Bahomia: La Condena

Todos hemos deseado en algún punto de nuestras vidas volver a ver a quienes amamos. Ni el ser más inquebrantable es capaz de soportar el peso del dolor y de la agonía que supone no poder abrazar de nuevo a la persona amada. Este punto de partida nos lleva a otra interrogante: ¿Hay algo más allá de la muerte? ¿Hay alguna señal que nos permita esperanzarnos, sin tener que recurrir a la fe? Tal como aquella madre que llora por su hijo, y el hijo que llora por su madre. La anciana que espera su tiempo, y el niño que tenía un tiempo corto, sin saberlo.

Cada una de esas preguntas, en toda la historia misma como la conocemos, han tratado de encontrar respuestas mediante la religión, la ciencia, la filosofía o, incluso, los conjuros. Este último camino no solo buscaba respuestas, quería de igual forma desafiar lo prohibido; demostrar que la humanidad es lo único que se alza por encima de la muerte. Para que comprendan lo que digo, es mi deber explicarles un suceso que cambió para siempre los eventos ocurridos por los años, donde cada vez se iban descubriendo realidades que era mejor tener ocultas, y sobre todo, entender una verdad absoluta: Los muertos no vuelven a la vida.

Aquel suceso sería conocido popularmente como: «La Condena». Dicho nombre sería establecido debido al acto cometido por un señor, gracias al desespero de reencontrarse con quien tanto amaba, «su querida esposa», quien había fallecido a causa de un cáncer de hueso. Para él, ella representaba la vida misma; sin ella no tenía sentido continuar. Tenía un pensamiento tan dependiente que comenzó a rezar continuamente para tenerla consigo de nuevo. Rezaba en la oscuridad de la noche, en medio de bosques profundos y húmedos, mientras los insectos le picaban y dejaban ronchas alrededor de su cuerpo. Rezaba en el calor abrasador, sin gota de agua alguna a su merced. Bajo tormentas, ni se inmutaba mientras rayos caían cerca de su persona; no había ruido que le distrajera, dolor que le abrumara. Quería verla otra vez, besarla, tocarla, hablarle de frente. Sin embargo, a pesar de tanto rezar, durante tantos meses consecutivos, sin faltar un solo día o una sola hora… Jamás hubo respuesta alguna.

El peso de su fe se había transformado en un cinismo frío. Cada ardor de insecto, cada gota de sudor en el desierto, no había sido sino una ofrenda vacía a un Dios sordo. Se sentía traicionado, pensaba que Dios le había abandonado. Renegaba una y otra vez, pensando en la injusticia de esta vida: «¿Cómo es posible que gente tan deplorable siga con vida, con riquezas, con salud? Y mi querida esposa, tan amable, tan noble, se fue de una forma tan repudiable». Si la fe no bastaba, solo le quedaba el sacrificio material, la única divisa que la muerte aún respetaba: la propia existencia torturada. Aquel hombre, decidió tomar una decisión drástica: ofrecer su propia vida con tal de ver a su esposa de nuevo. Se sometería a un dolor tan semejante al que ella sufrió; ese sería el costo a pagar por verla de nuevo. ¿Cómo replicaría el sufrimiento de un cáncer de esa magnitud? Para hacerlo, necesitaría ayuda ajena, solo que nadie le ayudaría solo con pedirlo. Recordó el castigo que se le da a los ladrones: la tortura de ser apedreado por una multitud. En algunos casos, incluso, podría morir. Sin embargo, no le importaba el precio a pagar. Aunque al principio dudó, todo se disipaba cada vez que recordaba a su esposa. Por lo que esperó un día que hubiese mucha actividad, donde le pudiese ver la mayor cantidad de gente posible; para llevar a cabo su cometido.

Vigiló el recorrido de una señora, la cual cada mañana compraba flores y manzanas en horarios bastante transcurridos. Sobre todo, se enfrascó en aquella anciana, por la relevancia que tenía su presencia para la muchedumbre. Sabía con total seguridad el sumo descontento que ocasionaría tal acto infame. Y eso era perfecto, su oportunidad de oro. Su disposición se basaba en causar una cólera colectiva, y no solo bastaría con robar, debía ser duro o incluso cruel. Vio en sus manos arrugadas un reflejo de su propia madre, y el aroma de las flores le recordó el perfume que su esposa solía usar. Por un instante, el plan se tambaleó, pero la necesidad de volver a verla era una droga más poderosa que la moral. Sus pensamientos eran retorcidos, se justificaba diciendo: «No hay mayor terror que encontrar a una persona la cual no tiene nada que perder, y yo ya perdí todo». Con dichas palabras, en una mañana fría y un clima grisáceo, estaba listo para llevar su plan a cabo.

Había una abundante multitud, varios músicos entonaban melodías alegres, dando gracias por otro día próspero. Mientras los mercaderes vendían frutas y flores, y niños tomados de las manos de sus madres. Añorando que no lloviese, para no empapar el júbilo vivido por los peatones. Desde la lejanía, una sombra oscura miraba a la señora que ya estaba comprando sus flores. Aquella mujer caminaba con calma, siguiendo su rutina con normalidad, sin esperar lo que le estaba por venir. El jubileo era tan fuerte que por un momento sintió envidia de esa vida que él estaba a punto de romper. Se acercó sin hacer ruido, sintiendo el corazón latir en sus sienes, el sonido más fuerte en aquel mundo de armonía rota.

