Había llegado a la calle una hora antes de lo acordado. Su mirada había estado vagando sin fijarse en nada, descansando. Su mente en cambio no había dejado de correr. El señor Torres se enfrentaba al mayor dilema de su carrera, de su vida. Comprobó que todo estuviera en orden revisando cada uno de los bolsillos de su maletín de cuero. El tacto del libro era suave bajo sus dedos y podía distinguir el bordado de las letras de la portada. Había un par de bolígrafos sueltos, también unos pañuelos, un cuaderno en blanco y una carta. La carta. Había llegado en el peor momento ¿O en el mejor?
Este nuevo trabajo había avivado la poca esperanza que le quedaba. La fe le había abandonado. O quizás había sido al revés ¿Se había sentido perdido antes? Estaba aterrado. Siempre había tenido todo clarísimo, la misión de su vida había sido evidente. Su infancia, su adolescencia, sus estudios y finalmente su trabajo. El ansia por aprender, por descubrir, por adentrarse en lo más profundo de la realidad, del tejido del mundo. No del mundo material, para eso había gente de sobra. Quería adentrase en lo auténtico, la esencia. La realidad más allá de lo terrenal, de lo tangible.
Pero los días pasaban, los meses y luego los años. Y cada investigación acababa en nada, en humo y vacío. En decepción. En una estafa en la mayoría de los casos. Pocas veces los protagonistas eran verdaderos creyentes. Torres podía ver en sus ojos que siempre había al menos uno de ellos que sabía la verdad y que recibía su llegada con disgusto mal disimulado.
De joven había preguntado, entonces, ¿Por qué nos llaman? Y su primer tutor había sido quien le explicó que muchas veces no les quedaba más remedio. Que la gente empezaba a perder el control de quienes estaban por debajo de ellos. O los vecinos, hartos, molestos y cansados de los desvaríos y las excentricidades, llamaban a alguien que, a su vez, llamaba a alguien que, a su vez, les contactaba a ellos. Así que cuando llegamos somos una amenaza y nos reciben con desagrado y repulsión, con ácido en las pupilas y palabras dulces pero vacías. Destilan odio y podredumbre ¿Será esta una de esas veces? ¿Abrirá la puerta una vieja con los ojos delineados con kohl o un altivo señor ajado por el alcohol y la soberbia, rodeados de piadosos atormentados? ¿Merecía la pena gastar así su tiempo? Tanto estudio, tanto trabajo y horas dedicadas a elucidar lo insondable… para acabar desbaratando pantomimas y burdas estafas esotéricas.
Podía marcharse. Encender el motor, dejar que el aire acondicionado refrescase el aire y se llevase la asfixiante humedad. Volver a casa, hacer las maletas y escribir su carta de renuncia. La definitiva, la que irá al buzón directamente sin pasar por la basura. Pero no podía. El sol estaba a punto de esconderse. La calle era estrecha, con pequeñas casas unifamiliares de dos plantas. Había coches aparcados a ambos lados, con dos ruedas sobre la acera para permitir el paso. Él había aparcado del mismo modo, justo en la acera de enfrente de su destino. Había tenido suerte, se dijo. La casa era el número 17, construida con ladrillos rojos y un tejado bien mantenido. La puerta principal tenía cuatro escalones para bajar a la altura de la acera, flanqueados por jardineras. Nada del otro mundo. Flores de distintas especies y tamaños, sin orden ni estructura, pero frescas. Demasiado frescas quizás. La fachada estaba limpia, había un felpudo viejo y no había correo desbordando el buzón. Abrió la carta que había en el maletín para confirmar la dirección. La había memorizado, evidentemente, pero nunca está de más. No había nada que diferenciara el número 17 del resto de sus compañeras.
Las ventanas estaban cerradas, pero las persianas subidas, permitiendo que entrase la luz indirecta del final del día. No podía ver nada del interior, solo la figura de un grifo metálico se percibía en una de ellas. Durante sus 15 años de investigador le había tocado ir a todo tipo de edificios, aunque la mayor parte de ellos eran casas desvencijadas, oscuras y casi forzadas a encajar en el imaginario colectivo de lo que es una casa encantada. Muchos de esos cabecillas, creyentes o no, abogaban por que su casa reflejase la oscuridad interior. Dejaban de cuidar el jardín, dejaban que la pintura se desconchase y que las cartas se apilaran, infectando el exterior con su locura como si fuera un disfraz. Otras, las menos, eran casas normales. Como esta. Casas de mujeres y hombres corrientes que habían caído mal al vecino equivocado. Quizás la beata de enfrente estaba convencida de que su vecino invocaba al diablo por las noches. Las denuncias eran siempre anónimas, por supuesto, pero la vecina se encargaba de estar vigilante y, normalmente, se la podía ver asomada tras las cortinas de su vivienda, esperando con ansia. Estos casos eran fáciles, una pérdida de tiempo igualmente, pero al menos rápidos.
