El pasaje del terror

El pasaje del terror

—Es el mejor pasaje del terror en el que he entrado en toda mi vida —aseguró Simón con un entusiasmo desmedido. Los ojos le brillaban mientras hacía tal afirmación.

—El mejor —secundó Tomás —. Muchas gracias por avisarnos de que existía, Elena.

La aludida sonrió feliz.

—Sabía que os iba a gustar —afirmó, disfrutando de su éxito. O medio éxito porque aún quedaba lo mejor por vivir. —Cuidado, Simón, que se te cae la capucha.

Se puso frente a su amigo y se la recolocó para que volviera a cubrirle la cabeza, aun así, la pieza de tela negra le volvió a resbalar hacia atrás. Todo era demasiado emocionante como para reparar en esos nimios detalles.

Ante ellos se alzaban dos puertas iguales. Y nada que indicaran cual era el camino correcto. Qué dilema. Estaban ante una encrucijada interesante. Ambos chicos examinaron con atención cada una de ellas para encontrar una pista que les indicara cual debían escoger, pero Elena les fastidió la diversión eligiendo ella el camino a seguir. Le perdonaron el no haberlos tenido en cuenta en la decisión tomada en cuanto vieron lo que les esperaba detrás.

El pasillo que ahora tenían por delante parecía tener paredes palpitantes de verdad. A simple vista, no fueron capaces de encontrar el truco.

—Debe ser un engaño óptico. Qué pasada —opinó Simón, observándoles muy de cerca.

Formas tubulares que recordaban demasiado a intestinos gruesos y delgados de la anatomía humana colgaban de un techo ligeramente abovedado, en el que brillaban tenues estrellas que parecían muy lejanas. Las paredes eran de tacto viscoso y escurridizo y rezumaban un líquido que hacía las veces de sangre.

—Cómo se lo han currado —volvió a alabar el chico de la cabeza descubierta.

Se internaron en el macabro túnel con la alegría inconsciente de los usuarios habituales de esta clase de divertimentos basados en el horror. Los supuestos intestinos se les enroscaban y desenroscaban en brazos y piernas produciéndoles una ligera molestia para el avance. Aunque, más que agarre firme, parecían caricias.

—Menos mal que te dan las túnicas en la entrada, porque, de otra manera, acabaríamos con la ropa hecha un asco —opinó Tomás.

Simón, que iba el primero, se giró hacia sus compañeros, mostrándoles una cara salpicada de gotitas rojas que venían a dar la razón a la afirmación de su amigo.

—Pero ponte la capucha, hombre. Qué te estás poniendo perdido —le aconsejó riendo su amigo.

—Esto es parte de la diversión —le contestó el aludido riendo.

Un par de colgajos lo atraparon en ese momento, elevándolo del suelo y dando a los tres un gran susto.

Elena y Tomás agarraron a su amigo y tiraron de él hasta que las extrañas lianas lo soltaron.

—Simón, ¡ponte la capucha! —le riñó la menuda chica morena, poniéndose muy seria.

Sin esperar a que le hiciera caso se la encasquetó hasta los ojos.

—¡Eso ha sido flipante! —aulló él, ajustándosela para poder ver bien todo lo que le rodeaba.

—A mí me ha parecido un poco excesivo —opinó el tercero del grupo —. Menos mal que ya salimos de este pasillo. Me está empezando a dar muy mal rollo.

—De eso se trata —opinó el que había sido atacado.

Tomás arrugó la frente, probablemente por una ligera preocupación, pero no quería estropear la diversión.

Pasaron a una sala enorme, salpicada de columnas tentaculares que iban de un suelo, con baldosas al estilo de un tablero de ajedrez, hasta un techo plagado de extraños símbolos, a cuál más inquietante. Tenía una planta circular y en las paredes había un sinfín de puertas, alineadas a una distancia equidistante.

Dentro, encontraron un montón de gente, vestidos con la misma túnica que ellos portaban, igualmente manchadas de flujos grimosos.

—¿Serán actores? —se preguntó Tomás.

—Seguro que son visitantes, como nosotros —opinó Simón —¿Te imaginas que haya un pasaje detrás de cada puerta? Al salir preguntamos.

Sus acompañantes asistieron, entusiasmados.

Una plataforma circular se elevó en el centro de la sala. Sobre ella, se alzaba una especie de altar alargado. Tras el altar. Una figura imponente, vestida con una túnica blanca, ribeteada con hilos dorados, sujetaba un antiguo tomo con tapas de piel y una especie de sol grabado en su portada que parecía susurrar promesas de poder a todos los allí reunidos, en una mano y una alucinante daga negra en la otra. Probablemente de filo de obsidiana. Una maravilla.

Los que allí se congregaban comenzaron a cantar una letanía machacona.

—Definitivamente son actores —decidió Tomás.

—Seguro —le secundo su amigo.

Elena permanecía en silencio tras ellos.

Poco después de haber dado comienzo el ritual, dos encapuchados sujetaron a Simón de ambos brazos y lo condujeron hacia la plataforma elevada. El prisionero se dejó arrastrar encantado.

—Qué suerte —se lamentó Tomás —A mí nunca me sacan de voluntario.

Entre risas, el voluntario se dejó acostar en el altar. Incluso le ataron de manos y piernas. Estaban en todos los detalles. Las correas eran muy suavecitas y cómodas.

El sectario jefe, que había apoyado el libro en el suelo, levantó ambas manos sobre su cabeza y la daga relumbró entre ellas.

Sin más, la clavó brutalmente en el lugar en el que latía el corazón de Simón, salpicando de sangre a los de las primeras filas.

La víctima no tuvo la oportunidad de gritar.

Tomás no sabía cómo reaccionar.

—¿Esto también está preparado? —le preguntó a su amiga.

Ella se limitó a devolverle una mirada vacía, luciendo una inquietante sonrisa llena de dientes.

—Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn —le contestó ella.

—¿Eh?

Una sensación que le congeló hasta las entrañas se hizo dueña de él. Probablemente, sustentada en un miedo real y tangible.

Los sectarios que le rodeaban lo atraparon y lo arrastraron por el mismo camino que antes había recorrido Simón tan alegremente.

—¡No quiero ser voluntario! —chillaba, presa del pánico y la histeria —¡De verdad que no quiero!

El sacerdote despejó el altar de un empujón certero. El cuerpo sin vida de Simón rebotó contra el suelo blanco y negro de la plataforma. Y ahora, también rojo.

Costó bastante más atar al aterrorizado segundo sacrificio, pero eran demasiados contra uno solo y acabó sujeto de pies y manos.

Algo punzante le perforó el pecho, pero no acertó de lleno en el corazón, como con su amigo. Así que hubo que hacer un segundo intento mientras sus chillidos se entremezclaban con el cántico ritual que entonaban los sectarios.

Lo último que vio Tomás fue la expresión demente de su amiga Elena, unida en cuerpo y alma a la congregación del culto de la Sabiduría de las Estrellas.

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