A mi cercana edad de ochenta y cuatro años sigo recordándolo todo como si el tiempo en mi mente no hubiera pasado. Aquí encerrado, y, aislado en una habitación con paredes acorchadas y una pequeña ventana rectangular con medidas de noventa por setenta centímetros con forma de espejo. Aquí llevo más de sesenta años alimentados de drogas por qué quizá según ellos, será lo que me haga soportar el hecho de estar vivo.

Todo comenzaba a la joven edad de unos diecisiete años. Siendo un adolescente, que con probabilidad me nombraran de raro por las altas facultades intelectuales que se gobernaban en mi introversión, solo mi apoyo y crecimiento personal estarían en la lectura de mis libros. Me acercaba hacia una zona montañosa. El lugar era boscoso, escabroso, con facilidad de perder la orientación, una auténtica encrucijada. Cubierto siempre por niebla densa meona y frondosa vegetación. Llevaría unos treinta minutos corriendo, al menos eso creía, escapándome de la diabólica residencia que me alojaba. Nombrada Sr. «Torre». Más adelante hablaré de este nombre, y de ella.

Una vez estaba a pie de roca, entre el musgo y la verdina, aparecía una puerta entreabierta con herraje articulado parecido a unos pernios todos oxidados. No era de extrañar mi asombro y mi estado nervioso que lo único que hacía era atraerme para acercarme y ver que habría detrás de aquella piedra con forma de puerta. Como la curiosidad a veces es la inocencia del peligro, el temor que tenía en el rechinar de mis dientes solo me empujaba a saber lo que habría allí a dentro. La luz del día iba desapareciendo y decidí entrar. Una vez adentro, la pesada y sorprendente puerta se cerraba de manera instantánea con un fuerte sonido seco. Me quedé en el momento a oscuras. Se escuchaba en mi silencio alrededor un eco a lo lejos parecido a un croar, y mi agitada respiración entrecortada. El sudor empezaba a salir de mi piel como si mi cuerpo estuviera en defensa. Los pies empezaba a sentírmelos húmedos. Intentaba mantener la calma pero mi corazón no podía dejar de latir al ritmo de un ratón de laboratorio. Palpaba por los bolsillos del pantalón porque recordaba que podía tener un mechero, de esos de tipo Zippo y un paquete de pitillos. Una vez lo sacaba con temblor en mis dedos intentaba encenderlo. Una, dos, tres… A la cuarta vez encendió. La lumbre que salía del encendedor me hacía ver algo de lo que habría en esos momentos a mi alrededor. Lo que podía contemplar era como una inmensa gruta con una especie de balsa en frente mía. Miraba hacia abajo y las viejas botas de montaña estaban cubiertas hasta por encima de mis tobillos por un pringoso y mugriento fango. El olor al respirar me hacía pensar que a mi alrededor había putrefacción. Antes que me terminara de quemar los dedos, corriendo lo apagaba, esperaba un poco y lo encendía cinco o seis veces más, era el tiempo que me permitía el andar. Por el tamaño de la lumbre miraba a mi corto alrededor y me acercaba hacia un recoveco que en su interior no era sino una fosa común llena de cadáveres de todo tipo de ser, algunos en mi sorpresa los llegaba a conocer, también habían animales. No es necesario dar más detalle. Bajo mi perplejidad me acerqué a coger peces muertos y algo de tela. Extrayendo el aceite de algunos pescados y empapando trozos de tela con forma arrugada que la enrollaba en una gruesa barra de metal la prendía. La luz empezaba a ser mayor. Saliendo del lugar en el que me encontraba con cuidado hacia atrás, volvía al comienzo. Una vez me ubicaba cerca a lo que parecía una laguna, el croar de esa cantidad de anfibios iba subiendo en su volumen según me acercaba a la orilla. El estrepitoso ruido conseguía llegar en mis oídos con un pitido, a continuación ensordecían. De repente, mis ojos contemplaban una brillante luz que iba apareciendo del interior de las profundidades de esas aguas, acompañada de un gigantesco sapo sentado en un ostentoso trono como si fuera empujado por una plataforma automática, de manera lenta. Se paraba en seco. Enfrente de mí. Así terminaba de salir a la superficie. Esos ojos saltones se ampliaban en sus salientes como dos pantallas de cines esféricas. Se encontraba con exactitud en la parte central de aquella especie de acuífero. La hediondez a mi alrededor seguía en todo momento presente. Con rigidez; mis huesos, tendones y músculos quedaban sin movimiento alguno. De un solo modo de manera única, mis parpados se movían simultáneamente quedando hipnotizados.

