Promesas secretas

Promesas secretas

AngelRouge

14/10/2025

“Esto no es bueno”. Mientras más avanzaba, más se repetía esa idea. Sin embargo, no se detenía. Necesitaba saberlo.

Las escaleras de la torre se volvían eternas. Vueltas infinitas que prometían nunca acabar. Su vestido rozaba con las paredes limpiando el polvo y el moho acumulado. La música era un vaivén de notas agudas y tétricas que cada vez se iban acelerando.

Su cabello estaba envuelto por la bruma blanca que decoraba toda la estancia. Se posicionaba tras ella asemejando a un velo de novia. Una ironía cruel de la vida. Puesto que en ese momento ella debería haber estado en la iglesia.

Apretó los labios y subió con renovadas energías. Tenía que mantener la mente serena. Sin dejarse llevar por los recuerdos o la añoranza.

La puerta le esperaba al final. Fría y pesada como se imaginaba. Le bastó tocarla con la punta de los dedos para que se abriera. La música se convirtió en una ola de desesperación. El grito de mil almas que se impregnaban en su piel y en su alma.

Intentó con todas sus fuerzas no sucumbir, pero era demasiado. Su mente voló a un lugar más tranquilo y feliz. El lugar dónde todo había comenzado y acabado.

El jardín era precioso en primavera donde todas las flores se abrían al cielo azul. Las rosas bañaban con su aroma a todo aquel que se acercara. Las abejas zumbaban y el viento transportaba las esporas del amor.

Él le sostenía de la mano. Posando sus delicados labios sobre sus nudillos. Su voz viajaba a su oído con palabras de amor y promesas eternas. Ella lo amaba. Sentía que sus almas estaban destinadas a estar juntas.

—¿Me amas? —preguntó ella recostándose sobre su hombro.

—Siempre —respondió él en su oído.

Un besó selló su promesa. Nada importaba en ese momento. No había que preocuparse de invitados, ni vestido, ni iglesias. Solo ellos y su amor. Ella recordaba el sol iluminando su cara como si estuviera bendiciéndola.

Ese recuerdo, ese último beso, la trajo de vuelta. Recordándola por qué luchaba. Sus fines no eran egoístas. Sus propósitos eran bien recibidos por todo lo bueno. Estiró su mano para tocar el escudo invisible que obstaculizaba su camino.

No era nada para ella. Un solo dedo y la presión adecuada lo quebró como a un frágil espejo. Los restos cayeron a sus pies y el sonido silenció la música. En el interior la esperaba un anciano de larga barba y lentes cuadrados.

Estaba sentado detrás de un viejo escritorio lleno de papiros. No se alertó por su presencia. Ni siquiera respiraba. Todo cubierto de polvo y telarañas. Ella pensó que le habían mentido. Eso no era lo que estaba buscando.

Se acercó cautelosa a la mesa. Dispuesta a leer los pergaminos. Quizá el hombre estuviera muerto, pero no el conocimiento. Extendió su mano sobre el más próximo. Estaba por tocarlo, cuando todo cobró vida. Las velas fueron las primeras en encenderse.

El anciano se puso de pie como un autómata. Ella retrocedió asustada y se pegó a la pared. La mesa se sacudió como un perrito, quitándose el polvo y desperdigando los papiros. El hombre caminó hacia la ventana dejando que la luz de luna lo bañara.

Ni bien los rayos plateados tocaron su piel, la barba cayó al suelo. Le siguió el polvo y el resto de suciedad. Cuando estuvo limpió se retiró los anteojos revelando por primera vez su rostro. No se trataba de un anciano, sino de un hombre joven con una expresión serena.

—¿Eres él? —preguntó ella entre susurros.

—¿Ser quién? —replicó él girando la cabeza.

—¿El… El tratante de secretos? —El hombre sonrió

—Prefiero que me llamen: Sr. “Torre”, señorita.

El desconocido hizo una educada reverencia. Después se dedicó a limpió sus anteojos. Había extraído un curioso pañuelo blanco con las iniciales S.R. Ella se quedó boquiabierta. Ya comenzaba a dudar de su cordura.

—¿Con quién tengo el gusto? —carraspeó incómodo el Sr. Torre después de un largo rato.

—¿Qué? — dijo ella incrédula. El hombre le miró por debajo de sus anteojos.

—No sé su nombre, señorita.

—¡Oh! Lo lamento. Es que… es que…—la verdad era tonto buscar excusa. Así que suspiró profundo y dijo: —Mi nombre es Elena.

—Elena —saboreó la palabra pronunciando letra por letra —. Eres… muy dulce— dijo chasqueando la lengua.

Elena no supo cómo responder a eso, así que solo sonrió. Esperando que no pasara nada más extraño.

—Me dijeron que tienes todas las respuestas.

—¿Todas? Alguien le mintió, señorita. Yo solo tengo secretos.

—Eso… Eso es lo que quería decir. Me interesan… sus secretos.

—¿Todos? —preguntó alzando las cejas en señal de sorpresa.

—Claro que no… Solo el de un hombre.

