
A cada despertar, Sofía vivía un intenso momento creativo, imaginándose mundos fantásticos en los que vivir, con la esperanza que, algún día, la realidad pudiera mágicamente cambiar y parecerse más a sus fantasías.
Pero, aquella mañana, le pareció haber visto el futuro y de golpe abrió los ojos, sobresaltada. Se quedó en la cama un rato más, intentando imprimir en la mente cada detalle de aquella visión, antes que se desvaneciera para siempre, quedando de ella solo un borroso recuerdo.
Atontada y con la cabeza adolorida, se levantó y se fue al baño, arrastrando lo pies por el largo pasillo aún envuelto en la media oscuridad de la penombra matutina.
Se miró al espejo y apartó los largos rizos castaños que le cubrían la ovalada cara, en busca de una lejana señal de su olvidada felicidad, pero solo encontró una mirada triste y apagada, gris, como los días que, desde el comienzo de aquel año sin primavera, se repetían uno tras otro, todos iguales, de manera aburrida.
Se quedó durante un rato fijando aquel rostro que ya no reconocía, porque, a pesar de sus veinticinco años, le parecía el de una vieja a quien la vida le había robado el brillo de su juventud. Con las yemas de los dedos, acarició suavemente su pálida frente, para luego deslizarlos por las mejillas, y bajarlos hasta el cuello largo y delgado.
“Necesito una buena refrescada” se dijo a sí misma. Entonces abrió el grifo.
El agua salió abundante, rellenando velozmente el lavabo medio tapado. Sofía se inclinó un poco hacia adelante para lavarse la cara, pero la retrajo en seguida, cuando vio una cabeza cortada flotando en la superficie del agua, que de repente se volvió roja como la sangre. En lugar del pelo, tenía largos tentáculos con los que intentó atraparla, pero ella, sin pensarlo ni un momento, cerró el grifo, y aquel monstruo, deformándose, se deslizó paulatinamente por la tubería, junto con un olor nauseabondo de carne podrida, que acababa de subir de las alcantarillas.
Por lo mucho que estaba acostumbrada a fantasear, pensó haberlo soñado. Se frotó los ojos, como si quisiera despertarse, sin fijarse demasiado en lo ocurrido. Luego se fue a su habitación, se vistió y salió de casa, tambaleándose, y con pocas ganas de ir a trabajar.
Andaba despacio por las calles vacías, bajo un cielo nublado y lleno de esmog. A ella no le gustaba aquella grisura, que dedse hacía algún tiempo coloreaba sus días, sin respeto a la ley natural de las estaciones, que, en lugar de alternarse, una tras otra, con sus diferentes colores, le parecían todas iguales. Sofía se sentía atrapada en aquella rutina e incapaz de reaccionar. Pero aquel día debió de pasar algo extraño en su cabeza, porque, cuando llegó a la misma encrucijada de siempre, de repente decidió elegir un camino diferente de lo que solía recorrer. Así que, sin una real razón, por instinto, o quizás fuera por casualidad, cogió aquel sendero que antes, por el temor a lo desconocido, siempre había evitado, y desató los lazos que la encadenaban a una vida aburrida, lanzándose impávida hacia aquella aventura.
Avanzaba con cuidado, tratando de evitar la basura esparcida por el suelo y los ratones que, de vez en cuando, le cruzaban el camino. En el aire, un nauseabondo olor de orina casi la hizo vomitar.
“A lo mejor me conviene volver atrás” pensó, desanimándose.
Y estaba a punto de hacerlo, cuando algo o alguién – ¿quién sabe? – escabulló entre sus piernas y huyó recto, rápido como una flecha.
Intrigada por aquel ser tan raro, persiguió su sombra que, a medida que ella avanzaba, se alargaba cada vez más, metros tras metros. Y fue así que, sin darse cuenta, Sofía se encontró bajo una empinada escalera que conducía a una pequeña puerta de acero, con unas letras muy grandes grabadas sobre ella que decían: POR AQUÍ NO HAY VUELTA ATRÁS. Cuando la puerta se abrió delante de aquel ser tan extraño, ella se coló por allí a hurtadillas, hundiéndose en un laberinto tenebroso de horrores y secretos, muy semejante a aquel futuro pertubador del que solo pocas horas antes había tenido una blanda visión.
Avanzaba arrastrándose como un gusano por aquel desagüe de túneles subterráneos, zigzagueando entre las altas columnas de arena que separaban los distintos caminos. En cada encrucijada elegía el suyo, sin ninguna razón, sino por instinto, hasta que oyó unas voces metálicas retumbando en el aire, y un olor agrio de sangre. Entonces decidió seguir recto hacia ellas, cautamente.
«¡Sácale el cerebro!» le pareció oir, y no se había equivocado, porque poco después vio a una mujer estirada en una camilla, en el medio de una gran sala, y dos seres horribles, mitad humanos y mitad robot, toqueteando dentro de su cráneo.
«Imposible» contestó uno de ellos.