Ya he dicho más atrás que hablaría del Sr. «Torre». Tirano cual perverso animal despiadado, sería dueño y director de aquella morada. Nombrada igual y en donde estábamos secuestrados. Éramos unos miles de niños y adolescentes. Todos huérfanos de padres y familias exterminadas por el trascurso, o, discurso del tiempo por varias masacres. Así éramos los que residíamos allí, de todo tipo de razas y lugares. Raptados de un éxodo y vendidos por un mercado clandestino. Pequeños, jóvenes y adolescentes como he nombrado anteriormente, con edades entre ocho a diecisiete años. Yo era uno de los mayores. En el amanecer nos despertaban con lanzamientos de cubos de agua helada para espabilarnos. Seguidamente íbamos unos de tras de otro haciendo filas de cuatro ya que dormíamos en camas literas todos juntos en una sola habitación o amplio salón. En esos momentos no podíamos hablar, ni hacer ruido, ni siquiera una tos involuntaria o un estornudo. La bofetada en la mejilla sería inevitable. Más de un chorreón de sangre vi caer por alguna nariz, incluiré también la mía. A continuación, mojados, nos llevaban a una especie de comedor donde recibíamos un vaso de leche con algunas galletas manías no más de tres. Y algún que otro opiáceo. En dosis adecuada según la edad, el sexo y el peso que tuviéramos. Eran los únicos momentos que estaríamos todos juntos. El resto del día no nos veíamos más. Nos dividían por edades, solo por edades. Los subordinados seguían con sus trabajos llevándonos a la rutina diaria. Lectura, limpieza, y todo tipo de coacción con violencia, que la mente humana no tendría capacidad de imaginar. Volvíamos al anochecer de nuevo al refectorio donde quizá nos diéramos cuentas que los que faltaban en ese momento no existirían jamás. La cena sería un poco de agua, y, una sopa diaria con el condumio pestilente que tocara, que no sería capaz de explicar. Y al finalizar de postre todos los que quedábamos en este caso acostados, un chute de narcótico para cerrar los ojos las cuatro horas que nos permitían del día para dormir. Así pasábamos las horas, los días, los años, los que no caíamos moribundos. Los que no muriésemos por el camino.

En el momento de la extraña sensación que padecía, mi cuerpo seguía muy rígido, tieso como un difunto. Mis oídos empezaban a percibir sonidos. Se entendían como unos sucesivos rechinar de cuchillos. Un decápodo marino en su gran tamaño con forma de caparazón similar al de un crustáceo aparecía en esas pantallas ovaladas. Las imágenes traspasaban mis retinas como si de una realidad virtual se tratase. La sonoridad no era el roce de los cuchillos, sería la fricción de sus rojizas pinzas. El ruido de su respiración branquial me producía un efecto pánico. Frente a su visión estaban. «Somos seres gobernantes de la Tierra», así decía un cartel con letras en mayúsculas colocados en sus pechos como de una pegatina se tratase, cada uno de un color distinto, cada uno con un símbolo. «Por nuestros imperios, dominios y jurisdicciones», decía también aquellos escritos anónimos de carácter satírico y contenido político con letras más pequeñas. Ellos disfrazados de: trapecistas, equilibristas, malabaristas… Al menos así lo creían. Esa especie de centollo comenzaba con lentitud a desplazarse con su pesado cuerpo y tamaño desmedido. Las acrobacias arriesgadas eran de admiración. Las volteretas, los saltos, los bailes y las agilidades inexplicables como retaban al monstruo eran dignas de una clemencia. Los acróbatas empezarían a sentirse trabajados, algunos paraban por su estado nauseabundo. Percatándose por sus globos oculares con unos pedúnculos muy largos y arqueados; comenzaba a punzar con esas patas cubiertas de vellosidades, algas y afiladas uñas a los cuerpos cansados. A la vez en el aire, daba principio con las pinzas a desmenuzar cada miembro que se encontraba. Todo el suelo estaba lleno de toda clase de: vísceras, cabezas y extremidades. Saboreaba y comía los restos de las piezas. Simultáneamente me examinaba con atención. Una vez terminaba con prontitud se marchaba por la oscuridad de donde vino.

Recuperaba mi conciencia. Mi visión se perdió del todo. No veía nada. Me movía de un lado hacia el otro moviendo los brazos intentando conseguir palpar algo. Mi cuerpo volvía a estar en sí, tiritaba. La respiración la tenía demasiada agitada. Empezaba a sentir en mi piel que me agarra algo. Una especie de membrana con cuatro dedos. Con fuerza levantaba mis pies del suelo. De nuevo no podía moverme. Siento que me colocan algo similar a una escafandra autónoma. Al instante un impacto en el agua. Me trasportaban dentro de esas profundidades a la velocidad de un ancla lanzado antes de llegar a morder el fondo marino.

Aparecía en aquellas profundidades. No sé qué tiempo habría pasado, quizá unos sesenta y siete años. Mi físico estaba cambiado. Mi ceguera había desaparecido y la escafandra autónoma ya no la tenía. Mis manos más arrugadas, y mi cabello había dejado de existir. Lo notaba al acariciar mi cabeza con mis dedos. Respiraba bien, los olores a mi alrededor eran agradables. Primero olía a la brisa de mar, enseguida a vainilla y por último a ese olor que sobrenada después de una intensa lluvia. Me costaba desplazarme. Mi cuerpo flotaba. A mi alrededor no apreciaba nada. Todo era blanco. No sonaba nada. Estaría encapsulado. Como si estuviera en una cabina de una nave espacial, sin tripulantes después de una explosión cósmica. No existe nadie. Solo estoy yo.

Así pasaba el tiempo, o no. Aquí encerrado, y, aislado en una habitación con paredes acorchadas y una pequeña ventana rectangular con medidas de noventa por setenta centímetros con forma de espejo donde se observa sin ser visto. La sombra en su reflejo hace su realismo a través de una luz de neón mi silueta. Parece que he vuelto a nacer para salvar el mundo. Me veo en el espejo.

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