No se rompe lo que ya ha sido sellado

No se rompe lo que ya ha sido sellado

Aloïs Cohen

18/09/2025

I

Las hojas secas crujían bajo las botas de Mateo mientras avanzaba por el sendero que se hundía en el corazón del bosque. El aire, húmedo y cargado de aromas terrosos, parecía retener siglos de silencio. A su lado marchaba Clara, con el rostro encendido por el cansancio y una resolución que contrastaba con su cuerpo menudo. Ignacio cerraba la marcha, sosteniendo una linterna de aceite que arrojaba sombras monstruosas sobre los troncos retorcidos.

No estaban allí por azar. En una tasca de las afueras habían oído hablar de un cuaderno oculto en la cabaña de un ermitaño muerto en circunstancias turbias. Según los rumores, ese cuaderno contenía la clave de una encrucijada espiritual capaz de revelar senderos hacia realidades nunca soñadas. Nadie sabía qué significaba en concreto, pero la promesa de lo prohibido bastó para arrastrarlos.

El bosque se resistía a cada paso. El suelo cedía en lodazales repentinos, el viento arrastraba murmullos semejantes a voces humanas y, en lo alto, entre marañas de ramas, brillaban ojos inexplicables, más cercanos a astros extraviados que a animales. Clara era quien sentía con más intensidad aquella presión invisible; a ratos se llevaba la mano al pecho como si un soplo extraño quisiera desgarrarle el alma.

Tras horas que parecieron días, distinguieron la silueta de la cabaña: una choza miserable de troncos húmedos y piedras mal encajadas, inclinada como si estuviera a punto de derrumbarse. La puerta colgaba de un clavo oxidado y un olor penetrante a hongos se escapaba de su interior. Ignacio encendió otra lámpara y entraron.

El interior era un caos de papeles y objetos, como si alguien hubiera huido con prisa. Sobre una mesa manchada de cera descansaba el cuaderno: cubierta de cuero ennegrecido, páginas quebradizas llenas de símbolos incomprensibles. Entre ellos, una frase se repetía con obsesiva insistencia: “En una encrucijada, la mente se disuelve y la elección es sacrificio.”

Mateo pasó los dedos sobre aquellas palabras y un estremecimiento lo dejó sin aire, como si el texto lo invitara a probar su significado. Clara arrancó una página y la alzó a la luz: mostraba dos senderos que partían de un mismo punto, separados por la figura de un ser alargado, sin rostro, de brazos infinitos. Ignacio, más práctico, abrió una caja bajo la mesa y halló velas negras y un dado de hueso, marcado no con números sino con cráneos deformes.

El ambiente se volvió opresivo. Clara, dominada por un impulso extraño, colocó la página en el suelo, encendió una vela y la llama surgió violácea, imposible. El piso vibró, los muros dejaron escapar murmullos como de decenas de voces sibilantes. Mateo quiso detenerla, pero supo que interrumpirla sería peor. Ante sus ojos apareció una grieta que se ensanchaba lentamente, exhalando un olor a salmuera rancia, como de océano enterrado. Clara cayó de rodillas, los ojos en blanco, murmurando palabras desconocidas pero comprensibles en lo más íntimo: la promesa de poder.

Un viento helado brotó de la fisura y apagó la lámpara de Ignacio. Solo la llama violácea sobrevivió, retorciéndose en formas imposibles. El cuaderno comenzó a arder sin consumirse, proyectando sombras que parecían vivas. Los tres sintieron entonces la presencia de una entidad que los observaba con frialdad, como juez invisible de sus actos.

De pronto la grieta se cerró con un rugido. Clara cayó inerte y los otros dos la arrastraron fuera, abandonando el cuaderno y los símbolos. Afuera, el bosque había cambiado: los árboles parecían inclinarse hacia ellos, los senderos se habían trastocado y el aire brillaba con un fulgor blanquecino sin origen.

Mientras cargaban el cuerpo desvanecido de su compañera, comprendieron que habían sido tocados por algo que no pertenecía al mundo conocido. La encrucijada no era un mero símbolo: era la invitación a elegir entre conservar la cordura o reclamar un poder que los consumiría. Y sabían que la elección aún los esperaba, porque la promesa apenas había sido inaugurada.

