
Calle de la Canonnière, un martes cualquiera
Septiembre de 2025
Estimado Señor:
Espero que esta misiva lo encuentre en buena salud.
Le escribo en nombre de una clienta que desea permanecer en el anonimato, a quien llamaré Señora D.
Su encargo es tan singular que no pude rehusarme, aunque mis ocupaciones habituales hayan sido los suicidios sospechosos, los asesinatos violentos y no resueltos, las estafas de alto vuelo y los sombríos litigios de herencia.
Confieso que sus honorarios fueron un estímulo, pero lo que me convenció fue su determinación de darle otro sentido a su vida, al punto de imaginarse metamorfoseada en Dama de Picas con tal de hallarlo.
Por fortuna, la persuadí de que semejante acto sería inútil.
La Señora D. es generosa, pero obstinada. Usted no se imagina hasta dónde puede llegar para obtener lo que desea.
Historiadora del arte y apasionada de las letras, ha dirigido trabajos sobre pintura flamenca y holandesa en el Museo de Arte e Historia de Ginebra, y de aquel período conserva una fascinación particular por Rembrandt Van Rijn.
Su curiosidad se avivó tras la lectura de Herejes, de Leonardo Padura.
Allí, un cuadro de Rembrandt desaparece en el puerto de La Habana en 1939 y reaparece en Londres pocos años después.
El relato entrelaza destinos marcados por el exilio y la memoria, y despertó en D. la sospecha de que el escritor había inventado un supuesto discípulo —un tal Elías Ambrosius Montalbo de Ávila— del que no existe rastro en los archivos.
Intrigada, decidió acudir al maestro mismo, más allá del tiempo y de la muerte.
No entraré en detalles, pero puedo asegurarle que la acompañé hasta el umbral donde los genios reposan y que obtuvo de Rembrandt el silencio enigmático de los grandes.
Permítame una confidencia: quien le escribe no es sino un personaje de ficción.
Soy obra de una novelista de renombre internacional, y, créame, uno de sus detectives más célebres.
Aunque retirado de las pesquisas, me enorgullece conservar intacta mi sagacidad para interpretar los enigmas de los hombres y sus pasiones.
Y no me falta sentido del humor: después de tantos crímenes resueltos, nunca pensé que terminaría siguiendo el rastro de unas cartas de juego.
Hoy los tiempos han cambiado hasta el punto de poner al mundo en peligro. Podría hablarle de ello en otra ocasión. Por ahora, vuelvo al asunto que me ocupa.
La Señora D. se encuentra en una encrucijada.
El arte sigue siendo su razón de ser, pero su espíritu se abre ahora a lo misterioso, lo esotérico, lo casi divino.
Afirma que un antepasado predijo este destino y que su madre juró velar porque sus dones no se perdieran en el olvido.
Ella misma lo confiesa con ironía: “He pasado demasiado tiempo entre los buenos; todos dicen que detrás de la dulzura de mi rostro se esconde un demonio, y quiero liberarlo”.
Para decidir sus pasos, incluso ha recurrido al tarot.
Recuerdo vívidamente la escena: desplegó el mazo sobre una mesa cubierta con terciopelo azul, y las figuras parecían mirar con una intensidad perturbadora.
La Torre se erguía amenazante, el Loco avanzaba hacia el vacío, y de pronto apareció la Sacerdotisa, con su gesto solemne y sus velos enigmáticos.
La Señora D. lo interpretó como una señal inequívoca: debía seguir adelante, aunque el camino la llevara a regiones inciertas.
No me corresponde juzgar sus intenciones.
Solo espero que su búsqueda no sea para propagar el mal, pues conozco la nobleza de su corazón.
Lo que sé es que se ha aficionado a las cartas.
Hasta hace poco, solo las conocía en sus formas tradicionales: naipes, damas, monopolio, juegos de infancia.
Nunca se interesó por las pantallas digitales, que le parecen triviales.
Sin embargo, ha descubierto un mazo singular: Arkham Horror LCG.
No lo considera un pasatiempo, sino un oráculo moderno.
En esas cartas vislumbra símbolos, presagios y criaturas que parecen hablarle en secreto.
En particular, una carta la obsesiona: apenas una mano de mujer, uñas encendidas, sosteniendo un libro negro cubierto de símbolos.
Ningún rostro, solo la sensación de que esa criatura invisible acecha tras el papel, lista para escapar del cartón y reclamar un pacto en voz baja.
Juro que, cuando me la mostró, sentí yo mismo un escalofrío: parecía que sus ojos —inexistentes pero imaginados— seguían cada movimiento, como si aguardara el momento de pronunciar un secreto prohibido.
Créame, Monsieur, resulta curioso para un detective como yo.
He pasado la vida desentrañando enigmas de sangre y dinero y ahora me descubro examinando cartones pintados con monstruos y sacerdotisas.
¡Ah, qué ironía!
Sin embargo, permítame decirle que la lógica de las cartas no es tan distinta de la lógica criminal: en ambos casos, todo depende de la combinación, del azar y de la manera en que uno lee las señales.
Fue en medio de esta fascinación que encontró, casi por ventura, el concurso El año sin primavera.
Buscando en lo que ustedes llaman Internet un lugar donde compartir sus relatos, llegó al Club de escritura Fuentetaja.
Allí se topó con la imagen de esa mujer ya presentida:
no un retrato completo, sino una presencia sugerida, mitad augurio, mitad amenaza, como si aguardara tras el libro a punto de atravesar el cartón.
Desde entonces, la Señora D. quiere saber quién es, qué promesa debe seguir para alcanzarla, dónde encontrarla fuera del tablero.
Lo cierto es que mi clienta vive en un mundo que se desmorona.
Entre pandemias, guerras y odios que se multiplican, ella siente que las certezas del pasado ya no bastan.
En el arte busca consuelo, pero en las cartas presiente un poder distinto: un espejo de lo que está por venir, una llave para abrir puertas cerradas.
No sé si se engaña o si, por el contrario, ha intuido una verdad más grande de lo que imaginamos.
He aquí el dilema que me encomienda resolver.
¿Qué puede revelarle usted sobre esa figura?
¿Cómo se llama?
¿Dónde se oculta cuando no habita la carta?
La intrépida dama sueña incluso con entrevistarse con ella en persona,
aunque deba metamorfosearse en carta de juego para lograrlo.
Y le estaría eternamente agradecida si usted consintiera en concederle este deseo.
Yo, Hércules Poirot, le transmito su petición con la mayor estima.
Y me atrevo a añadir una última advertencia, fruto de mi experiencia:
no hay naipe que revele más que el corazón de quien la sostiene.
Sin otro particular, lo saludo con toda cortesía.
Hércules Poirot
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