Torres salió del coche. El viento era cálido, aunque soportable sin el látigo del sol. Observó su alrededor con más atención, buscando a la vecina traidora, pero no vio a nadie. Torres sacó su maletín y se alisó los pantalones bien planchados. Caminó con calma hasta la puerta y subió los escalones buscando desperfectos o dibujos, algún juguete tirado, cartas amenazadoras. No sería la primera vez que llegaba a una casa con un enorme “BRUJA” pintado con espray en la puerta principal o con una ventana acribillada por huevos o piedras. Pero no había nada. Torres suspiró.
Todavía quedaba una media hora para que el sol desapareciera del todo. El verano hacía que los días fueran eternos. Llamó al timbre y mientras esperaba miró a su espalda, ocupando el tiempo, sin esperar ver nada, pero atento a los detalles, tal como le habían enseñado. Fijarse en todo, en lo que no se fija nadie. Es una norma no escrita del trabajo, aunque el tedio y la desilusión hacían que fuera una tarea cada vez más difícil. Torres tenía un pie más fuera que dentro a estas alturas. Una investigación más que no llevaba a nada era todo lo que necesitaba para salir, para abandonar definitivamente. Aunque eso había dicho la última vez. Y la anterior. Pero, si lo dejaba ¿Qué sería de su vida? ¿En qué se convertiría el mundo? ¿Qué leyes lo regirían? Si decidía salir, abandonar la fe, perdía también su vida. No tendría brújula ni propósito.
Volvió a alisarse el pelo con la mano, a comprobar los puños de la camisa y a revisar su reloj. Se abrió la puerta y una mujer asomó la cabeza. Tenía un bebe en la cadera, de aproximadamente un año que estrujaba un trozo de plátano en la mano y lo miraba con confusión. La mujer frunció el ceño como intentando recordar quien era Torres. Él saludó con una sonrisa cálida, de las que inspiran confianza y se presentó como el doctor Torres, nuevo presidente de la asociación de vecinos. Ella tardó unos segundos en atar cabos y recordar que ya habían hablado previamente por teléfono. Él se disculpó por las horas, pero el trabajo no le había dejado salir antes. Ella le invitó a pasar, sonriente, se le había olvidado y estaba terminando la cena. ¿Quería quedarse a cenar? Torres rechazó la invitación, su esposa y sus hijos le esperaban, esto iba a ser solo una presentación informal. Ella dejó al niño en un juguete de estos que les permitía sacar los pies por debajo y andar. Se quedó tranquilamente sentado estrellando el trozo de plátano contra su cara sin lograr la hazaña de acertar en el interior de la boca.
Empezó a trabajar, a hablar mientras observaba. Sobre cuánto tiempo llevaban en el barrio, que él acaba de coger el cargo y quería conocer a los vecinos, que el barrio tenía mucho potencial. Todo charla barata mientras él analizaba cada mueble y cada cuadro. No había plan, estaba improvisando. A veces iba de frente, otras preferían una entrada más suave. Dependía de quien abriera la puerta, de lo que pidiera cada situación. La mujer volvió de la cocina y se soltó la coleta. Traía una jarra de agua y dos vasos. Preguntó si quería café, una infusión quizás. Torres negó con la cabeza, no hacía falta, pero gracias. Charlaron un poco más, sobre los vecinos. Le preguntó si ella tenía algún problema en el barrio, si había notado algo que mejorar o veía algún conflicto. Negó, pensó un poco y después dijo que en realidad sí, que estaría bien poner un semáforo o un estop en el cruce que había más adelante. Era peligroso, tendría que ir por ahí con su hijo para la guardería y no pasaba una semana sin que alguien tuviera un susto. Nada grave de momento, pero nunca pasa nada hasta que pasa. Torres asintió con la cabeza y comentó que no era la primera persona que se lo había mencionado, que desde luego tendría que hablar con el ayuntamiento.
El bebé empezó a llorar. Ambos se giraron para verle y contemplaron el trozo pocho y babeado de plátano en el suelo. El bebé movía el cuerpo intentando avanzar hacia él, pero sus rígidos bracitos nunca podrían alcanzarlo. Ella se levantó, lo cogió en brazos y en ese momento un olor putrefacto llegó hasta donde Torres estaba sentado. Ella arrugó la cara y se disculpó. Iba a subir un momento a cambiarle el pañal. El hizo ademán de levantarse para irse. Aquí no había nada que ver. Ella insistió en que iba a ser un segundo, que la esperase, de verdad. Él se quedó para no ser antipático y ella subió los escalones de dos en dos con él bebe quejándose, pero ya más tranquilo en los brazos de su madre.
Bebió un poco de agua. Los hielos tintinearon en la jarra cuando se sirvió de nuevo. Ojalá terminase ya el verano. Ojalá terminase todo. El salón tenía la mesa redonda donde estaba sentado, un sofá, una televisión, un mueblecito donde todo el mundo guarda una vajilla buena y luego un montón de cosas que no tienen un lugar específico, una ventana y una puerta al patio trasero. Se asomó para ver como el sol terminaba de ocultarse tras la valla cubierta de hiedra. El patio exterior tenía una terraza con dos sillas de metal y una mesa. Encima había un par de macetas y en el suelo un paquete de tierra para abonar. Pero el césped estaba descuidado. Seguro que lo arreglarían un poco más cuando el niño pudiera salir a jugar.
