Nadie en Arkham recuerda con claridad cuándo empezó el invierno aquel año, pero todos recuerdan que no terminó. La nieve se volvió costra, las chimeneas aprendieron a toser en tres idiomas, y hasta los profesores de la Miskatonic—expertos en fingir normalidad—dejaron de mencionar la palabra “deshielo” por miedo a invocarla en vano. Aquel fue el año sin primavera, y si quieren saber por qué, pregúntenle al tipo que me vendió el secreto: el Sr. “Torre”.
Yo me gano la vida catalogando libros que no deberían existir. Oficialmente soy archivera adjunta. Extraoficialmente, evito que algún entusiasta abra un grimorio en la sección de Novedades y convierta la biblioteca en un parking para tentáculos. La primera vez que vi al Sr. “Torre” fue una noche que la caldera decidió filosofar en voz alta. Se sentó en el borde del mostrador como quien se sienta en la barandilla de un puente: calculando cuánto drama aguanta la estructura.
—Traigo una oferta —dijo, y puso sobre la mesa tres sobres numerados: 3, 6 y 9—. Busque un secreto en uno de estos, el que elija. Cobro barato: sólo me quedo con otro secreto a cambio.
—¿O sea que compro uno y te regalo otro?
—Intercambio equivalente —sonrió—. El conocimiento no se crea ni se destruye… salvo en mitad de un ritual mal traducido.
Elegí el 6 por pura superstición: los números pares me parecen buena compañía. Dentro sólo había una carta, gruesa como un remordimiento. En el anverso, una viñeta: un explorador dubitativo frente a una mesa de ídolos; encima, un rótulo, como en los cómics baratos del kiosko: EN UNA ENCRUCIJADA.
—Qué apropiado —murmuré.
—Lea el reverso —dijo “Torre”—. Ahí viene lo divertido.
El texto estaba escrito con caligrafía impostada: “El investigador elegido debe realizar una acción inmediatamente como si fuera su turno y luego descarta 1 carta de su mano al azar… o pierde 1 acción en su próximo turno y roba 3 cartas.” No eran instrucciones de juego, no exactamente; parecían más bien un boceto del destino.
—¿Cuál es el secreto? —pregunté.
—Que Arkham se ha quedado sin primavera porque alguien la ha hipotecado para abrir una puerta —respondió—. Y esa puerta está en su biblioteca, señorita Valdemar.
He de reconocer que ese señorita Valdemar me tocó la fibra profesional. Me lo quedé mirando como si fuese una ecuación con demasiadas incógnitas y poca paciencia.
—¿Y qué ganas tú con contarme esto?
—Cobrar el secreto que me debe por haber elegido el sobre de en medio —guiñó—. Dígame una verdad que no haya dicho jamás en voz alta.
Nunca he sido sentimental, pero el invierno vuelve supersticiosos hasta a los radiadores. Respiré hondo.
—Dejé que mi hermano cruzara una puerta la noche del incendio del Orpheum —dije—. Y no intenté traerlo de vuelta.
“Torre” inclinó la cabeza, satisfecho, como un coleccionista que encuentra la pieza que faltaba.
—Cobro aceptado —anunció—. Ahora, si me permite… convendría que bajáramos al sótano.
En el sótano de la Miskatonic, el aire tiene el grosor de un pacto mal firmado. Entre depósitos y material olvidado hay un pasillo que no existe en los planos. Al final del pasillo, una puerta que no se abre ni se tranca: sólo está. Al acercarnos, la temperatura cayó lo suficiente como para que mi aliento pareciera papel de fumar. “Torre” se frotó las manos.
—Aquí la tenemos. La gente cree que las primaveras desaparecen porque los inviernos son testarudos. En realidad las empeñan tipos como yo, para pagar deudas que no preguntan por su origen.
—¿Deuda con quién?
—Llámelo acreedor, patrón, dios menor del trámite. Prefiere que se le escriba con mayúscula: Promesa de Poder.
El nombre hizo algo con la acústica del sótano: las sombras se colocaron como un público que sabe cuándo viene el número fuerte. La puerta palpitó, si es que una puerta puede palpitar, y vi deslizarse por su superficie un brillo de tinta fresca.
