Una gitana con algo de bruja usurera me dio la dirección y también un consejo mientras guardaba el par de billetes…”no vayas”
¿Qué tanta weá? ¿Qué es lo peor que me puede pasar? Me pregunto.
Razonar no es uno de mis atributos. Además, nunca he sido bueno para seguir consejos así que he llegado. La descuidada casona está en un lugar apartado, lleno de árboles mustios y grises, cuyas ramas desojadas parecen ser la raíz invertida de sus troncos deformados.
Me provoca escalofríos solo mirar esta decadente propiedad que alguna vez pudo haber sido acogedora.
Toco a la puerta con una velada esperanza de que nadie responda. Escucho cansados pasos interiores, alguien se acerca. ¡Maldición! estoy temblando.
La puerta se abre con un desagradable chirrido pesado.
Mis temores se acrecientan. Me recibe una anciana de cabello cano enmarañado y descuidado, su mirada pérfida me examina con burla. Me extiende su huesuda mano y me invita a pasar con fingida amabilidad.
Camino sobre una desgastada alfombra que silencia mis pasos. Me siento en una deteriorada silla que cruje lastimosa con cada movimiento.
Me cuesta respirar por ese desagradable olor a encierro y falta de ventilación.
―Son $30.000 ― Me dice con apatía.
“Creo que una de las moiras se alejó de sus hermanas”, pienso tratando de hacerme el gracioso.
¡No es momento de divertirse pendejo! Me digo a mí mismo.
“Aunque quizás esta pobre anciana sea mi destino”. Continuo con mis inoportunos pensamientos.
¡Basta de tonterías! vuelvo a regañarme en silencio.
Le entrego el dinero. Los recibe sin contarlos, con desprecio, arrugándolos.
―Espere― me dice sin mirarme.
Trato de controlarme para no salir corriendo del lugar.
Una puerta interior se abre con lentitud. ¿en qué momento salió la bruja?
La habitación me llama… dubitativo me acerco. ¿huevón, en que locura te metiste ahora?
―Adelante― Me dice un desconocido con una inoportuna sonrisa en su rostro.
Es un anciano encorvado, vestido con harapos que alguna vez parecen haber sido una vestimenta franciscana. Sus ojos de un brillo apagado se solapan bajo la capucha que cubre su calva.
No puedo evitarlo, todos los nervios de mi cuerpo me indican que huya, sin embargo… me quedo.
Doy un rápido vistazo a la habitación. Pequeñas ventanas traseras se ocultan con cortinas desgastadas, una discreta iluminación me permite ver paredes adornadas con cuadros empolvados.
El anciano se sienta en una antigua mesa iluminada por un par de velas. Con una mano temblorosa me invita a sentarme. Sus manos entrelazadas juegan con anillos en sus dedos atrofiados.
Sonríe… escudriñándome, puedo sentirlo, también siento mi corazón bombeando con fuerza.
Sobre la mesa dispone con pulcritud tres cartas.
Me mira con intensidad. Bajo mi mirada, incapaz de sostener la suya.
Se que debo elegir una. Las palabras sobran y eso, inexplicablemente me da algo de tranquilidad.
Siento mi respiración agitada. Mis pensamientos buscan una válvula de descompresión. No la encuentro, “no es hora de hacer chistes sobre esta situación… ¿chistes? Mira donde estás metido huevón, decide de una puta vez” me digo con apuro.
Debo elegir. ¡Hazlo, imbécil, hazlo! Repito con urgencia.
Las cartas esperan impacientes. ¿Mi respiración intensifica mis latidos o mis latidos intensifican mi respiración?” ¡huevón no te distraigas, enfócate, enfócate!
Trato de calmarme, tengo que tomar una decisión.
Una de ellas parece iluminarse.
«Ahí está la respuesta», pienso. Mi dedo tembloroso la señala.
El hombre de la capucha me mira y empieza a hablarme con voz grave y lejana.
Vuelvo a distraerme. ¿Se habrá quedado dormido o estará en trance?
¡Mierda! Pon atención. Huevón esta es la parte más importante, para eso viniste ¡pelmazo!
El anciano se ha dado cuenta de mi distracción, lo sé, y eso me atemoriza.
¿Cómo explicarle que ante el miedo, me paralizo? y mi mente sin que yo lo ordene empieza a protegerme creando la imagen de un payaso entreteniendo a su audiencia en una función de circo.
Da un gruñido desaprobando mi comportamiento.
