni bien salimos del campanario, con la conciencia hecha péndulo y el ánimo dividido entre obedecer o alborotar, el señor “Torre” —que siempre tiene prisa cuando no conviene— me llevó por atajos de adoquín conversado a la trastienda de Waite & Sons. Allí estaba don Elías Waite, patriarca de bigote con raya, contando monedas como quien reza al cobre. Sobre la mesa, alineadas como soldados de permiso, varias botellas de aceite rezumaban un dorado poco cristiano.

—Mire usted, profesor —dijo “Torre”, poniendo su lámpara en faena—. Tres opciones: mirar tres, seis o nueve, y quedarnos con una. A mayor vista, mayor tentación.

Aceité mis escrúpulos y, por no pasar de listo, pedí ver seis. El círculo de luz, que parecía ojo de notario, reveló en el fondo de cada frasco una sombra verdosa, hebrillas de metal y, en uno, una viruta de piedra del color del ídolo. “Aquí está el rastro”, dictaminé con esa audacia de catedrático que tan pronto alumbra como tropieza. Don Elías carraspeó, dolido en su honor comercial.

—Yo vendo aceite, no primaveras —dijo—. Si a la ciudad le chirrían las bisagras del alma, unta y asunto zanjado. Lo demás son cuentos de estudiantes.

—Precisamente —repuse—. A veces los cuentos engrasados mueven más que los sermones secos.

Y, como quien sella una proposición con numerario, compramos la botella de la viruta y salimos al aire espeso de Arkham. El “Torre” andaba contento: ya tenía misterio con viático. 

Yo, en cambio, me debatía en la conocida encrucijada: devolver el niño de piedra al nicho para que el campanario mande, o guardarlo y ver si la ciudad, desarbolada de reloj, recuerda por su cuenta el oficio de brotar.

Resolvió el destino por nosotros, que es tirano de voluntad perezosa. A la puerta de la biblioteca nos aguardaba Filomena Waite —que no es familia de los tenderos, pero manda más que ellos entre libros— con un recado del rector: “Se advierte a los señores doctos que el clima debe obedecer al calendario. 

Nada de experimentos estacionales”. Firmaba con rúbrica de oca. “Torre” leyó, se encogió de hombros y me pasó la botella.

—Haga usted lo que no se atreve la autoridad —sentenció—. Si nos multan, yo le consigo un descuento en secretos.

En mi cuarto, colgué el ídolo de la lámpara, vertí dos gotas del aceite sacrílego en el gancho y tracé, con tiza de la señora Pritchard, un círculo del tamaño de mis dudas. 

El niño pétreo empezó a oscilar con dignidad de reloj viejo. Al principio nada; luego, una brisilla que olía a tierra removida, como patio de colegio al desbandar. 

A los cinco minutos (o a los diez; el tiempo, ofendido, dejó de contarse) las persianas de la calle cantaron en otro tono, y en el alféizar de mi ventana asomó un brotecillo insolente, verde de primera comunión.

No faltó quien viniera a imponer concierto. Dos regidores y un sacristán subieron a la pensión con órdenes de llevar el ídolo “a su legítimo asiento”. 

Les ofrecí asiento humano y chocolate, que desarma precipicios, y mientras la taza obraba milagros de urbanidad, “Torre”, sin ruido, aumentó el arco del péndulo. 

El brote creció media uña, Filomena estornudó a lo lejos, y Arkham, la pobrecilla, sorbió aire por primera vez desde que la encerraron en otoño. 

Perdí, ya lo sé, una acción para mañana; gané tres cartas hoy: un respiro, una hoja y la certeza de que hay máquinas que, por mucho bronce y decreto que las asista, no pueden con el empeño de la savia.

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