—Antes de seguir —dijo “Torre”—, otra elección. Puedo enseñarle cómo cerrarla… o puede intentar abrirla sin que la puerta la coma. Lo primero tiene un coste de memoria; lo segundo, de tiempo.
Sacó de su chaleco dos nuevas cartas. “En una encrucijada” volvía a mirarme con esa cara de “yo no me metería si fuera tú”, y otra ilustración, un ojo insomne rodeado de runas, llevaba un pie de foto: PROMESA DE PODER. Noté la tentación echándome el aliento en la nuca, y, sinceramente, olía bien.
—Tiempo —dije—. Nunca me sobran, así que de ahí es de donde puedo robar.
—Sabia decisión —respondió el vendedor de secretos, y sonó como si acabase de perder una apuesta—. Perderá una acción mañana, pero hoy tendrá tres ideas más que la media de la humanidad. Adelante.
Toqué la puerta. Sentí bajo la yema de los dedos la textura del cielo cuando aún no lo han decidido. Mi cabeza se llenó de rutas: combinaciones de candados, palabras que se deben pronunciar sólo con el paladar, coordenadas astrales que la Universidad no enseña porque son malas para la reputación. Vi claramente el mecanismo: alguien había atornillado la puerta a la primavera como quien encadena un perro a la pata de la mesa. Si desatornillaba mal, el perro se soltaría y entonces Arkham aprendería nuevas formas de latir.
—¿Quién la atornilló? —pregunté, hipnotizada.
“Torre” se quitó las gafas y, por primera vez, pareció cansado.
—Yo.
No supe si pegarle o pedirle otra carta. La Promesa de Poder me rozó como la música de una gramola en un bar de mala muerte: un poco sucia, irresistible.
Abre, susurró, y haré que tu hermano vuelva a cruzar, esta vez hacia ti.
Era cruel. Era exactamente el tipo de crueldad elegante que me gusta detestar.
—Si la abro, ¿vuelve la primavera?
—Vuelve, sí —dijo “Torre”—. Se derrite la nieve, florecen las jacarandas del campus, la gente vuelve a quejarse del polen… Pero también vuelve alguien más. La puerta tiene dos direcciones, señora Valdemar, y a mis acreedores les gustan las visitas.
—¿Y si la cierro?
—Habrá un año sin primavera —dijo despacio—. El frío será la tapa de una caja. Lo que hay dentro no podrá subir, y quizá se aburra. A veces, hasta las promesas se aburren.
Lo miré con una mezcla de odio práctico y gratitud incómoda. Entonces comprendí que la encrucijada no estaba dibujada en la carta: estaba debajo de nuestros pies.
—Quiero otra cosa —dije—. Quiero un tercer camino.
“Torre” chasqueó la lengua, divertido.
—Me caen bien los optimistas con biblioteca. Pruebe con el sobre del nueve.
Lo sacó. Dentro había una llave que no era una llave; más bien la idea de una llave resumida de forma insultantemente elegante. Con esto puedes cerrar sin cerrar, decía sin palabras; ajusta la holgura del mundo sin romperlo del todo. Sólo pedía un pago: una estación. Mi estómago hizo un cálculo. Una estación por una ciudad. El año sin primavera.
—¿Cuántos años tienes, “Torre”?
—Los suficientes para saber que no se pregunta eso a un vendedor.
—Perfecto. Entonces sabrás que esto no es gratis para ti. Vas a venir conmigo a sostener la puerta. Los dos. Hasta que se aburra. Hasta que la primavera reclame su sitio por puro hartazgo.
La sombra del hombre se desdobló como un naipe. No le gustó la idea, pero la aceptó como uno acepta al dentista.
—Aguantaré —dijo—. He sostenido tabiques más tercos.
Cuando empezamos, Arkham llevaba treinta y cuatro días seguidos a temperaturas que harían llorar a un pingüino. Cerramos la puerta con la llave impropia, un gesto más mental que manual: apretar el mundo hasta que chirriara lo justo. De inmediato, el frío bajó dos peldaños: dejó de morder y pasó a lamer. Salí del sótano con esa sensación heroica que dura exactamente lo que tardas en tropezarte con la burocracia.
