
Han pasado seis meses desde lo de Ed y todavía me estremezco al pensar en ello. Recuerdo que por aquel entonces la primavera ya había hecho acto de presencia, aunque de forma muy tímida, puesto que los días soleados eran escasos y la persistente lluvia se resistía a abandonarnos. En esos contados días de sol solíamos ir a aquel lugar a fumarnos los primeros canutos, ocultos de las miradas de los mayores y de los chivatazos de los pequeños, que por unos míseros centavos, eran capaces de vender su alma al mismísimo diablo. Nuestros padres nos lo habían prohibido expresamente, porque, según decían, en ese lugar se había visto por última vez a personas luego dadas por desaparecidas, pero eso a nosotros nos traía sin cuidado, pues no éramos conscientes del peligro. Sí, nos encantaba ir al viejo hotel, o mejor dicho, a lo que quedaba de él, puesto que tan sólo permanecían en pie su estructura y su puerta giratoria, que, a pesar de los años, seguía conservando su antiguo esplendor. Hecha de madera de secuoya, cristal y reluciente latón, permanecía incólume al paso del tiempo y semejaba ser el pilar que soportaba el peso del ruinoso edificio. Hasta la cera de la que estaban impregnadas sus maderas parecía recién aplicada. Siempre me he preguntado cómo se ha mantenido en ese estado a través de los años.
Cierto día, Bruce, Ed y yo nos reunimos en el hotel para liarnos unos petas y hablar de chicas, nuestro tema de conversación preferido junto con el juego del Arkham. Siempre nos entreteníamos en la puerta giratoria, dando vueltas y vueltas hasta que acabábamos mareados y riendo como hienas. Teníamos un juego muy particular que consistía en meternos cada uno en un cubículo y hacerla girar lo más aprisa posible. Debíamos, en un alarde de habilidad y rapidez, pasar al siguiente cubículo cuando la puerta pasaba por la abertura de entrada o salida. Así, el que estuviese anteriormente en ese apartado, quedaría eliminado. Como si comieses ficha en el parchís, vamos. Ganaba el que “comía” al último rival.
Ed era sin duda el que mejor lo hacía y, salvo rara excepción, el que ganaba todas las partidas. Era rápido como una gacela y contaba con unos reflejos endemoniados. Si alguna vez perdía se debía a que estaba demasiado petado o porque había perdido la motivación. Aquella tarde había fumado más de la cuenta pero aún así lo había ganado todo. Convenimos en echar la última partida e irnos para casa, ya que estaba anocheciendo y nuestras familias nos esperaban para la cena. Ed tardó poco en eliminar a Bruce, pues a la quinta vuelta ya se había metido en su celda. Bruce, malhumorado, salió y se quedó mirando con el ceño fruncido el final de la partida, como si no supiese ya su desenlace. Había entre Ed y yo un habitáculo vacío que me daba de momento cierta tranquilidad, aunque con él nunca se sabía. Consiguió entrar en el siguiente y ya me tenía a tiro, pero logré volver a poner uno de por medio. Así transcurrió la partida durante un buen rato. Al final, exhausto y sin aliento, me alcanzó, y el juego terminó. Salí de la puerta y me dirigí hasta donde estaba Bruce. Ahora mirábamos los dos cómo Ed daba varias vueltas de honor levantando los brazos como el triunfador que era. “Has perdido otra vez, pringao -le oímos decir entre risas- ¿Dónde están tus mágicos poderes?, ¿Qué ha sido de ellos? Ya ves para lo que te han servido”. Ed se refería a mis extrañas habilidades mentales, al poder de mi mente, pero no hice caso a su provocación; callé y le dejé despotricar a su antojo.
Cuando la sección donde estaba Ed se abrió a la entrada, éste quiso salir, pero la puerta dio un acelerón -o por lo menos eso nos pareció a Bruce y a mí- y lo cogió por el cuello. Quiso zafarse, pero la puerta ejerció más y más presión. Vimos como en un abrir y cerrar de ojos su cabeza estallaba como una sandía, y sus sesos, liberados de su reclusión, bajaban lentamente por el cristal. La puerta cedió al fin y el cuerpo de Ed cayó como un saco. Entre tanto, su cabeza, seccionada limpiamente, permanecía en alto, incrustada entre el armazón y las hojas verticales de la puerta giratoria. Los ojos se le habían salido de las órbitas y colgaban como claras de huevo en una masa informe y sanguinolenta. Viendo el horror, nuestros ojos, a pesar de no haber sufrido daño alguno, no ofrecían mejor aspecto que los de Ed. Salimos de allí corriendo y tropezando con todo lo que se cruzaba en nuestro camino.
Volvimos al hotel a la mañana siguiente, pensando que la policía y un enorme gentío estarían allí reunidos, pero no, no había nadie y el cuerpo de Ed y sus sesos machacados habían desaparecido sin dejar rastro. Bruce me dijo esa misma mañana que quería volver a entrar y saber el porqué de lo sucedido. Quería comprender y no limitarse a callar y dejarlo pasar. Intenté disuadirle diciéndole que eso era precisamente lo que aquella maldita puerta quería. No me hizo caso y varios días después lo dieron también por desaparecido.
Nunca comenté lo sucedido con nadie, ni siquiera con mis padres ¿De qué hubiera servido? ¿Cómo iba a decirles que la gente no desaparecía porque sí y que todo era culpa de una maldita puerta asesina? Me tomarían por loco. Además… si todo había sucedido como yo decía ¿Dónde estaban los cuerpos?
A veces paso por el viejo hotel y me detengo a contemplar la puerta, pero sin atreverme a traspasarla. La miro fijamente y sé que el ente que la controla me mira también a mí, retándome. A pesar del tiempo transcurrido sus cristales y su latón siguen tan impolutos como aquel fatídico día en que se ensañó con Ed. Noto cómo un escalofrío me recorre el cuerpo de arriba abajo, cómo una poderosa fuerza demoníaca me atrae y me invita a entrar. Estoy en una encrucijada, sin saber qué hacer, sin comprender qué camino debo elegir. Lo más razonable sería olvidarse de todo, de las muertes de Ed, de Bruce y de todas las personas que han seguido su suerte, pero no estoy para razonamientos. No después de esto. Sé que se ha cobrado muchas vidas y que posiblemente se alimente de las almas de sus víctimas. Sé que tiene que haber una poderosa razón para que todavía siga ahí, aguantando de un edificio del que apenas quedan unas cuantas piedras en pie. Sé, también, que un día de estos su magnetismo me atraerá con tanta fuerza que me será imposible escapar. Ese día sabré si estoy a la altura. Ese día mediremos nuestras fuerzas y ajustaremos cuentas.
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