“Parirás mil insectos. Ese será todo tu Poder” (maldición proferida a una joven sikh acusada de adulterio, antes de ser enterrada viva por la familia de su prometido)

I

Una mosca. Una mosca enorme, azul eléctrico, de alas transparentes, persistía posada en tu mano. Inmóviles, las dos.

Las tres, yo te observaba, igual que vos al moscón. Supuse que no te habías percatado de mi presencia. Me equivocaba. Levantaste la cabeza y fue como verle el rostro a la intemperie.

Para qué habré aceptado esos pesos miserables que me ofreció tu padre. Me queman, como a Judas.

II

– La chica está un poco… – tu padre hacía girar el índice en su sien. No me miraba.

– Desde que nació somos ella y yo, nada más, en el mundo. Estoy de paso en este pueblo, necesito trabajar y no confío en nadie que la acompañe mientras me ausento, excepto usted. No es mala, pero le cuesta hacerse de amigos. Les ha tomado demasiada afición a los libros y le suelen venir ideas raras a la cabeza. Tengo miedo de que haga alguna locura cuando esté sola. Le pago lo que me pida.

Escupió en la tierra.

– ¿Qué dice?, – dijo, mirando el piso.

– Quiero ver a la chica, primero – dije.

– Allá, en la habitación del fondo – Lo dijo o lo señaló con la cabeza. Quemaba el sol de enero.

III

“¡Insensatos, no levanten terraplenes a la Luna!” (un loco, en Chasquivil)

Solo Dios sabe desde cuándo te venía rondando esa idea en la cabeza. Preparábamos un pastel de manzanas para tus quince (¿con quién lo ibas a festejar sino conmigo?) Te cortaste la yema del pulgar con la tapa de plástico del frasco de dulce de leche. Sangrabas. Te dejabas sangrar, arrobada, en la pileta de la cocina.

Me hablaste. Tu voz tenía mil años.

– Lo que yo quiero, María, no es volar, lo que yo quiero es escurrirme. Como se escurre el Anichil, o se me va esta sangre mía, ahora. ¡Si hasta la torre más inexpugnable caerá!, pero ¿qué fuerza le hará frente al Anichil el día que vire el cauce y se desboque? – Veías bajar un agua roja de la pileta al desaguadero, tus enormes ojos negros bien abiertos; la sangre no paraba de manar.

– Hay que curar eso – dije, como quien barre, apurada, el error de un estropicio.

Continuamos con el pastel. Y otra vez la burra al trigo.

– Qué pena que no seas libre como el río – te mirabas el apósito en la herida.

Levantaste la cabeza. Tu voz tenía un millón de años.

– Es la sangre que está encerrada en nuestro cuerpo, María, que puja por salir. De ahí el ahogo nuestro, ¿lo sentís?

Pero no me hablabas a mí realmente.

IV

“En un pueblo de Santiago del Estero vi, en una canilla reseca, unas moscas que hubieran dado todo por una gota de agua” (R. Zelarayán)

Te vi. Acuchillabas el cactus de los fondos de tu patio. Habrán sido, calculo, veinte, treinta puñaladas. Mecánicas, rítmicas, constantes. Jadeabas, arrodillada en el sopor de una tarde de febrero. Vi cada incisión, vi cómo brotaba de cada una un agua verde, transparente, vi enormes gotas de agua que desaparecían apenas impactaban sobre este talco gris al que llamamos tierra. Vi cómo te reías, morena, sudorosa.

De espaldas a mí, me hablaste:

– Él también debería dejar que sus aguas sean libres.

– Vamos – te dije.

Viniste, dócil. Te tomé de la mano. Temblabas. Calenté toda el agua que pude en un fuentón y te obligué a bañarte. Limpia, seca, perfumada, todavía temblabas.

V

Te gustaba sangrar. Eras feliz con los sangrados naturales. Ovulaciones periódicas, juveniles sangrados de nariz, heridas inocentes, te fueron ocupando poco a poco el pensamiento. Llegaste a no pensar en otra cosa.

Me decidí, le hablé a tu padre de esos místicos sangrados tuyos.