El Decano me esperaba con una carpeta y una sonrisa que olía a café recalentado.
—Señorita Valdemar, el presupuesto para calefacción está duplicado. ¿Alguna encrucijada que deba conocer?
Cuando un administrativo te dice “encrucijada” con comillas invisibles, sabes que alguien ha hablado de más. No me tomé el tiempo de preguntar a quién; tenía una puerta que alimentar. Si una puerta no se abre ni se cierra, se entretiene pidiendo tributos: historias, canciones, recuerdos. La nuestra prefería lo último.
La Promesa de Poder nos visitaba cada noche por debajo de la rendija. Tenía la cortesía de un charlatán de feria y el tono de quien ya te ha vendido un elixir y viene a por el siguiente músculo.
Podemos ser razonables, me decía. Tráeme un recuerdo que no uses. Yo te devuelvo otro más brillante.
La primera semana le di trivialidades: la receta exacta del pudin de mi abuela, la melodía de un villancico, el nombre del perro que tuve de niña. La llave impropia mantenía el equilibrio, sí… pero la puerta aprendía. Empezó a pedirme recuerdos que dolían de veras: la voz de mi madre cuando tenía mi edad, el olor de las butacas del Orpheum antes del incendio, la risa de mi hermano desde el gallinero. “Torre” me miraba como se mira a quien negocia con tiburones llevando el traje manchado de sangre.
—No aguantará —me dijo al décimo día.
—No es la idea —respondí—. La idea es que se canse antes.
—Las promesas no se cansan. Los que se cansan son los que prometen.
Me callé. Cada noche era un tira y afloja, y cada día, una ciudad envuelta en celofán blanco. A la tercera semana, comprendí que Arkham había empezado a olvidar cómo olía la tierra mojada. No es un olor que salga en los informes de alcaldía, pero sin él las canciones populares se quedan sin estribillo.
Fue entonces cuando la Promesa cambió de estrategia.
Te devuelvo a tu hermano, dijo. No una sombra, no un eco: tu hermano vivo, con todas las vocales. A cambio, abre un poco más. Sólo un poco. Deja que sople una brisa desde el otro lado. Llamémoslo…—y aquí noté la sonrisa—…un adelanto de verano.
Me giré hacia “Torre”. Él no me sostuvo la mirada. Tenía las gafas a la altura del pecho y el gesto de alguien que lleva demasiado tiempo con sed delante de un grifo.
—¿Cuánto es un poco? —pregunté.
—La puerta no conoce adverbios —dijo él—. Conoce hambrientos y hartos. Y ahora mismo está aprendiendo a fingir.
Me quedé quieta. Las manos me temblaban, pero no por el frío. Recordé la carta del principio: en una encrucijada. Hacer algo ahora y perder algo que considero mío. O perder tiempo y ganar herramientas. Elegí herramientas.
—Quiero las tres cartas —dije, en voz alta.
La Promesa rió con sonido de cristales apilados.
Tres cartas, entonces. Tres ideas frescas.
Las vi como se ven los sueños cuando se acomodan: nítidas y al alcance. La primera era un sello para estampar en los bordes del invierno y que no se deshilachara. La segunda, un diálogo aprendido que sólo podía decirse en susurros, para aburrir hasta a un dios. Y la tercera, la comprensión de que el Sr. “Torre” no era sólo un tratante; era también mercancía. A alguien como él ya lo habían empeñado una vez.
—¿Cuánto te queda de ti que sea tuyo? —le pregunté.
—Lo suficiente para temer la respuesta.
—Te prometiste a cambio de poder —concluí.
—Todos lo hacemos, de una forma u otra —sonrió, triste—. Yo sólo lo hice con papel timbrado.
Tomé aire. Las tres ideas encajaron como dientes de una cremallera.
—Bien. Entonces haremos lo siguiente: voy a hablarle hasta dormirse, con el diálogo aburrido. Mientras tanto, tú te des-empeñas. Recupera lo que te quede antes de que lo reclame como intereses.
