Encrucij(illos)

Encrucij(illos)

Acaito

05/10/2025

Nadie recuerda el primer día en que la ciudad se queda sin primavera. Sólo sabe uno que, cuando al fin llega el sol, lo hace cansado y con una tos antigua. #bocadillo

Aquella mañana, Inés Cardona salió de la pensión con dos certezas y una piedra en el bolsillo. Las certezas: #bocadillo. La piedra: #bocadillo. El conserje, que la había dejado pasar a cambio de dos dólares y un flirteo flácido, dijo que era un “recuerdo de Perú”. Inés la llamó “piedra talismán” para no llamarla “piedra cualquiera”, porque venderle dignidad a los objetos ayuda a que trabajen.

El encargo venía con membrete. “Efraín Torre y Asociados. Arquitectura e Inversiones”. Nadie en Arkham daba ese nombre sin sonreírse. Señor Torre, lo llamaban, como si el apellido fuera título nobiliario o truco de cartas. #bocadillo. Allí la esperaba.

Antes de llegar, Inés tenía que pasar por la Biblioteca de la Universidad. No por libros, sino por un hombre que olía a papel nuevo y discutía con los índices como si fueran rivales deportivos: el profesor Adalberto Grahn. #bocadillo

—Te he llamado toda la noche —le dijo él sin saludar—. He leído sobre eso que llevas en el bolsillo. Los incas lo llamarían huaca. Los pueblos vecinos, “ojo seco de dios”. ¡No lo saques! —grañó al ver que Inés tanteaba la piedra—. Si has de ver al Señor Torre, te conviene ir ligera de promesas.

—Lo advertiré a mi bolsillo —dijo Inés.

—No te burles. Ese hombre colecciona juramentos. Los compra, los empeña, los revende. Cuando dice “te prometo”, te abrocha a su calendario.

—Está bien. ¿Qué quiere de mí?

—Un libro. Maldito quizás. Lo llaman “Promesa de poder”. No es un título, es una especie de instrucción. Cada vez que se abre, exige algo a cambio. Una nimiedad al principio; luego, la cuenta sube. Alguien lo trajo a Arkham durante la guerra. Se guarda mal en vitrinas y peor en la memoria.

—¿Y usted lo ha leído?

Grahn parpadeó despacio, como quien prefiere dejar pasar el sol a través de la cortina.

—He visto su cubierta. Es cuero de ningún animal. Huele a habitación recién vaciada. Si vas a la torre hoy, llévate un plan para bajar. Y no aceptes té.

Inés asintió porque le parecía la clase de consejo que se niega de inmediato y se obedece al rato. #bocadillo

Un camión con tablones frena con chirrido y un niño, pelota en mano, mira sin mirar desde la acera. Inés sabe medir esas distancias. Si corre, llega. Pero al otro lado del paso de cebra la espera un hombre, sombrero ladeado, que le hace un gesto discreto. El gesto dice “Carta”. El gesto dice “Se acaban los minutos del profesor”. Pero… #bocadillo

La ciudad no se aceleró ni se detuvo. Simplemente la dejó decidir. Inés puso el pie en la calzada y gritó:

—¡Ey!

El chófer la vio a ella antes que al niño. Frenó por instinto. Los tablones vibraron como dientes de piano. La pelota, que iba a escapar, quedó atrapada bajo una rueda sin tocarla. El niño la miró como si hubiese hecho un truco de salón.

—No cruces en rojo, campeón —dijo Inés, devolviéndole la pelota—. Y no confíes en señores con sombrero. Ni en señoras con prisa.

El hombre del sombrero la observaba al otro lado, más triste que reprobador. Ella cruzó ya sin correr.

—Señorita Cardona —dijo él, tendiéndole un sobre—. Del despacho del Señor Torre. Le diría que llega tarde, pero eso es imposible con él. Le espera a la hora que le convenga.

El sobre pesaba como un rumor. Dentro, una tarjeta con el dibujo de un rayo cayendo sobre una torre y, al reverso, tres palabras: “¿Acepta la promesa?”

Subió a la torre con la sensación de estar dentro de una probeta. #bocadillo

El despacho del Señor Torre era un observatorio donde no se miraban estrellas. #bocadillo En el centro, un hombre de traje claro y corbata discretísima sonreía con dientes discretos. Los discretos, aprendió Inés, son los más peligrosos.

—Señorita Cardona —dijo con voz que era café sin azúcar—. Gracias por venir a mi casa.

—Es su torre. Las casas no hacen sombra a tres barrios.

—Una torre también puede ser casa, si uno se comporta con cortesía. Y una casa puede ser trampa, si uno olvida los modales. —Se inclinó apenas—. Llamo a mis proyectos “torres” porque creo en la verticalidad. El mundo es una escalera con peldaños nítidos. Subir y bajar deben ser actos conscientes.