A pesar de esto, continúa con solemnidad, aunque percibo que su ojo derecho empieza a temblar.
Estoy demasiado nervioso para entender lo que dice. De ese extraño lenguaje solo alcanzo a retener palabras sueltas: arcano, eones, sendas, destino, fortaleza, debilidad, tótem.
“Enfócate, enfócate” me repito con desesperación.
― El ritual ha terminado― finaliza decepcionado.
― ¿Eso es todo? ― Pregunto confuso y sin saber qué hacer.
Percibo cierta tristeza en su rostro.
El viejo se levanta y dándome la espalda continúa hablando con desagrado.
― La carta te ha dado dos caminos. Tendrás que elegir. Pensarás que ganarás, pero también perderás. Una de las sendas es un camino sin retorno ―.
Luego de un silencio incomodo me exige que me retire sin ninguna consideración.
Sé que me lo merezco, así que me retiro con la cabeza gacha, avergonzado y sin haber entendido una puta palabra de lo que dijo, no sin antes, robarme la carta que había elegido
¿Por qué mierda soy así? me recriminó sin mucha seriedad cuando voy saliendo.
Por el amor de Jazel.
El joven paciente sintió la profunda mirada de su amigo en la momentánea despedida. No supo entenderla: ¿tristeza? ¿enojo?
― Aun tienes tiempo de detener esta locura. Está bien que te digan el loco Pepe, pero esto… esto es demasiado. ¿Huevón como le vas hacer caso a gitanas y brujos estafadores? ¿Acaso no te das cuenta de la seriedad de esto? ― le reclamó gritando sin lograr entender la imprudencia demencial con la que actuaba su amigo de manera tan frecuente.
Este le sonrió con total despreocupación.
Entró una enfermera e interrumpió el momento. Chequeó por última vez los registros e instaló en la muñeca el brazalete con sus datos.
― En media hora vendrán por usted para trasladarlo al pabellón quirúrgico. ¿Alguna pregunta?
El pálido muchacho solo hizo un gesto negativo y cerró sus ojos.
Estaba preparado.
Todos sus pensamientos se enfocaron en Jazel, aquella joven que le había robado el corazón desde que la conoció y que había pulverizado esa irracionalidad, esa irreverencia que lo caracterizaba.
Su consuelo habitual era revivir una y otra vez aquel mágico momento en que conoció a esa diosa griega, y a pesar de la recurrencia de ese recuerdo, su respiración aún se descontrolaba… al igual que la primera vez.
El amor por esta muchacha parecía herir, no solo sus pensamientos, también sentía ese dolor en su piel, en cada respiro y en todos los latidos de su corazón.
No era solo una obsesión como tantas otras, de eso estaba seguro se decía a menudo intentando convencerse que sus cercanos se equivocaban.
Al principio quiso evadir ese nuevo e inconmensurable sentimiento, pero fue iluso al pensar que podía manejarlo. Su vida dependía con desesperación de ella.
Su payaso interior enmudecía y no se presentaba cuando más lo necesitaba. Estaba solo cuando se trataba de Jazel.
Formaban parte de un grupo de amigos en común y esto le facilitaba su cercanía.
Su sola presencia lograba hipnotizarlo y cambiar radicalmente su desfachatada conducta.
―¿Qué te pasa won? ― Escuchaba con frecuencia.
―¿Qué te importa metío culiao? ― Respondía tratando de cambiar de tema.
Salidas nocturnas frecuentes, tequilas, charlas prolongadas y risas honestas lograron convertirlos en amigos cercanos.
¿Se daría cuenta Jazel de sus sentimientos? ¿Lo rechazaría? solo pensar en esa posibilidad lo agobiaba de tal manera, que sus pensamientos lo trasladaban de inmediato a un rincón de su habitación donde se veía a si mismo acorralado en un rincón sin la presencia salvadora de su acido humor.
La senda elegida
La puerta se abrió. Entraron dos enfermeros. Luego de un simple saludo, lo tendieron en una camilla para trasladarlo al pabellón quirúrgico. La hora había llegado.
Las ruedas runruneaban con suavidad deslizándose sobre esa capa de plástico higienizado con frecuencia, mientras las luces parecían tintinear en la medida que avanzaba a su destino.
Respiró con profundidad.
Jazel volvía a presentarse sin invitación en sus recuerdos.
Había llegado el momento de declararle el amor que sentía por ella.
La noche había sido perfecta: risas, miradas frecuentes y la evidente cercanía de dos personas que parecen compartir demasiadas cosas en común.