Dio una vuelta más por el salón. Esperó unos minutos tranquilamente ojeando los libros del mueble. Después se sentó a la mesa. Iba a comprobar cuanto tiempo había pasado cuando escuchó un golpe seco en el piso de arriba. Algo había caído y golpeado el suelo con fuerza. Esperó. Se asomó a las escaleras y miró hacia arriba. Vio un pasillo bien iluminado con un cesto con ropa sucia apoyado contra la barandilla. Preguntó si todo estaba bien. Nadie respondió. Preguntó de nuevo. El silencio era inquietante. Tampoco se escuchaban los balbuceos del bebé. Los pelos se le erizaron. Nada había cambiado, pero ahora parecía que estuviera solo en la casa. Miró la puerta de entrada. Podía marcharse, seguro que había un montón de explicaciones razonables para el ruido y la falta de respuesta. Pero este era su trabajo ¿no? De momento, hasta que lo dejase.
Subió los escalones con calma, sin molestarse en hacer poco ruido porque no quería asustar a la mujer. Su corazón se había acelerado, pero una parte de él era incapaz de preocuparse de verdad. No era la primera situación que parecía siniestra de primeras pero que resultaba no ser nada. Se había encontrado de todo después de tantos años. Había visto muy buenos trucos. Había desarrollado unos nervios de acero y había perdido casi toda la esperanza en encontrar algo realmente aterrador. Algo de otro mundo.
Cuando llegó a la planta de arriba miró la habitación que había justo a su izquierda. Un dormitorio de matrimonio. Con la cama bien hecha y tan solo una muda de ropa sobre la colcha. Normal. Siguió caminando. Pasó un baño que tenía la luz apagada pero la puerta abierta, vacío. El pasillo acababa en una ventana con vistas a la casa de al lado. A la izquierda estaba lo que debía ser la habitación del bebé. La puerta esta entrecerrada. Torres sintió frio. El estómago se le encogió un poco, parecía… ¿emoción? Llamó a la puerta al mismo tiempo que empujaba con suavidad. La habitación estaba iluminada con un tono anaranjado del ocaso que entraba por la ventana. Las paredes estaban pintadas de azul. Había un armario en la pared de la izquierda, una cuna en la pared de enfrente y un cambiador justo bajo la ventana de la derecha. Un cubo de basura vacío en la esquina y una alfombra de elefante en el centro. Del techo colgaba una lampara de papel blanco. No había nadie dentro.
Entró en la habitación mientras abría los cierres de su maletín. Se acercó con paso tranquilo hasta la cuna. Dentro, arropado por una manta de cuadros azules y amarillos estaba el niño. Salvo que no era un niño. Era un muñeco de porcelana idéntico al bebé que había visto en la planta baja. Tenía los ojos y la boca cerradas, pero se veían las hendiduras de los mecanismos en su delicada piel. Miró la papelera vacía que había a su derecha y vio que en el fondo yacía el trozo de plátano, ahora marrón y oxidado. Una brisa fría le rozó la nuca, pero no se dio la vuelta. Estiró el brazo para destapar el muñeco y encontró bajo la manta un papel doblado.
El muñeco lo tenía cogido con sus pálidas manitas, pero no ofreció ninguna resistencia cuando Torres se lo quitó. Dejó el maletín en el suelo, apoyado contra la cuna y desdobló el papel. La puerta de la habitación se cerró de golpe, Torres siguió sin moverse. Tenía los ojos fijos en la hoja. Pasó la vista por cada línea, reconociendo su letra, sus palabras. Le dio la vuelta, buscando una explicación. Tenía en sus manos su propia carta de renuncia, aquella que tantas veces había escrito en su cabeza. La definitiva. La que iría directa al buzón.
Sintió como algo punzante le atravesaba el estómago. Se apoyó sobre la cuna sin soltar la carta mientras su sangre empezaba a escaparse. La manta se tiñó de rojo. Bajó la vista hasta su estómago y vio tres cuchillas negras, duras y angulosos como la piedra, tres veces más largas que cualquier dedo normal, que sobresalían de su vientre. Las garras, estaban empapadas de su sangre oscura y pasaban por entre los barrotes de la cuna, goteando sobre el muñeco. Un susurro en su espalda. Gracias por darle un cuerpo a mi bebe. Ahora podrá crecer. Podrá salir a la calle. Podrá sentir la brisa y podrá hacer amigos. Gracias por dedicarnos esta última visita doctor. Torres notó como caía. No sintió sus piernas doblarse, pero si su cabeza al chocar contra los barrotes. Intentó alcanzar el maletín. Pero era tarde. La sangre salía a borbotones, acelerada por su pulso frenético. Lo había encontrado. Había encontrado algo más. Su mundo había terminado, pero al menos ya no estaba perdido. Sonrió.
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