La promesa en la encrucijada

La promesa en la encrucijada

I. Idiaquez

13/10/2025

La promesa en la encrucijada


No recuerdo el momento exacto en que comencé a hablar con la voz. Solo sé que fue después de que ella se fue.

Lucía me había dejado un martes cualquiera, con un mensaje frío: “No puedo seguir con alguien que se apaga cada día más.” Yo no contesté. No porque no quisiera, sino porque no sabía cómo hacerlo sin mentir. En el fondo, sabía que tenía razón. Llevaba meses sintiéndome como una sombra que imitaba mis propios movimientos, un eco que ya no producía sonido alguno.

Las noches se hicieron largas. No dormía. Revisaba sus fotos, una y otra vez, como quien repite un hechizo roto esperando que vuelva a funcionar. Fue entonces cuando la voz apareció.

—Puedo devolvértela —susurró la primera noche—. Puedo hacer que te busque, que te recuerde como tú la recuerdas.

Pensé que era mi mente. El insomnio, la culpa, la tristeza. Pero la voz persistió, cálida y firme, como si proviniera de una presencia invisible sentada al borde de mi cama.

—Solo tienes que prometerme algo —dijo—. Prometerme poder.

No entendí. Pero cuando uno está al borde de perderlo todo, la comprensión deja de ser necesaria.

—¿Qué tipo de poder? —pregunté.

—El que se obtiene cuando renuncias al control. Déjame entrar. Déjame elegir por ti.

Y acepté, sin contemplar lo que pudiera ocurrir.

No hubo humo ni relámpagos. Solo silencio. Luego, sueño. Un sueño profundo, sin imágenes, sin pensamientos. Al despertar, tenía un mensaje nuevo: “¿Podemos hablar?”, decía Lucía.

Nos encontramos esa tarde en el parque donde solíamos caminar, que justo quedaba cerca de nuestras casas. Llevaba el mismo abrigo rojo de siempre, el que juraba que le traía suerte. Me miró con esa mezcla de ternura y distancia que solo los amores dañados saben sostener.

—No sé por qué, pero… te soñé —dijo—. Sentí que debía verte.

Sonreí. Más no le dije nada. No podía. En el fondo, sabía que aquello no era una mera coincidencia.

Durante semanas, todo volvió a parecer normal. Salíamos, reíamos, cocinábamos juntos. Hasta que noté algo: Lucía ya no decidía. No elegía la película, ni la cena, ni la música. Si le preguntaba algo, solo respondía: “Como tú quieras.” Al principio lo tomé como un signo de paz, de reconciliación. Pero con el tiempo, me di cuenta de que algo se había roto.

Una noche, mientras dormía a mi lado, vi que se movía con espasmos leves, como si algo invisible tirara de ella. En su rostro se dibujaba una sonrisa ausente, idéntica a la que tenía la voz cuando la imaginaba.

Entonces comprendí: no la había recuperado. Había creado una versión de ella. Una que obedecía, una que no discutía, una que existía solo para amarme, podría decir que era una mujer que estaba en automático y sumisa ante mí.

La voz volvió.

—Te di lo que querías —dijo, con tono maternal—. Ahora cumple tu promesa.

—¿Qué quieres?

—Poder. Tu voluntad. No la necesitarás más.

Sentí el aire comprimirse en la habitación. La luz del farol de la calle parpadeó. En el reflejo del espejo vi una figura detrás de mí: delgada, sin rostro, pero con una presencia que ocupaba más espacio del que debía.

—No puedo darte eso —susurré.

—Ya lo hiciste —respondió.

Lucía se despertó sobresaltada. Me miró como si no me conociera. “¿Quién eres?”, preguntó. Y comprendí que ya no quedaba nada de mí en sus ojos. La promesa se había cumplido al revés: para que ella regresara, yo tuve que irme.

Pasaron días, quizá semanas. No lo sé con certeza. Todo empezó a disolverse: los horarios, los sonidos, incluso los recuerdos. Vivía dentro de una rutina mecánica donde mis actos no me pertenecían. Lucía seguía allí, pero cada vez más inerte, como una estatua cálida que respiraba por costumbre.

Una tarde, la encontré en la cocina, observando el filo del cuchillo.

—¿Sabes qué siento? —dijo, con una serenidad extraña—. Siento que no soy yo.

Su voz era plana, sin emoción. Me acerqué y tomé el cuchillo.

—No digas eso, amor. Todo está bien.

—No —replicó—. Nada está bien. Yo soñé con una torre. En la cima estabas tú, y debajo, todo ardía. Alguien me decía que debía elegir: salvarte o liberarme.

“En una encrucijada”, pensé.

—¿Qué elegiste? —pregunté, con miedo.

Ella me miró y sonrió, la misma sonrisa ausente que la voz me había mostrado.

—Todavía no lo sé —susurró.

Entonces, el suelo tembló. No literalmente, sino dentro de mí. La voz regresó, ahora más fuerte, como un eco en todas las paredes.

—Te di amor —gritó—. Te di compañía. Pero nunca quise que lo tuvieras todo.

Me tapé los oídos, pero seguía escuchándola. Lucía cayó al suelo, y de repente empezó a tener repetidas convulsiones. Corrí hacia ella, pero mis piernas no respondían. Era como si alguien más las moviera. En el espejo de la cocina, vi mi reflejo sonriendo, aunque mi rostro no lo hacía.

Y ahí es cuando entendí.

La voz ya no estaba afuera. Estaba dentro. En algún punto, cuando hice la promesa, cuando le di “mi voluntad”, la dejé entrar por completo. Lucía había sido solo el débil anzuelo, la forma más fácil de hacerme decir que sí.

La miré una última vez. Su cuerpo se detuvo. La sonrisa quedó fija. En su mano, una llave. La misma que guardábamos de nuestro primer departamento. En la hoja del cuchillo, mi rostro seguía sonriendo.

Salí corriendo. No recuerdo cuántos kilómetros dí. Solo sé que llegué al cruce donde la conocí por primera vez, la esquina de dos calles iluminadas por neones de un aspecto tenue. El lugar donde, sin saberlo, comenzó toda esta enigmática situación.

Ahí estaba la voz. No dentro, sino frente a mí, ahora con forma humana. Tenía mis ojos.

—Siempre fue una encrucijada —dijo—. Entre amar y poseer. Elegiste mal.

—Quiero recuperarla —dije, sin pensar.

—Ya no hay ella, ni tú. Solo la promesa.

El aire se volvió espeso. Las luces parpadearon de manera muy errática. Todo comenzó a colapsar como una torre que se derrumba en cámara lenta.

Y antes de desaparecer, comprendí la ironía final:

No había hecho una promesa de poder. Había hecho una promesa al poder.

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