I.
Apretó la mandíbula hasta que sintió cómo la muela se fracturaba. Se puso la máscara y se permitió un atisbo de tristeza. El señor Torre había sido más que un dios. Había sido lo único que lo separaba del vacío.
Hundió las manos en el balde y cubrió su pecho con sangre.
Tomó las cabezas. Primero las llamas, ojos vítreos con la película blanca de la muerte reciente. Luego las cabras, con cuernos que aún conservaban mechones de pelo. Los perros, mandíbulas abiertas en aullidos eternos. Los cóndores, picos abiertos, gargantas negras que parecían pozos sin fondo.
Las fue apilando. Un compañero le corrigió: solo dos por montón. Él asintió.
Cuando todas estuvieron colocadas, el más viejo reveló la última ofrenda. La cabeza de puma. La depositó en el centro, sobre un pedestal de piedra.
Esperaron.
Siete niños descendieron. Los ancianos emergieron detrás.
Los examinaron bajo el parpadeo de las lámparas de keroseno. Palparon axilas, ingles. Separaron nalgas, abrieron párpados.
Tres lloraron. Fueron expulsados.
Quedaron dos niños y dos niñas.
Uno de los ancianos permitió que la luz se hiciera más intensa. Las cabezas se revelaron.
Un hilillo de sangre aún brotaba del cuello del puma, serpenteando hasta casi lamer los dedos descalzos de los niños.
Contuvieron el aliento. No podían moverse.
Salieron de las sombras. Caminaron. Se arrastraron. El roce de sus cuerpos contra la tierra producía un susurro húmedo. Cada uno emitía un zumbido gutural.
Uuuuuhhhh. Grrrrrraaaaah.
El primer niño comenzó a temblar. Convulsiones que le sacudían todo el cuerpo. Su boca se abrió en un grito sin sonido: solo un hilo de baba brillando a la luz de las antorchas. Se orinó. Un anciano lo agarró del cabello y lo arrastró hacia las escaleras.
Descartado.
Siguieron deslizándose, acercándose.
Él alzó la cabeza del perro. La sangre goteó sobre el empeine de una niña. La niña soltó un jadeo que se convirtió en aullido, y se rascó la mancha con desesperación hasta arrancarse la piel en tiras.
Una anciana la envolvió con su manto y se la llevó. Los gritos de la niña resonaron hasta que fueron abruptamente cortados.
Descartada.
Solo quedaron dos.
El niño, rollizo y fuerte, apretaba los puños con tanta fuerza que sus uñas atravesaron sus propias palmas. Mantenía la mirada fija en sus pies, pero sus ojos se movían frenéticamente bajo los párpados semicerrados. Su pecho subía y bajaba con un ritmo desquiciado.
La niña. Delgada, pálida. No apartaba la mirada de ellos.
Él se desprendió del círculo. Tomó la cabeza del cóndor. La acercó al rostro de la niña. El pico ensangrentado rozó el labio superior, dejando una mancha carmesí. El aliento del animal muerto le golpeó directamente la nariz.
Ella no se inmutó.
Él guturó más fuerte. La nota hizo que el niño se tapara los oídos con las manos ensangrentadas, manchándose el rostro de rojo.
Uuuuuhhhh. RRRRAAAAAHHH.
La niña ladeó la cabeza. La comisura de sus labios se tensó. Un destello de familiaridad cruzó su rostro, fugaz, casi imperceptible.
El niño, al ver esa expresión, vomitó. Una arcilla amarilla mezclada con sangre se desparramó sobre el suelo. El anciano lo tomó del brazo y lo sacó a rastras. El niño dejó de resistirse a medio camino de las escaleras.
Solo ella quedó.
Entonces su nombre fue pronunciado:
Samay.
Cerraron el círculo a su alrededor. Comenzaron a girar. El zumbido se volvió rugido.
La niña no los siguió con la mirada. Con calma, caminó hacia el pedestal. Alargó su brazo y hundió su mano en la herida abierta del cuello del puma.
La carne cedió con un sonido húmedo, como si el animal estuviera exhalando por última vez.
