Adrián del Valle no dormía desde hacía siete años. Desde la noche en que el reloj del pasillo se detuvo a las 3:17, el tiempo había dejado de obedecerle. No era insomnio, era castigo. Cada tic parecía morderle un recuerdo, y cada tac le recordaba que el pasado seguía respirando en la casa vacía.
Su taller se había convertido en una tumba de horas muertas. Decenas de relojes colgaban de las paredes, cada uno marcando un momento distinto. El aire olía a metal oxidado y aceite antiguo. Había uno, en particular, que nunca se detenía: un reloj de péndulo invertido que le había entregado un hombre sin sombra, mucho antes del accidente. En la base, un grabado apenas visible decía: *“El tiempo no da. Cobra.”*
A veces, cuando el silencio se hacía insoportable, Adrián creía escuchar una respiración dentro de aquel reloj. Un suspiro que no era aire sino memoria. Era su único acompañante desde que enterró a su hija. Desde entonces, reparaba relojes que no pertenecían a nadie, esperando, tal vez, que alguno le devolviera el sonido de su voz.
Esa madrugada, sin embargo, algo cambió. Las manecillas de todos los relojes comenzaron a girar en direcciones opuestas. Los péndulos se sacudieron con violencia, y la casa entera pareció contener la respiración.
—¿Aún deseas un segundo más? —susurró una voz desde el interior del taller.
El sonido no provenía de ningún reloj. Era más antiguo que el lenguaje, más íntimo que un pensamiento. Adrián levantó la mirada. Frente a él, la sombra del péndulo invertido se alargaba hasta el suelo, temblando como una cuerda viva.
—¿Quién eres? —preguntó con la voz quebrada.
—Soy la Promesa de poder que negaste cuando aún tenías fe —respondió la sombra—. Soy el tiempo que quisiste retener.
La caja del péndulo, aquella que nunca había abierto, vibró sobre la mesa. Dentro, algo palpitaba con un ritmo lento y pesado. Adrián recordó el juramento que había hecho a su esposa: no volver a tocar nada de la Hermandad del Último Segundo. Pero la voz seguía hablándole, dulce y terrible.
—Puedo devolvértela —susurró—. Un día con tu hija. Solo uno. Un día intacto, antes de la tragedia.
—¿A cambio de qué?
—De algo más valioso que la vida —dijo la sombra—. Tu memoria.
Adrián cerró los ojos. Había soñado tantas veces con ese instante que ya no sabía si la niña había existido realmente o si solo era el reflejo de su culpa. Pero algo dentro de él —un reloj que aún no se había roto— le dijo que debía abrir la caja.
Lo hizo. Y el tiempo se quebró.
Una corriente de aire frío le arrancó el aliento. El taller se disolvió como una pintura que cae al agua. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba de pie en una calle nevada. La conocía. Era el día del accidente.
Su hija cruzaba la calle, con el abrigo rojo ondeando como una llama. El coche avanzaba hacia ella. Adrián intentó gritar, pero la voz no salió. Todo estaba suspendido: el conductor congelado, la nieve detenida en el aire, el mundo entero convertido en un cuadro.
—Puedo detenerlo —dijo la voz—. Puedo darte ese día. Pero debes decidir. Estás en una encrucijada. O recuerdas, o vives. No ambas.
El relojero tembló. Frente a él, el rostro de su hija parecía tan real que dolía. Extendió la mano, y por un instante creyó sentir su calor. Las lágrimas se mezclaron con la nieve.
—Quiero… verla —dijo al fin.
El péndulo invisible osciló una vez, y el mundo volvió a moverse. El coche frenó. La niña corrió a sus brazos, riendo. La nieve volvió a caer. Adrián la abrazó con una fuerza que solo tienen los que saben que ya la han perdido.
Durante veinticuatro horas, vivió lo imposible. Jugaron, rieron, cocinaron juntos. El reloj del pasillo, en su recuerdo, seguía marcando las 3:17. Cada segundo era un milagro sostenido por el miedo. Pero al anochecer, comenzó a escuchar el tic-tac del péndulo otra vez. Y comprendió que el tiempo estaba reclamando su deuda.
Las sombras se filtraron por las rendijas de la casa. Los relojes sangraban arena negra. La niña lo miró sin comprender.
—Papá, ¿por qué tiembla la casa?
—Porque el mundo ya no sabe qué día es —respondió él, llorando.
Entonces la voz regresó.
—El precio, Adrián. La memoria debe pagarse.
—Llévame a mí —suplicó—. Déjala a ella.
—Eso no se puede. Solo puedo tomar lo que es tuyo. Tu recuerdo será el pago. Ella existirá, pero tú no sabrás que existió.
El relojero gritó. Intentó detener el péndulo, pero éste se partió en dos. De su interior brotó una luz blanca que devoró la habitación. El aire se dobló, y el tiempo se replegó sobre sí mismo.
Cuando despertó, estaba de nuevo en su taller. No había fotos en las paredes. No había juguetes. No había nombre alguno que recordara. Solo una lágrima resbaló sin motivo por su mejilla.
El reloj del pasillo marcaba las 3:17.
Durante días, intentó recordar por qué el péndulo seguía brillando débilmente sobre la mesa. A veces creía escuchar una risa infantil en los engranajes, un eco que lo llamaba por un nombre que ya no entendía.
Y una noche, cuando el cansancio lo venció, escuchó pasos. Lentamente, levantó la vista.
En la puerta del taller, una silueta lo observaba. Llevaba un abrigo largo y un sombrero de copa. De su pecho colgaba un reloj que no tenía manecillas.
—Bienvenido, Adrián del Valle —dijo la figura—. El Señor Torre siempre cumple lo pactado.
El relojero retrocedió, pero la sombra avanzó. No tenía rostro, solo un vacío donde debería haber ojos.
—¿Quién eres? —susurró Adrián.
—Soy el guardián del segundo que pediste —respondió—. Y tú serás mi reemplazo.
El suelo se agrietó bajo sus pies. Los relojes del taller comenzaron a girar al unísono, todos marcando la misma hora: 3:17. El sonido se volvió ensordecedor. Las manecillas se clavaron en su piel, los engranajes giraron dentro de su pecho.
El tiempo lo estaba reclamando.
Adrián gritó, pero su voz se perdió entre los tics y los tacs. Sintió cómo su cuerpo se deshacía, cómo su sangre se convertía en arena que caía sin fin. Y cuando abrió los ojos otra vez, se encontró dentro del reloj.
Podía ver el mundo desde el otro lado del cristal. Su taller seguía allí, pero él ya no. En su lugar, un péndulo oscilaba lentamente, y en su superficie se reflejaba un rostro que aún lloraba sin saber por qué.
El Señor Torre observó satisfecho.
—Todo segundo prometido tiene su precio —dijo
El reloj del pasillo sonó por última vez. Afuera, el amanecer no llegó nunca. El mundo quedó detenido, prisionero del instante que Adrián quiso salvar.
Y en algún lugar, entre los engranajes del tiempo, una voz repetía su nombre… solo para olvidarlo de nuevo.
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