Juntos se alejaron de sus amigos. La llevó de la mano hacia el exterior. Ella se dejó llevar sin oponer resistencia. Se detuvieron junto a una farola que perdía su luminosidad entre las ramas de un árbol mecidas suavemente por un frio viento de otoño.
Tomó las manos de la muchacha y las acercó a su pecho.
Se sorprendió de sí mismo, no temblaba como era ya costumbre al estar cerca de ella.
―Tengo algo que decirte.
La joven sonreía, pero al escuchar esto, sus ojos parecieron entristecerse.
Lo percibió al instante, parecía conocer cada leve expresión del rostro de la muchacha.
No era el momento de acobardarse, pensó con seriedad y esto lo obligó a aceptar algo que se negaba a reconocer, la presencia de su amada era quien lograba desvanecer esa esencia disparatada y sin filtros que lo caracterizaba.
Suspiró profundo. A pesar del nerviosismo las palabras fluyeron con decisión.
―Te he amado desde la primera vez que te vi.
Ambos se miraron en un silencio que pareció detener el tiempo.
― Cada minuto que no te veo, es un minuto en el que mi corazón muere un poco.
El joven sentía una nueva faceta, una desconocida. Podía convertir cada palabra en un tierno verso de honestidad. Quiso continuar, pero la joven puso un dedo en sus labios, rogándole silencio.
Lo miró con profundidad.
Por más que lo intentó, no pudo darle un significado a esa mirada lánguida, y eso lo perturbó.
Ella acercó sus labios con suavidad y rozó la boca del joven enamorado, luego besó su frente.
―Me siento privilegiada de que sientas esos hermosos sentimientos por mí, pero…
El muchacho sintió que su mundo se desmoronaba en ese preciso momento.
¿Amas a otro? ―preguntó con un temor que apenas podía disimular.
― No, no es eso― respondió Jazel con apuro. Tomó aliento antes de continuar.
―Me encanta estar contigo, eres una persona maravillosa…solo que.
La muchacha guardó silencio.
―¿Solo qué…?
―Soy lesbiana, siempre lo he sido y siempre lo seré.
El poder de la carta
―Buenas tardes, ¿Cómo se siente?
El joven volvió a la realidad.
El doctor explicó generalidades del procedimiento, pero eran palabras que parecían desvanecerse en la distancia. Nada le importaba… solo Jazel.
La máscara de anestesia se adhirió a su rostro y la cuenta regresiva empezó después de que sus pensamientos revivieran el momento en que había tomado esta trascendental decisión.
Vio caer algunas hojas de un árbol cercano.
Jazel se alejó incomoda y sus manos quedaron solitarias, ausentes de esa calidez de la que dependía su vida.
No podía articular ni siquiera un pensamiento, todo se volvió oscuro y se vio a sí mismo como una marioneta sin un titiritero que manejara sus hilos para protegerlo. Ya lo sabía, la muchacha sin proponérselo nuevamente había dormido su recurrente protector. Cerró sus puños con fuerza, luego pensó con absoluta seguridad «no podrá hacer lo mismo con el amor que siento por ella».
De pronto sus ojos brillaron de una extraña manera. Una gratificante epifanía desbordó sus pensamientos. Supo en ese instante lo que tenía que hacer por el amor de Jazel. Se le presentó tan claro como el amanecer después de una noche sin luna.
La carta que aun no entendía la llevaba en su bolsillo, la tocaba incesantemente con sus dedos, pero no se dio cuenta de eso.
Luego la anestésica oscuridad… cubrió sus pensamientos.
El joven abrió con dificultad sus ojos, parpadeó aun desorientado por la sedación. Luego de unos minutos de calma, sus pensamientos volvieron a la realidad.
Respiró con normalidad, sintió que alguien estaba a su lado sosteniendo su mano.
Su amigo sonreía tranquilo.
― ¿Cómo te sientes?
El muchacho no respondió. Buscó la carta del destino y la puso sobre su pecho. Luego retiró con lentitud las mantas que cubrían su cuerpo.
Miró con fascinación el vendaje en su entrepierna. Puso la carta frente a sus ojos
y extrañamente sus pensamientos por primera vez en mucho tiempo no estuvieron enfocados en Jazel.
Se dio cuenta de esto, pero no le importó.
¡Por qué mierda soy así? Pensó divertido y luego sonrió. Su viejo guardián estaba de vuelta.
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