El Sr. Torre bajó la mirada y la examinó. Ella se sintió muy incómoda. ¿Qué pensaría de una mujer vestida de novia? Sentía que sus ojos penetraban más allá del cuerpo hasta llegar a su alma.

—Dime su nombre, dulzura.

—Es mi prometido. Él… Él se llama Sr. Alexander Shame

Apenas se lo dijo, el Sr. Torre caminó prosudamente hasta el escritorio. Con paciencia recogió uno a uno los papiros. Iba revisando las etiquetas y guardándolos en un gran cajón.

—Hace tiempo que nadie me visita —comentó mientras hacía la tarea.

—Todos llevan vidas ocupadas ahora —respondió Elena tímidamente.

El Sr. Torre se mantuvo callado. Ambos, de hecho. Quizá no había mucho que decir. Iba por la mitad cuando el hombre pegó un jubiloso grito. Tenía en su mano un papiro blanco con cinta lila.

—Lo encontré. El Sr. Alexander Shame.

Elena se derritió en palabras de agradecimiento, por un momento había temido que el secreto de su prometido no estuviera allí. Se acercó más y estiró su mano.

—¿Seguro que lo quieres? No hay vuelta atrás una vez que mires.

El tono en su voz le advertía peligro. Su cuerpo fue asaltado por un escalofrío que recorrió su columna. Se detuvo un momento y jugueteó con un mechón de su pelo. “Todo tiene un costo y un riesgo” recordó decir a su abuela. “Debes tener cuidado con ambos”

Por más que quisiera no podía ignorar el miedo. Ya le habían contado sobre el costo del tratante de secretos. Era caro, quizá demasiado. Dejaba expuesto una parte de ella a cualquier desconocido. Dudó por un momento. Todavía estaba a tiempo. Sin embargo, la imagen de Alexander le acosaba. No podía simplemente rendirse. Él no lo haría.

Su prometido no había simplemente desaparecido. Él la amaba. Se lo había jurado. Ella lo había visto en sus ojos. No podía estar tan ciega. Todo había cambiado con ese viaje. ¡Ese condenado viaje!

Su dulce Alex partió hace meses y regresó hace días. No obstante, su mirada ya no era la misma. No había dulzura, ni curiosidad, solo miedo. Sus gritos por la noche y su palidez anormal lo confirmaban. Ella lo había visto desmoronarse día a día. Escuchándole murmurar sobre monstruos del mar, incluso una vez lo había atrapado dibujando una criatura híbrida de sapo.

Con ese problema, él no podía haberla dejado. Algo peor le debió suceder. Algo terrible. Elena no lo abandonaría en su máxima necesidad. “En la salud y en la enfermedad” se dijo a sí misma repitiendo los votos de su boda. Si la hubiera habido.

—¿Entonces? ¿Cuál es su respuesta? —interrogó el Sr. Torres. Quizá esperanzado en que se retractara.

—Lo haré.

—Secreto por secreto. Ese es el costo.

—Y lo pago.

Él extendió una mano y ella cerró el trato estrechándosela. Un brillo de tristeza habitó sus ojos por un segundo.

Elena tomó el pergamino y lo abrió. Las letras negras eran afiladas y muy pegadas unas a las otras. Apenas había espacio entre párrafo y párrafo.

Conforme iba comprendiendo lo escrito comenzó a llorar. Lágrimas negras se resbalan por sus mejillas. Su mano cubría sus labios intentando no gemir. Sus uñas rojas pasaban una y otra vez sobre el papel. ¡Eso no podía ser cierto! ¡No había tanta crueldad!

En cada página dejó una lágrima como un sello de verificación. Mientras más avanzaba más difícil se le hacía cambiar a la siguiente. Tardó en darse cuenta de que ya no tenía un simple pergamino, sino un libro completo. Era de pasta gruesa tallado con una serie de símbolos macabros que destilaban horror. Entre sus páginas se escondía la historia de su prometido y su verdad.

—¿Terminó, señorita? —preguntó el Sr. Torre cuando ella alzó la vista.

Se habían acabado las palabras. La historia concluida y ella tenía el corazón roto. No sabía a quién debía tener más compasión si a él o a ella misma. Se secó las lágrimas con la manga de su vestido dejándole feas marcas.

Su amor había sido solo un hombre desesperado y maldito. Fácil de palabra y de promesas. Lástima que lo hizo a dos personas diferentes. Una se vengó, a la otra traicionó. Dos corazones le buscaban y uno lo encontró.

—Todo terminó.

—¿Cuál es su secreto entonces? —dijo el hombre tristemente. Se sentó tras el escritorio y con su calma habitual desenroscó un pergamino, mojó su pluma con tinta negra y se preparó para escribir.

—Soy la prometida de un monstruo.

Justo en ese momento un rayo iluminó el cielo, dejando ver a los dos habitantes del último piso de la torre. Cualquiera podía reconocer al tratante de secretos, un esqueleto que escribía con lágrimas y a su lado, una novia abandonada hace siglos atrás.

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