—Yo uso más las puertas. ¿Qué quiere de mí?

—Un libro. Y no cualquier libro. Quiero que me diga si alguien ha intentado moverlo sin permiso.

—¿La Promesa de poder?

El hombre entrecerró los ojos apenas, como quien percibe un golpe de viento en una habitación sin ventanas.

—Veo que el profesor Grahn no perdió el tiempo. Sí, ese libro. He oído que usted es confiable. Que concluye trabajos discretos sin abrir cajones ajenos. Si me confirma que el libro sigue donde está, le duplico al contado su tarifa.

Inés pensó en la bola de polvo que llamaba “desayuno” y en la bañera sin tapón de la pensión. #bocadillo

—Té —dijo Torre, y no sonrió—. Blanco, sin azúcar.

Recordó a Grahn. Miró la taza como se mira un perro ajeno: con respeto y reserva.

—Prefiero café —mintió.

—En mi torre, el café lo toma el personal —dijo él, retirando la bandeja con la eficiencia de quien no se ofende—. Permítame mostrarle algo, entonces.

La llevó…#bocadillo

—No está aquí —dijo Inés.

—No —admitió Torre—. Este es el hueco de su sombra. El libro, como usted sabrá, es itinerante. Aparece donde la gente tiene ganas. No está en mis vitrinas, pero está en mi mundo. Y he oído que en las últimas cuarenta y ocho horas alguien le ha susurrado y él ha respondido.

—¿Qué gana usted si yo lo encuentro?

—Orden. —El hombre se alisó un pliegue inexistente en el traje—. La gente cree que odio el caos. En verdad lo administro. El caos, bien colocado, produce forma. Igual que el miedo.

—Y si me niego.

—No se negará. —Se inclinó sobre el aparador vacío—. Ya ha escogido en la calle. Cuando uno elige, sigue eligiendo con más facilidad. Es así como se suben las escaleras.

Inés quiso decirle que había salvado a un niño, no su plan de vida, pero el comentario sonó de pronto vulgar en la cabeza. En su lugar, dijo:

—Necesito mirar el lugar donde cree que estuvo por última vez.

—Fábrica Renshaw, ala norte. Medianoche. Iré preparado con discreción. Tráigase… su piedra.

Cuando bajó a la calle, Arkham tenía una luz que engrasa los porches y hace charco en el filo de los cuchillos. Pensó en llamar a Grahn, pero no quería añadir pánico a su merienda.  #bocadillo

Caminó hasta el barrio de los malecones secos, donde los barcos se quedan varados como abuelos que no quieren volver a casa.

Encontró a Rebeca, la única amiga que no le debía dinero. Rebeca, que conocía todas las cerraduras del condado y la mitad de las plegarias.

—Dices “fábrica” y yo escucho “escaleras sin baranda” —dijo Rebeca—. Me encanta. ¿Vamos?

—No. Esto es trabajo sucio. Pero si oyes sirena en Renshaw sobre medianoche, no seas curiosa. Sé valiente desde tu cama.

—Sí, mamá. ¿Y lo otro?

—Lo otro es un libro que promete cosas. Si lo ves, no lo abras. Ni lo enseñes. Ni le digas tu apellido.

—Qué graciosa —dijo Rebeca—. Como si no supiera escribir con el alfabeto del miedo.

Llegó la medianoche y el ala norte de la vieja Renshaw tenía la respiración de un animal recién despertado. Ventanas tapiadas, pero con tablones flojos. #bocadillo

El Señor Torre llegó sin ruido, como si el ascensorista hubiera hecho horas extra. Traía un maletín que olía a madera complicada y guantes de piel suave. No saludó. La ciudad había entrado en fase lunar para no interrumpirles.

—Aquí estuvo —dijo Inés, señalando un catre con manta sin arrugas—. Alguien leyó aquí. Vea las marcas: la madera está más limpia donde habría reposado el lomo. Y mire los granos de polvo en el suelo. Parecen arroz, pero no son. Es polvo de promesa.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque no flota con el aire. Se cae con la culpa.

… #bocadillo

Cuando el reloj sin manecillas de la torre, inalcanzable pero audible, hizo su ruido de navajas afilándose, el espacio cambió de tamaño. En el catre apareció, con el descaro de quien vuelve a por las llaves, el libro. #bocadillo

—No lo toque —ordenó Inés sin tono.

—Siempre hay que tocar lo que se quiere —dijo él, con la seguridad de los que confunden conquistar con merecer.

Se acercaron a la vez. En la tapa, una sombra de letras parecía recomponerse al calor de los ojos. Inés leyó lo que no estaba escrito: “Promesa de poder”. Y oyó en la garganta un susurro que se parecía mucho a su voz de niña cuando pedía el último trozo de tarta.