Cuando retiró la mano, sus dedos brillaban, empapados hasta la muñeca. Hilos de sangre colgaban entre sus dedos.
Se los llevó a la boca. Los lamió. Lentamente. Limpiando cada dedo.
Uno de los ancianos se retiró y regresó con una mujer.
La madre de Samay.
Al verla, la mujer dejó escapar un sollozo. Se mordió el puño hasta que los dientes atravesaron la piel, hasta que su propia sangre le corrió por la barbilla y goteó sobre su pecho.
Samay sería el señor Torre.
Samay sería todo.
II.
Al día siguiente, frente a la iglesia, se congregó el pueblo entero. Doscientas almas: los ancianos cargados en sillas, los niños colgando de las espaldas de sus madres.
Dentro, el padre Justino vestía una casulla púrpura con bordados. En sus manos temblorosas sostenía un crucifijo y un libro. A su alrededor, dos acólitos con túnicas blancas sostenían incensarios de donde brotaba un humo espeso que olía a copal y muña.
Y luego, rodeada de siete hombres que temblaban bajo su peso, el trono.
Él se acercó y puso su hombro bajo la estructura. La madera de queñua estaba tallada con figuras obscenas: ángeles de rostros alargados, alas diminutas que parecían extremidades atrofiadas. Las figuras se retorcían entre expresiones que eran éxtasis y agonía.
Sentada en el trono, vestida con una túnica blanca, coronada con plata incrustada de turquesas y obsidiana, estaba Samay.
La procesión comenzó.
El padre Justino encabezaba la marcha, con el crucifijo alzado y los labios moviéndose en una letanía continua que sonaba más a súplica que a oración:
«Kyrie eleison. Christe eleison. Taytanchis qampaqmi mañakuykiku…»
«Señor, ten piedad. Cristo, ten piedad. Padre nuestro, te suplicamos…»
Pero las palabras salían huecas, vacías de fe.
Detrás, los acólitos balanceaban los incensarios, esparciendo una niebla espesa que se confundía con las nubes bajas.
El pueblo caminaba en dos filas paralelas. En sus manos llevaban ofrendas: hojas de coca, fetos de llama arrancados del vientre materno, secados al sol hasta quedar rígidos. Botellas de chicha fermentada. Flores de kantuta roja.
Una anciana, doña Gregoria, caminaba junto al trono, murmurando el pago a la tierra:
«Pachamama, kay haykata chaskinki. Ñuqanchista waqaychawaykú. Yachasqanchista mana qunqaychu…»
«Madre tierra, recibe esta ofrenda. Cuídanos. No olvides lo que sabemos…»
El camino hacia la cueva ascendía por el costado del Wamani. Las piedras estaban sueltas, el barro resbaladizo. Varios hombres se alternaban en el peso del trono, compitiendo.
Pero él, mientras caminaba con el hombro sangrando, solo repetía en su mente:
«No la mires.»
Sus uñas se hundían en la madera de queñua, buscando un dolor que lo alejara de aquella necesidad.
El viento aumentó, trayendo susurros.
Después de dos horas de ascenso, la procesión llegó a la boca de la cueva.
La entrada era una grieta tan estrecha que tuvieron que inclinar el trono para pasar. El padre Justino entró primero. Los acólitos lo siguieron, y el humo se arremolinó en la oscuridad, iluminado apenas por las antorchas.
Dentro, la caverna se abría como una capilla natural. El techo, alto y húmedo, goteaba sin cesar: un ritmo acuático acompañando el ritual.
Pero lo que dominaba el espacio era la cruz.
Clavada en la pared posterior de la cueva, sobre una fisura en la roca. Los conquistadores españoles la habían colocado en 1548, declarando el sitio «purgado de idolatría pagana».
Era de cedro. Medía cuatro metros de alto por dos de ancho. Y clavada en ella, con pernos de hierro, estaba la efigie de Cristo: tallada en mármol de Huamanga y alabastro, una obra de arte.
O al menos, lo había sido.
Lo que colgaba ahora era una abominación.
Desde la fisura en la roca, un árbol había crecido. De corteza negra y veteada de blanco, como hueso expuesto. Sus raíces habían emergido de la grieta, metiéndose por las fracturas del mármol. Habían roto los brazos del Cristo a la altura de los codos, dejando los antebrazos colgando en ángulos imposibles, sostenidos solo por tiras de piedra fracturada.
