El año sin primavera: voz de una mancha

El año sin primavera: voz de una mancha

Chanyvevi

02/10/2025

La lectura puede ir unida a esta música instrumental de piano, chelo y violín, que respira como flor y se desata como tormenta, reflejando la voz de la mancha.
“Hay silencios que no duermen: orbitan.”
Soy lavanda, a veces rosa; otras, violeta, margarita y amapola.
En otro tiempo fui perfume de azahares
y también fui flores eternas.
Hasta que el hombre que debía cuidarme
me convirtió en silencio:
ensució mi niñez, quebró mi cuerpo, dejó la sangre fluir.
Quiso borrarme, y casi lo logró;
sin embargo, la inocencia quedó prendida en los muros.
Aquí estoy: testigo mudo del dolor.
Ella no tiene culpa.
La mujer lo vio todo, aterrada.
Yo era su primavera: nací de su vientre.
Ese demonio enajenado debía desaparecer.

“La limpieza también mata: blanquea la memoria.” 

Y desapareció.
No dejó sombra en el baño ni mancha en el suelo.
La madre lo redujo a la nada: sin eco, sin cuerpo, sin recuerdo.
Arriba, el baño quedó blanco, impecable.
Pintaron los azulejos, repasaron juntas, blanquearon el espanto.
Los vecinos pensarán que la limpieza es virtud.
No saben que esa limpieza fue un castigo más grande que la muerte:
la condena de volverse olvido.
Yo no me quedé arriba.
No me filtré como agua, no corrí por cañerías.
Mi nacimiento fue distinto: fui la marca invisible que eligió habitar otro espacio.
Me acomodé en el techo del departamento vacío de abajo,
donde nadie esperaba encontrarme,
y allí me volví mancha: la humedad que no se seca,
la sombra que no se apaga,
la constelación que late cuando la casa calla.
Desde aquí escucho lo que la gente no dice:
risas que se rompen, puertas que se cierran con demasiado cuidado,
oraciones cosidas con hilos débiles.
Yo, que no tengo ojos, lo veo todo. 
“Cuando el cuerpo se borra, la energía se hace mancha.” 
La mujer, mi madre, calló el resto de su vida.
No narró su acto, no se justificó.
Dejó al barrio con un rumor a medias:
que él ya no estaba, que se había marchado,
que los fantasmas no siempre necesitan ataúdes.
Yo la observaba en sus últimos años:
subía la escalera y se detenía bajo mi sombra,
miraba el techo como quien mira un espejo quebrado.
Nunca pronunció mi nombre, pero sus ojos sabían.
A veces sus vecinas cuchicheaban en el mercado:
“Era una mujer fuerte, demasiado fuerte”.
Otras la señalaban por detrás, como si su espalda cargara un secreto.
Ella seguía adelante, altiva en su silencio,
sabiendo que callar era su manera de protegerme,
de darme un lugar en el mundo aunque yo ya no respirara. 
“Todo techo es un cielo invertido; toda gota recuerda su origen.”
Hacienda marcó papeles y el piso cambió de manos.
Un día entraron estudiantes de medicina con cuadernos bajo el brazo.
Los nuevos inquilinos hablaban de huesos y órganos,
de cadáveres anónimos en salas de práctica.
Sin sospecharlo, vivían bajo un techo que era más archivo que humedad.
Al principio me nombraron broma:
moho testarudo, gotera vieja.
Después, la muchacha de manos frías encendía la lámpara
y se detenía un segundo más de lo normal.
Algo en mis bordes parecía respirar.
Una noche incluso me habló bajito,
como si yo fuera confidente de sus propias heridas.
Me contó que también había perdido algo,
que también sabía lo que era vivir con un hueco imposible de llenar.
No buscaba respuesta; buscaba compañía,
y yo, desde mi silencio, se la ofrecí.
El chico que reía alto trazó mapas de mi contorno;
me llamó isla, archipiélago.
Una tarde, mientras sus amigos estudiaban,
me dibujó un barquito diminuto y dijo en voz baja:
—Si alguien me busca, estoy de vacaciones en la mancha.
Y se echó a reír, como si la tragedia pudiera convertirse por un segundo en playa.
No sabía que yo llevaba otra cartografía:
bordes de recuerdos, costas de gritos.
El silencioso tomó notas con rigor;
descubrió que de noche mis límites se expandían.
No eran centímetros: era pulso.
Una madrugada oyó lo que nadie más:
un murmullo que no era cañería ni vecino.
Era el rumor de voces que nunca deben olvidarse.
Le tembló la mano, pero no corrió.
Se quedó mirando, y yo le mostré mi forma entera:
no isla, no humedad, no sombra.
Un mapa celeste.
Una constelación en el techo de un piso cualquiera.

“Los muertos respiran en las cosas que nadie limpia.” 

La mujer eligió el camino más radical: borrarlo.
Lo que no existe no puede repetirse.
Y, sin embargo, en mí vive su sombra,
no como presencia, sino como advertencia.
Soy la hija arrancada,
y en mi voz se resume todo el eco que él no merece.
Los años pasaron y mis bordes se hicieron más nítidos.
No era ampliación física: era persistencia.
Cada nuevo inquilino me intentó tapar:
una lámpara grande, un cuadro, una mano de pintura.
Pero tarde o temprano, todos se dieron cuenta:
había un latido en el techo.
Un rumor que volvía cuando la casa quedaba sola.
La muchacha de manos frías trajo una planta,
como si un brote pudiera enseñarme a florecer otra vez.
Duró unas semanas.
La cuarta semana, la planta se inclinó, no por falta de agua:
el peso de lo no dicho seca más que el sol.
Ella lo entendió. No volvió a traer verde.
Dejó una rama seca bajo mí, como señal.
Le sonreí sin labios:
a veces la esperanza se parece a un hueso desnudo.
El chico de la risa perdió a su abuelo.
Se sentó bajo mí con un libro cerrado.
No lo abrió en toda la tarde.
Solo dijo: “Mi abuelo.”
Y guardó silencio.
Yo abrí mis bordes lo justo para acompañar su luto.
No le mostré sangre, le mostré estrellas. 
“Las manchas no mueren: cambian de lugar.” 
Este año, sin primavera,
los balcones guardan macetas marchitas
y la ciudad repite su calendario como si nada hubiera pasado.
Pero aquí abajo, mi constelación late diferente.
Soy la mancha.
Soy la hija.
Soy el cielo diminuto en un techo común
que respira cuando todo calla.
Hasta que un día la casa murió.
O quizá fue el departamento:
se pudrió en silencio con el olor del hombre oscuro que ya no existe.
Yo seguí bajando por los techos, desprendiéndome del yeso,
hasta tocar la calle.
Allí me encontré con otras manchas:
rostros borrados, voces apagadas, primaveras cortadas.
Juntas dibujamos un mapa secreto bajo la ciudad.
Somos un río subterráneo que nadie quiere mirar,
pero que sostiene las calles por dentro.
Somos la primavera que no llegó,
y también la que se niega a morir del todo.
Porque las manchas no mueren.
Solo cambian de lugar.

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