– ¿Qué hacemos? – me dijo.

– Hay que llevarla a que alguien la vea.

– El cura.

– No confío en el de este pueblo.

Dije, definitiva:

– Un médico. Lo que necesita esta chica es un médico.

Tu padre hizo silencio. Los dos sabíamos que para conseguir algún médico decente había que bajar los casi treinta sinuosos kilómetros que nos separaban del valle del Anichil.

– Mi camioneta está averiada, pero con suerte en un par de días la pongo en marcha – dijo tu padre.

– Mientras tanto, no nos deje solos – me dijo, aunque creo que no llegó a decirlo, se le quedó trabada la voz en la garganta.

VI

¿Por qué, mil veces por qué – me digo y me maldigo – te dejé sola aquella noche?

Nuestras casas eran linderas, apenas separadas mitad por un alambrado medio caído, mitad por un tapial ladeado, bajo, de ladrillos desparejos, sin revocar.

No fue un grito humano, el grito de tu padre fue la injuria de un dios.

VII

Aún hoy no sé cómo llegué, descalza y semidesnuda, aquella madrugada, al cuarto miserable donde dormías.

Tu padre ya no gritaba. Temblaba, duro, arrodillado, los brazos caídos al costado del cuerpo, los ojos puestos en un punto imaginario de la pared descascarada.

VIII

Sangrabas. De las muñecas, de los brazos, de las piernas. Cicatrices como ríos te recorrían el vientre, las manos, el rostro (la espalda, ¿cómo habrás hecho para llegar hasta tu espalda?)

Pero para vos no había sido suficiente. Harta, quizás, de tajos tímidos, aquella madrugada luminosa te infligiste esa incisión en la garganta que disparó aquel chorro irremediable. Un moscón enorme libaba de la sangre que manabas. Inmóvil, en el piso, recostada en la pared, los ojos negros bien abiertos, las palmas hacia arriba como quien constata una lluvia que vacila, eras un animalito del monte al que la perrada había despedazado. Y esa mirada tuya, a la intemperie.

Sé que no me quedé, que salí a la calle, que grité. No sé qué debo haber gritado, quizás pedí ayuda, quizás solo grité. Ya clareaba, un pastorcito arreaba cabras calle abajo, un camión medio dormido tiraba de un carro viejo cargado de piedras, cuesta arriba. A lo lejos subía una columna de humo, algo se quemaba en Casabindo. Sentí frío, ahora yo también temblaba. Me sentí mareada, tuve náuseas. Después, no recuerdo más, me descubrí en el piso, con sangre en una sien y la blusa empapada de algo que apestaba.

Epílogo

“Envidio a mis cabras, ellas pueden vivir en lo que son” (una torsión del Tao, oída al pasar de un arriero del Purmamarca)

No vi más a tu padre después de lo ocurrido. Yo sigo acá, en Tacna. Vivo. Vivimos. Vamos y venimos. Les veo las caras. Pienso a veces, Inesita, que, vivamos donde vivamos, somos sapos adentro de un pozo.

Coda (berceuse)

Gritaba y se reía. Sangraba, temblaba y se reía…

Primero fue un manantial de un rojo espeso, espumoso, joven. Después (pero vos no podías verlo, ya estabas muerta) la sangre transmutó del rojo al negro. Dura costra coagulada sobre la que después resplandecerían aquellos moscardones azules. Moscas y moscones que irían a posarse sobre tus muslos, sobre tu vello, sobre tu cara, sobre tu boca que aún conservaba la sonrisa y por la que penetrarían, alados, azules y violetas, enormes moscas de la gula y del deseo, ángeles de alas transparentes empapadas de rojo y negro (cada vez más negro y menos rojo) entrando y saliendo, entrando y saliendo, hasta que, incapaces de volar, se dormirían sobre tu cuerpo, saciados de libar la leche negra que una puérpera suicida jamás les ofrendó. Niña muerta, vestidito final hecho de moscas. Río seco, costra quieta, madre muerta, mosca azul. Mi niña, mi arrorró. Mi sol.

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