Las piernas habían sufrido algo peor. Las raíces las habían atravesado repetidamente, creando agujeros por donde la savia del árbol goteaba con ritmo cardíaco. La savia era de un color ámbar oscuro, casi rojo. Al mezclarse con los minerales de la roca, había teñido el mármol blanco con vetas que se veían como arterias expuestas.
El rostro del Cristo permanecía intacto. Sus ojos de alabastro pulido capturaban la luz de las antorchas de una manera que los hacía parecer húmedos.
Como si estuviera llorando.
El árbol seguía creciendo. Sus ramas se extendían por el techo, algunas colgando hacia abajo como dedos esqueléticos. En sus extremos, pequeñas flores negras se abrían, exudando un olor dulce y enfermizo.
El pueblo entró en silencio.
Formaron un semicírculo. Depositaron el trono a tres metros de la cruz devorada. Los otros siete se quedaron junto a ella, formando una guardia. Él, con el hombro sangrando y los músculos temblando, caminó hacia la salida.
Antes de irse, cometió un error.
Miró hacia atrás.
Samay permanecía inmóvil en su trono. Pero sus ojos lo encontraron instantáneamente.
Vio hambre.
El padre Justino se colocó entre el trono y la cruz, alzando sus manos con desesperación. Su voz resonó hueca, sin convicción:
«In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti… Taytanchis, huchanchismanta qispichiwayku…»
Pero las palabras se ahogaban en el aire.
Doña Gregoria se arrodilló frente a la cruz, depositando su atado de coca. Otras mujeres colocaron los fetos de llama, formando un círculo. Los hombres vertieron la chicha sobre el suelo de piedra.
«Pachamama, kay haykata chaskinki… Mana piñaychu, mama… Kunanmi musuq apunchis hamun…»
«Madre Tierra, recibe esta ofrenda… No te enojes, madre… Ahora llega nuestro nuevo señor…»
Las antorchas parpadearon sin que hubiera viento. El goteo de las estalactitas parecía acelerar, como si la cueva misma estuviera sudando.
Y desde algún lugar profundo, desde debajo de la piedra, llegó un sonido.
Un latido.
La cueva respiraba.
III.
El padre Justino cerró su libro y retrocedió.
Los acólitos apagaron sus incensarios.
El último canto murió, reemplazado por un silencio tan completo que el sonido de la respiración colectiva parecía un vendaval.
El anciano más viejo dio un paso al frente. Noventa y tres años con la espalda tan encorvada que su mirada apuntaba permanentemente al suelo. Levantó su bastón y golpeó tres veces la roca.
Tok. Tok. Tok.
El pueblo obedeció.
Se tiraron al suelo con violencia, con las frentes golpeando la piedra húmeda.
Y comenzaron a golpear.
TOK. TOK. TOK. TOK.
Rítmicamente. Deliberadamente.
Frentes contra la roca. Una y otra vez.
El sonido era ensordecedor. Hombres, mujeres, ancianos, niños. Algunos golpeaban con más fuerza. Otros con menos. Pero nadie se detenía.
Él, desde su posición cerca de la salida, seguía viendo el rostro de una niña. Sus labios se movían en una oración frenética.
«No la mires.»
La piel se abrió rápido: la primera sangre tras el décimo golpe, pequeños charcos después del vigésimo. Lagos carmesí después del trigésimo.
El murmullo se transformó en gemido.
El piso de la cueva no era plano. Tenía canales cuyos bordes se habían suavizado con el tiempo y el uso.
Los canales convergían en un patrón radial, todos apuntando hacia el mismo lugar: una depresión circular frente a la cruz. Una fosa de medio metro de profundidad.
La sangre comenzó a fluir.
Lenta al principio, goteando por los surcos con perezosa inevitabilidad. Pero el pueblo no dejaba de golpear. Las heridas se profundizaban. Las fracturas de cráneo se hacían audibles: pequeños chasquidos como ramas quebrándose.