“Torre” asintió con la resignación graciosa de quien se sabe personaje secundario pero no inútil. Empezó a recitar nombres, conjuros, direcciones que eran tanto coordenadas como disculpas. Yo me acerqué a la rendija y empecé mi parte: una retahíla de preguntas retóricas, genealogías de insectos, notas a pie de página de una tesis sobre musgos árticos—el contenido perfecto para sedar cualquier promesa con pretensiones. El eco se volvió soso, y un bostezo inmenso, apenas contenido, atravesó la madera.
Cuando al fin callamos, la puerta roncaba. Aproveché para estampar el sello—un pequeño relieve apenas visible, con forma de reloj de arena cruzado. La llave impropia vibró como un diente sensible: sabía que estábamos forzando el contrato.
—¿Y ahora? —preguntó “Torre” en un susurro que sabía a confesión.
—Ahora esperas conmigo —dije—. A que se aburra de no salir.
Pasó un mes. Arkham aprendió a vivir bajo el mantel frío. Los estudiantes encontraron que la sopa podía ser tema de tesis. Los gatos descubrieron atajos bajo la nieve. Las parejas se besaban con bufandas. Y de vez en cuando, por la noche, la puerta tosía como quien recuerda que existe, y había que repetirle el diálogo soporífero hasta que se rendía otra vez.
“Torre” cumplió. No sé si recuperó todo lo empeñado, pero sí sé que, al final, sus gafas pesaban menos. Empezó a entretenerse ordenándome la vida: me dejaba sobres con números y dentro pequeñas verdades que ni yo sabía que había olvidado. Me regaló, por ejemplo, el recuerdo exacto del olor de la imprenta del viejo Gazette; lo había cambiado por un ascenso que nunca llegó. También me enseñó que la gente que trafica con secretos siempre guarda uno inútil para los días de fiesta: el suyo era que coleccionaba sellos con dibujos de puentes.
La primavera llegó un 2 de junio. No fue heroico; no hubo trompetas. Simplemente, el hielo se rindió, como un pantalón con un botón menos. La puerta dejó de roncar. El sello brilló una última vez y se apagó. Y en el campus, alguien estornudó. Lloré. No por la estación, sino por el lujo de poder decir en voz alta—sin que me explotara nada por dentro—que ese año no hubo primavera porque yo misma la empeñé para que nadie viniera por mi hermano.
—¿Te arrepientes? —preguntó “Torre” cuando subimos, con las piernas de madera, a superficie.
—No —dije—. Las estaciones están para perderse de vez en cuando. Las personas, no.
Caminamos hasta la salida. La ciudad olía a tierra mojada que había estado esperando su turno. Él se detuvo bajo la marquesina del Orpheum, reconstruido pero siempre un poco fantasma.
—Tengo otro sobre —dijo, casi tímido. Era el del tres—. Un secreto pequeño para días luminosos.
Lo abrí. Dentro había una foto minúscula, en blanco y negro: dos niños en un puente, uno haciendo como que salta, el otro agarrándole la manga. Detrás, una frase: “A veces, pedir ayuda también es una forma de sostener.”
—No lo olvide —añadió—. Los encrucijadas se pasan mejor en compañía.
—Ni tú olvides que las promesas no son dueñas de su poder —respondí—. Son los que cumplen las que deciden el precio.
Nos despedimos como se despiden los cómplices que han compartido guardia: con un gesto mínimo y la seguridad de que quizá nos volvamos a necesitar. Aquel verano llegó tarde y supo a milagro barato, que son los que mejor se recuerdan. Desde entonces, cuando alguien me pregunta por el año sin primavera, sonrío y digo la verdad: que en Arkham, a veces, la estación que falta es la que salva a todos. Y que si alguna vez se encuentran en una encrucijada, no teman pedir una promesa de poder… siempre que el Sr. “Torre” esté de su lado y tenga a mano una llave que no lo sea.
Porque al final, no se trata de abrir o cerrar puertas, sino de aprender a aburrir a los dioses lo suficiente como para que nos dejen vivir nuestras cosas humanas: las pequeñas, las que caben en un sobre numerado, en un puente, o en la esperanza obstinada de que volverá a florecer la jacaranda, aunque sea en junio.
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