La sala se inclinó como un barco al que apartan del muelle. El libro se abrió con un suspiro de hoja de puerta vieja. No tenía texto, sino una hoja en blanco con un círculo que latía. #bocadilloUna voz, que podría ser la del Señor Torre y podría ser la del ascensorista o la de Rebeca dormida, dijo:

—Una acción ahora o tres verdades mañana. Si tomas una, pierdes la otra. Si rehúsas, pagas con otra moneda.

En una encrucijada, de nuevo. O actuaba de inmediato, invocaba lo que fuera que ofrecía el libro y luego perdía… algo. #bocadillo

A Inés se le da bien contar historias que evitan decisiones. Pero esa noche le tocó decidir.

—Ahora —dijo. Porque a veces sólo se salva lo que se hace sin pensarlo.

El círculo del libro se ensanchó como una pupila. Un aire pesado, similar a la misericordia o al humo de fábrica, llenó la sala. Algo invisible le tocó la frente como cuando de niñas las tías comprueban si estás enferma. #bocadillo

El Señor Torre sonrió por primera vez con dientes de dueño.

—Prometido —dijo el libro, con la voz de una puerta cerrándose por dentro.

Hubo un ruido de vidrio y silencio. #bocadillo

—No debimos —dijo Inés.

—Siempre se debió —dijo él—. Mira.

Señaló al fondo. Algo que parecía un pasillo se había vuelto un pasaje. Daba a un patio que no existía, con escalones que descendían a una luz subterránea. Del otro lado, movimientos. #bocadillo

—Basta —dijo Inés—. Ya he visto bastante. Cerrémoslo.

—Lo cerrarás cuando subas —respondió Torre—. Lo solemne de una puerta es atravesarla.

Se encaminó abajo sin vacilar. Inés, que detesta seguir al guía cuando el guía se comporta como si no existiera el camino, lo siguió porque no confiar en él no implicaba dejarle solo.

Bajaron tres tramos. El aire se volvió una sopa de ecos. Al final, no había patio, había sala. No había escalinata, había bisagra. Y en el centro, un altar que era también mesa de trabajo con manchas antiguas de tinta o de algo que la tinta por pudor imita. #bocadillo

—El libro abre la fábrica —dijo Torre, satisfecho—. Y la fábrica hace cosas. No hablo de ladrillos. Hablo de pactos con buena letra.

Se acercó al ídolo como quien comprueba que el pan está bien horneado. Inés, por reflejo, le agarró el antebrazo. Cuando la piel del hombre tocó la suya, sintió la electricidad de un telón al levantarse. Y entonces lo oyó.

—Promesa de poder —susurró el espacio en una lengua que coincidía con la suya—. Si no puedes pagar, paga con miedo.

Inés soltó al hombre porque comprendió que cortar la cuerda a veces es lo único que impide que te arrastren. Dio un paso atrás. El ídolo inclinó un milímetro la cabeza o el aire fingió que lo hacía. El libro, que habían dejado arriba, decidió que ya estaban suficientemente presentados y se dejó caer por la escalera como una carta dentro de un sombrero. #bocadillo

De alguna parte, como si el suelo raspara contra sí mismo, llegó otra voz. Esta no ofrecía. Ordenaba.

—Señor Torre.

Él se irguió como si le hubieran llamado por un nombre íntimo. Inés entendió que no eran los vecinos los que le llamaban así, sino cosas antiguas que no distinguen entre título y pertenencia.

—Señor Torre —repitió la voz—. Suba.

Y obedeció. #bocadillo

Arriba, el libro esperaba con paciencia. Inés llegó con dos retrasos: el suyo y el de la esperanza. El Señor Torre estaba de pie frente al aparador vacío, con la mano en el pomo de una puerta que sólo existía cuando él la tocaba.

—¿Qué hay detrás? —preguntó Inés, no por curiosidad sino por contabilidad.

—Mi deuda —dijo él, y sonrió como los que se alivian pagando—. Y una vista excelente.

Empujó. #bocadillo

Inés comprendió, con la claridad que llega cuando ya no sirven las metáforas, que la ciudad era la baraja y el hombre, una carta: el Señor Torre. #bocadillo

El libro cambió de peso en el aire. Se inclinó hacia ella con modales de vendedor probado.

—Promesa de poder —susurró—. Toma. A cambio, pon un poco de noche en tu bolsa.

—No —dijo Inés, y el monosílabo le raspó la garganta—. Ya di.

—No diste tú —corrigió el libro—. Decidiste por él. Eso también es prometer.

En ese momento, dos cosas ocurrieron con impaciencia. #bocadillo

El Señor Torre se volvió hacia ella con la cara limpia del que ha tirado todas sus colonias. Sostenía en la mano un objeto que parecía un rayo de bolsillo.

—Baje —dijo—. Y llévate la piedra. Esta parte la hace el dueño.