¡Y en un acto violento golpea a la señora con brutalidad, quitándole el bolso en el que lleva su dinero! Aquella pobre mujer cae herida al suelo, perdiendo el conocimiento por la fuerza de dicho golpe. En esa fracción de segundos la música se paró, hubo un silencio abrumador. Las madres se llevaban a sus hijos del lugar, para que no presenciaran lo que estaba a punto de suceder. El hombre, conservando algo de humanidad, sintió un profundo miedo; pero no había arrepentimiento. La suerte estaba echada, su destino se escribió por sus propias manos.

¡La muchedumbre estalló en una cólera absoluta! Se aproximaron hacia aquel hombre y le comenzaron a arrastrar hacia una pared de la calle, rodeándolo sin darle oportunidad alguna de escape. Le tiran sobre el suelo con violencia, del cual se podían apreciar los grandes peñones, del tamaño de su cabeza. En un cúmulo de insultos, amenazas de muerte, que servían como evidencia de la realidad: cada una de esas personas sería su verdugo.

Y sin más miramientos, le comenzaron a lanzar rocas desde todas direcciones. Cada una impactaba su cuerpo de manera brutal, algunas rompían y quebraban huesos, otras le volaban algunos dientes. Una de ellas impacta directamente en su ojo y lo termina destrozando. Era un dolor insoportable, aunque quisiera gritar, ya ni siquiera la boca le servía para ello. A medida que pasaban los segundos, iba dejando de sentir dolor.

La oscuridad no fue un descanso. Fue un pozo de vacío frío, un susurro de millones de voces que ya no tenían cuerpo. Flotó en un limbo de dolor sordo hasta que un ancla invisible lo arrastró de nuevo, prometiéndole un castigo más interesante que el olvido, hasta que llega un punto en el que pierde el conocimiento.

De la nada, todo se convierte en un profundo silencio. La muchedumbre cesa su ataque, ya no seguía con vida, había sido destrozado. Pasan unas horas, donde nadie salió de sus casas, y de pronto… Aquel hombre, sin saber cómo, sabía que seguía con vida, aunque sentía como si tuviese una venda en los ojos; una fuerte presión que se abalanza sobre su rostro. El aire era pesado, denso, cargado con un aroma metálico y dulzón a sangre seca. Las paredes eran de una piedra fría y áspera, sin rendijas, sin eco. Era una tumba sellada y cíclopea, la ironía de una arquitectura que contenía su deseo.

¡Comenzó a desesperarse tanto que golpeó su cara con fuerza! Una y otra vez. Duró alrededor de una hora así. Hasta que después de un tiempo que se hizo eterno, pudo abrir los ojos, y sí, conservaba los dos. Pero aquello no fue su mayor sorpresa. La mayor impresión fue ver en dónde estaba. Una habitación muy parecida a la de su hogar, con un avistamiento peculiar, y es que no tenía ventanas. Confundido, trató de abrir la puerta, pero no era posible. No parecía que estuviese con seguro; era como si se encontrase enterrada en el suelo, formando parte del mismo cemento del hogar. Aquello le llenó de una inmensa desesperación, más por el hecho de sentir que no estaba solo. Su cuerpo no estaba tranquilo; alguien o algo lo estaba observando, no podía saber qué era, o tal vez estaba perdiendo la cabeza. En un acto por buscar alguna señal de que no estaba solo, posó su oído sobre la puerta, tratando de percibir algún sonido, y para su sorpresa… Escuchó algo abominable: eran las voces de miles de personas lamentándose, pidiendo perdón y piedad, pronunciando con horror un nombre: — ¡Bahomia! ¡Bahomia! — Era tan seguido, tan perturbador, que el hombre quitó con velocidad su oído de la puerta y corrió hacia una esquina de la habitación. Hundido en el inmenso pavor, se sienta esperando algún milagro, pensaba incluso en quitarse la vida… Pero no había ninguna forma de hacerlo.

Envuelto en ese augurio de temores, percibe con poca visión una mano que estaba saliendo debajo de la cama. ¡Gritó con tanto miedo! Mientras aquella mano con huesos quebrados y piel desgarrada iba saliendo más. Se le iban apreciando los pies, las piernas, sin haber sacado siquiera la cabeza. Cada parte de su cuerpo estaba completamente destruida, mientras los gritos del hombre no cesaban, iban en aumento junto con su desespero. Aquella cosa sacó su rostro. Era su esposa fallecida, la cual le dijo, vomitando sangre:

— ¿No querías verme, cariño? —

Después de un grito abrumador, aquel monstruo le arranca los ojos con sus manos.

Mientras todo eso pasó, la gente en el pueblo pudo escuchar un terrible grito de un hombre. Se sintió un ambiente pesado en cada hogar, por lo que decidieron estar encerrados. Pasaron unos días hasta que finalmente se atrevieron a salir y revisaron la casa del asesinado. Todo parecía estar en orden, hasta que buscaron en la habitación. Al entrar, un hedor a carne podrida casi les hace vomitar. Se encontraba el cadáver de aquel hombre, con algo escrito en su pecho: ¡Bahomia! Al leer ese nombre, quemaron el cuerpo por creer que estaba maldito. Jamás y nunca volvieron a mencionar lo ocurrido, mientras sabían que aquello sucedió… Por haber jugado con la muerte.

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