Un niño de ocho años tenía el labio superior partido hasta la nariz. Escupía sangre mezclada con saliva y fragmentos de dientes. Pero seguía golpeando.
Una mujer embarazada golpeaba con tal ferocidad que su vientre rebotaba con cada impacto. Pero seguía golpeando.
Nadie se detenía. No podían detenerse.
«No la mires.»
La sangre llegó a la fosa. El primer hilo escarlata tocó el fondo y fue absorbido instantáneamente, como si la piedra tuviera sed. Luego otro. Y otro. Los canales se convirtieron en arroyos carmesí que corrían con urgencia creciente.
El nivel comenzó a subir.
Cinco centímetros. Diez. Veinte.
El pueblo murmuraba palabras que brotaban sin conciencia:
«Yawar qullqini, apu yachaq… Yawar qullqini, uyariway… Yawar qullqini, quniwayku…»
«Mi sangre te doy, señor sabio… Mi sangre te doy, escúchame… Mi sangre te doy, danos…»
El padre Justino estaba junto a él, también sin participar. Sus manos temblaban mientras sostenía su crucifijo. Sus labios se movían en oración silenciosa.
Él, en cambio, estaba paralizado. Sus músculos se habían convertido en piedra.
Solo podía repetir:
«No la mires. No la mires. No la mires.»
Pero sus ojos se movían hacia ella. Una y otra vez.
La fosa alcanzó cuarenta centímetros.
Y entonces, Samay se movió.
Se levantó del trono.
El pueblo no alzó la mirada. El murmullo se intensificó hasta convertirse en un grito colectivo.
Samay caminó hacia la fosa.
La sangre en la fosa era densa. En su superficie flotaban partículas: fragmentos de piel arrancada, coágulos, gotas de sudor, lágrimas, pedazos de hueso diminutos.
«No la mires.»
Samay metió un pie en la sangre.
El pueblo enloqueció.
El golpeteo se volvió desesperado. Los gritos de dolor se mezclaron con los cánticos. Una mujer se desmayó, su frente abierta hasta el hueso. Un hombre anciano vomitó sangre —tanta sangre que no podía ser solo suya— pero no dejó de golpear.
El suelo de la cueva era ahora un espejo carmesí.
«No la mires.»
Samay se sentó en la sangre.
El líquido le cubrió el pecho. Alzó las manos, las contempló un instante y las hundió otra vez.
Luego se recostó hacia atrás.
La sangre le cubrió los hombros, el cuello, la barbilla.
Cerró los ojos.
Y se sumergió por completo.
La sangre comenzó a hervir.
El pueblo seguía golpeando.
El árbol sangró. Cubrió el rostro de Cristo. Lloraba.
IV.
Los alaridos y los golpes distorsionaron el tiempo.
Luego, silencio.
Samay emergió.
Se quedó allí, inmóvil, de pie en el centro de la fosa, mirando hacia la cruz devorada.
Cristo la miraba de vuelta. Lloraba.
Y entonces, Samay habló.
Su voz vino como un coro de gargantas:
«Yupaychani.»
«Me levanto.»
El pueblo tembló, postrado en sus propios charcos de sangre.
Samay salió de la fosa. Sus pasos no dejaban huellas.
El padre Justino hizo la señal de la cruz con manos temblorosas. Sus oraciones salían al revés.
Él solo podía gritar en su mente:
«No la mires.»
Pero sus ojos no podían cerrarse.
Samay pasó junto a él. Por un momento pausó. No lo miró. No necesitaba mirarlo. Él ya estaba marcado.
El pueblo permaneció postrado tres horas. Nadie fue tras ella.
Cuando salieron arrastrándose como gusanos, el mundo había cambiado.
Samay había reclamado el valle.
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La primera noche, el pueblo durmió con pesadez antinatural. Soñaron memorias de vidas ajenas. Despertaban gritando sin voz. Solo silencio.
La segunda noche comenzaron los sonidos. Un quejido que aprendía a hablar, que imitaba voces humanas sin entenderlas.
La tercera noche, los perros aullaron juntos a las tres de la madrugada. Cuando callaron, la montaña respondió con un gemido que hizo temblar las casas.