Inés, que sabía perder con gracia, aceptó el mandato de salir viva. Bajó tres peldaños y entonces se detuvo. No le gustaban los finales donde uno se marcha y deja a los muebles decidir. Regresó. Extendió la piedra talismán hacia el libro, como quien ofrece a un perro algo para morder en lugar del tobillo. #bocadilloEl libro gritó con voz de puerta abierta contra el viento. Después, nada.

—Eso no estaba en el catálogo —dijo el Señor Torre con una serenidad incompatible con la arquitectura.

—A veces hay que devolver la promesa al objeto equivocado para que el objeto correcto te olvide.

La torre, fiel a su nombre, decidió que era buen momento para comportarse como las torres del tarot. Desde la base, un ruido subió como incendio sin fuego. #bocadillo

—Vámonos Torre—dijo.

Bajaron. #bocadillo

—Dije que no vinieras —jadeó Inés.

—No vine. Me trajo la sirena —dijo Rebeca—. ¿Qué has hecho? El reloj cree que son las doce todo el rato.

La calle fuera era ciudad y también exposición. Los vecinos miraban con esa curiosidad que se tapa los ojos al tercer minuto. No había fuego, pero llovían trozos de nervio de edificio. La torre no caía. #bocadillo. Inés vio que algunas vigas no eran de acero sino de frases bien sujetas por clavos de promesa.

Cuando todo terminó de moverse, la torre era la misma pero inclinada lo justo para parecer que escuchaba.

—Qué descortés —dijo el Señor Torre, y a Inés le pareció que hablaba de sí mismo.

La policía llegó con su repertorio de preguntas sin respuestas. Un agente apuntó a Inés y a Rebeca con la autoridad de quien no quiere líos y, por eso, pasa lista.

—¿Alguna herida?

—Solo en el orgullo —dijo Rebeca.

—Y en la hora —dijo Inés—. Tendremos que adelantar los relojes.

El Señor Torre, que nadie detuvo porque vestía el tipo de traje que evita esposas, se acercó a Inés.

—No me debes nada —dijo—. Ni yo a ti. Lo que se abrió, se abrió. Lo que se cerró, no tanto.

—¿Y el libro?

—El libro siempre encuentra dueño. Que hoy no sea yo es un accidente estadístico. —Hizo una pausa—. #bocadillo

Inés guardó la piedra, ahora lisa como si el calor hubiera licuado su memoria. Se preguntó si la ciudad le permitiría dormir. Se preguntó, también, si mañana llegarían las tres verdades prometidas por haber elegido “ahora”. La primera verdad llegó de inmediato: tenía hambre.

—Rebeca —dijo—. Te debo una cena.

—Tú me debes dos fines del mundo que me perdí —replicó su amiga—. Acepto empanadas.

Caminaron sin mirar atrás. No por estética, sino porque un cuello duele menos si no le enseñas acrobacias cada noche.

En el cruce de Garrison con South, donde por la mañana había detenido al camión, un nuevo cartel brillaba con pintura fresca: “Cruce vigilado”. Inés alzó la vista. El semáforo se puso en verde y luego en rojo sin intermedio, como si todavía dudara de qué lado estaba el futuro. Rebeca, que siempre hace la pregunta que uno no quiere contestar, dijo:

—Si hubieras elegido distinto esta mañana, ¿estaríamos comiendo empanada igual?

—No —dijo Inés—. Estaríamos comiendo sopa de hospital. Con pajita.

—Entonces brindemos por los instantes que duelen y te dejan elegir.

En la pensión, la gotera seguía practicando su música. Inés dejó la piedra sobre la mesa. Observó que ya no pesaba igual. #bocadillo

Se tumbó en la cama. No cerró los ojos. Decidiría dormir después de contarse un cuento sin moraleja. Pensó… #bocadillo

La segunda verdad llegó con el ruido pequeño de una carta bajo la puerta. La recogió. No había sobre. Una tarjeta, esta vez con la torre sin rayo y la frase al reverso: “A veces el poder es no abrir”. No firmaba nadie. Firmaba el silencio.

La tercera verdad, la más pesada, se sentó a su lado en la cama. No decía “culpa”. Decía “coste”. Había elegido ahora y había pagado con algo que todavía no sabía calcular. Tal vez un turno menos en esta vida. Tal vez tres verdades que la obligarían a nuevas encrucijadas.

Inés se rió sin ruido. En Arkham, reírse es una buena póliza. Apagó la luz. La gotera, obediente, ajustó su ritmo al de un reloj con manecillas. #bocadillo

En el sueño que vino, Inés caminó por un pasillo de fábrica que desembocaba en un campo abierto. #bocadillo

Ahg la mesa… No la miró.

Aprendería a jugar con cartas… boca abajo.

Votación a partir del 05/11

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