Sofía se estremeció y decidió irse de allí. Pero, al hacer un paso atrás, tropezó con unos escombros esparcidos por el suelo, y no pudo detener un grito de dolor, cuando, por caerse sobre una piedra afilada, esta le hirió una pierna. Al oir aquellas quejas, los dos monstruos se giraron de repente y Sofía pudo ver bien sus caras espantosas. Por el susto, se echó a correr, buscando desesperadamente el sendero que conducía al mundo de arriba, pero no lo encontró. Estaba a punto de llorar, cuando aquel extraño ser que la había llevado hasta allí, se escabulló otra vez entre sus piernas. Ella lo reconoció y vio que era un conjunto de tornillos y de acero, un extraño animal de metal, que, a pesar de sus seis patas y cuatro colas, se parecía a un gato de morro corto y pequeños ojos astutos, que la miraron como si quisieran decirle algo. Su aspecto era curioso pero no malvado, por eso volvió a perseguirlo, hasta que llegó a una puerta con un cerrojo entreabierto. Se paró a mirarla durante un rato. El animalito empezó a maullar fuerte como si no quisiera que ella entrara, pero Sofía no le hizo caso, y, por la curiosidad de ver qué había detrás, deslizó el cerrojo y dio una patada en la puerta. Esa chirrió de manera siniestra, balanceándose de un lado a otro, hasta abrirse por completo, y revelar su interior oscuro y polvoriento. Al mover algunos pasos adelante, Sofía sintió algo frotando contra sus piernas. No tuvo tiempo de escapar, porque, tan pronto como se dio cuenta de eso, dos largos brazos peludos la envolvieron entre ellos. No pudo ver su rostro, pero pudo sentir las puntas de sus colmillos afilados sobre su cuello. Seguro que con gusto se habrían hundido en su carne, si algo o alguien – no consiguió identificar a su salvador – no hubiera intervenido partiendo en dos aquel monstruo, que, de golpe, cayó al suelo sin vida. Todo sucedió tan velozmente que ella apenas se dio cuenta de lo ocurrido.
«¿Quién eres?» le preguntó Sofía a la gigantesca sombra que la había salvado, y de la que sólo podía ver el brillo de su espada ensangretada.
«Soy el tratante de secretos» le contextó apuntando una antorcha a la cara de ella.
Sofía se cubrió los ojos con un brazo para evitar la molestia de esa luz cegadora, y sólo de reojo pudo divisar a su interlocutor y reconocer al monstruo, mitad humano y mitad robot, que poco antes había visto en la gran sala.
«¿Qué secretos?» le preguntó ella, retrayéndose un poco por el susto.
«Los más oscuros».
«No entiendo. ¿De qué estás hablando?»
«Pues, bien; yo vigilo sobre los pensamientos más íntimos de los seres humanos, los que jamás nadie revela a nadie».
«Sigo sin comprenderte… ¡Sé más claro!» le dijo ella, con una expresión aún más asustada.
«Conozco tus secretos».
«Yo no tengo secretos».
«Todos los tienen».
«¡Por Dios, me estás volviendo loca!» gritó ella, enfadándose.
«La verdad es que ya lo estás».
«¿Qué dices? ¿Se te ha explotado el cerebro, monstruo?»
«Yo soy tu monstruo»
«¿Mi monstruo?»
«Exacto, uno de tus monstruosos pensamientos. Incluso aquel peludo, de largos brazos y colmillos afilados, que hace un rato te asustó, era un producto de tu mente, como lo soy yo ahora».
«No puede ser… me estás mintiendo».
«Lo que acabo de decirte es la verdad. Yo no existo más que como producto de tu fantasía o, mejor dicho, de las tinieblas de tu locura».
«¡Eres un maldito farsante! ¿Y la mujer estirada en la camilla? ¿Ella también es un producto de mi fantasía…?»
«Sí, lo es».
«No, no puede ser, no te lo creo… La verdad es que te has inventado esa absurda historia de mi locura para que no te culpe por haber cometido un delito. ¡Confiesa, maldito, la has matado tú! ¿Verdad?»
«Créeme, todo lo que ves aquí sólo es una proyección de tu mente enferma, incluso aquella mujer».
«Me estás asustando… ¡Vete y déjame pasar! Quiero irme… quiero salir de esa oscuridad».
«Imposible»
«¡Mentiroso!»
«Aquí no hay vía de escape».
Sofía echó un vistazo a su alrededor y se dio cuenta de que todos los caminos se habían multiplicado y que era imposible volver atrás.
«Todo eso es ilógico» le gritó Sofía aún más enfadada».
«¡Exacto! Por fin lo has entendido».
«¡No, no es posible… no puede ser… no puede ser… Debe haber una razón a todo eso!» exclamó ella casi llorando, mientras se palpaba a sí misma para averiguar si estaba despierta o si todo lo que había visto no era más que la falsa película de una insana pesadilla. Al comprobar que no estaba soñando, alargó la mano hacia el monstruo para rozarlo, pero ese, a su toque, de repente se convirtió en polvo, para luego transformarse, otra vez, en una masa de metal y carne.
«Yo soy una creación tuya, soy incorporeo… no puedes palparme… Soy tu fantasma» le dijo él, mientras miles y miles de otras voces le hacían eco.
Sofía, desesperada, se tapó las orejas, y se cayó al suelo, abandonándose a un doloroso e interminable llanto.
Pasaron los días y los meses. Llegó el otoño y, a las voces que resonaban despiadadas en sus oídos, se sumó el trastorno del sibildo del viento, llevándose consigo cada esperanza de volver atrás. Fue en aquel entonces que ella tomó plena conciencia de su alma enfermiza.
Pero un día de un año del que ella ahora ya no tiene memoria, por primera vez después de mucho tiempo, entre las nubes del invierno que avanzaba, le pareció entrever un rayo de sol primaveral, y lo persiguió. A medida que seguía adelante, su luz se hacía cada vez más intensa hasta que desapareció, deslizándose rápido debajo de una vieja puerta. Nadie supo jamás qué había detrás de ella – ¿luz u oscuridad? – porque Sofía no tuvo el coraje de elegir si abrirla o no.
Han pasado muchos años desde aquel entonces, y ahora todavía lo está pensando.
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