No era humano.
Pero tampoco completamente inhumano.
Los animales enfermaron. Las llamas dejaron de comer. Las gallinas pusieron huevos con yemas negras. Una vaca parió un feto de dos cabezas. Una casi humana. Otra con mandíbulas de insecto.
Vivió tres minutos. Intentó hablar.
Lo quemaron inmediatamente.
El anciano de noventa y tres años murió durante la séptima noche. Sentado, ojos abiertos, boca congelada entre sonrisa y grito. En su mano: tierra negra que no pertenecía al valle.
La segunda semana, los niños soñaron lo mismo. No jugaban. No lloraban. Solo miraban las montañas.
A las tres de la madrugada despertaban y susurraban: «Sa-ma-ay-yy-yh.»
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Cinco hombres subieron a la montaña el decimoquinto día. Él entre ellos.
No querían ir. Pero el valle moría. Las cosechas se pudrían. El agua sabía a cobre.
Necesitaban a su dios.
Cuando él señor Torre era dios, las cosas eran diferentes. Promesas de poder, promesas de anhelo. Todo. El señor Torre exigía sangre, sí. Pero siempre con límites.
Subieron a la pampa alta del Wamani. Esperaron dos días en una choza solitaria.
Samay llegó la tercera madrugada.
No caminó. Simplemente estaba allí.
Cabello hasta el suelo. Ojos sin reflejo. Túnica blanca inmaculada. Bajo la tela, movimiento sin ritmo.
Cuatro hombres cayeron al suelo, golpeando sus frentes contra la tierra una y otra vez. El sonido húmedo de hueso contra piedra. Sangre brotando.
Él no pudo hacerlo. No pudo moverse.
Su cuerpo estaba apagándose por puro terror.
«Uyariykichis.»
«Los escucho.»
Los cuatro hablaron. Suplicaron.
Samay respondió a cada uno:
«Qusqayki.»
«Te lo doy.»
Salieron corriendo. Gritando como animales.
Él se quedó solo.
Samay se acercó. Su aliento lo envolvió.
Alzó su mano. Dedos demasiado largos, con demasiadas articulaciones. Uñas negras y curvas.
Tocó sus ojos.
El dolor fue total. Cada nervio ardiendo. Gritó mientras caía. Entre sus dedos brotaba algo viscoso y plateado que quemaba.
Cuando apartó las manos, el mundo había cambiado.
Sus pupilas eran ahora horizontales. Como las de una cabra.
Podía ver demasiado. Cosas con demasiadas patas. Cosas sin forma.
«Qusqayki.»
«Te lo doy.»
Intentó hablar. Formar palabras, pero lo que salió fue un balido.
Gutural. Desesperado.
Gritó nuevamente. Intentó forzar su lengua a producir lenguaje humano. Pero solo balidos. Balidos cada vez más frenéticos.
Aquella voz habría llevado a la locura a cualquiera que la escuchara. De hecho, en el valle, los niños despertaron llorando.
Samay tocó su pecho. Un tirón. Como si algo fuera arrancado de raíz.
Baló. Aulló. La sustancia plateada goteaba constantemente de sus ojos.
Samay sostenía algo entre sus dedos. Un hilo translúcido que se retorcía.
Lo llevó a su boca. Detrás de sus labios: oscuridad con dientes.
Lo tragó.
«Qusqayki.»
«Te lo doy.»
Sus recuerdos comenzaron a disolverse.
Su infancia: Samay había estado allí. Siempre. Su primera palabra: el nombre de Samay. Su madre: un rostro borroso que servía solo para llevarlo hasta Samay.
Todo dejaba de tener significado excepto ella.
Samay se dio la vuelta.
Antes de salir, sin mirarlo, sin necesitar mirarlo porque él ya era completamente suyo, dijo:
«Kunanmanta, ñuqallataq kani.»
«Desde ahora, solo yo existo.»
Y desapareció.
Él se quedó allí. Balando suavemente. Un sonido rítmico, casi musical. Una plegaria.
Solo sabía una cosa con certeza absoluta:
Samay. Solo Samay.
Desde antes del tiempo.
Hasta después del fin.
El año sin primavera
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