El silencio del bosque se transformó en un murmullo incesante, como un coro de voces invisibles. Lo que habían visto no era más que la primera puerta. Y aunque desearan huir, intuían que estaban condenados a recorrer un camino que no acababa en la superficie del mundo, sino en regiones donde la mente humana jamás debió asomarse.

Así comenzó el viaje que uniría sus destinos con fuerzas antiguas, sellando con sacrificio involuntario la primera página de una historia escrita en gritos y conjuros en la oscuridad.

II

El amanecer en la ciudad costera no trajo alivio, sino una claridad turbia, como si el sol estuviera enfermo. Las nubes se apiñaban sobre los techos de tejas húmedas, y las campanas de las iglesias sonaban ahogadas por la bruma. Allí habían llegado Mateo, Ignacio y Clara —esta última debilitada, con un rostro demacrado por noches sin sueño—, en busca de un hombre del que decían que negociaba con secretos como otros con monedas.

La taberna donde lo encontraron era un sótano mal ventilado, repleto de humo de tabaco barato y olor a pescado en descomposición. Un pasillo lateral conducía a una sala reservada. Allí aguardaba el hombre conocido como el señor de la Torre. No imponía por fuerza física, sino por la calma inquietante con la que dominaba a quienes lo miraban. Su traje estaba gastado, pero conservaba cierta dignidad. Sus ojos, en cambio, eran pozos sin reflejo.

—Ustedes cargan un peso que aún no comprenden —dijo sin saludo previo—. Han abierto un umbral y las sombras ya los reconocen.

Clara apenas logró sentarse. Ignacio, más directo, golpeó la mesa.

—Queremos respuestas, no enigmas.

El hombre sonrió, mostrando dientes amarillentos. Extrajo un mazo de cartas cubiertas de símbolos que parecían cambiar bajo la luz de la lámpara. Repartió tres.

—Cada secreto exige un pago. No hay conocimiento sin deuda.

Mateo levantó la primera: un torbellino de líneas espirales que absorbía la mirada. Un dolor insoportable lo obligó a cerrarla. Clara alzó la segunda: una figura femenina coronada por serpientes, con una balanza cuyos platillos vacíos irradiaban luz cegadora. Ignacio descubrió la tercera: una torre ennegrecida que se derrumbaba en un mar de fuego.

El señor de la Torre los observó con gravedad.

—Las cartas hablan de ustedes. La encrucijada del bosque no era única; es apenas un reflejo de algo más vasto. Lo que allí se abrió se repite en mil lugares donde los límites se desgarran y el poder se ofrece a quienes no temen perderlo todo.

Clara apoyó sus manos sobre la mesa, temblando.

—Oí una promesa… la acepté sin comprender. Ahora algo me llama en los sueños. Es un mar que no existe.

Los ojos del hombre brillaron con un fulgor extraño.

—No es ilusión. Es deuda. Una promesa de poder siempre exige cumplimiento. Y ustedes tres han sido escogidos.

Ignacio se puso de pie.

—¡No queremos tu teatro! Solo dime cómo cerrar lo que se abrió.

El hombre levantó otra carta: un ahorcado con el rostro idéntico al de Ignacio. El color se le fue de la cara.

—No se rompe lo que ya ha sido sellado —murmuró—. Solo se negocia.

Un ruido lejano interrumpió la conversación: un golpe sordo, como de algo pesado arrastrándose por los muelles. El aire de la taberna se impregnó de sal y podredumbre marina. Los clientes huyeron sin palabras. Solo quedaron ellos cuatro.

El hombre recogió las cartas y se ajustó la chaqueta.

—La ciudad ha sido marcada. No puedo protegerlos, pero puedo guiarlos. Deben hallar el altar hundido bajo el mercado viejo. Allí se manifestará lo que los reclama.

Clara se aferró al brazo de Mateo, presa de un temblor. Ignacio, a pesar de su furia, entendió que no había otra salida. El señor de la Torre se despidió con un gesto seco y desapareció por una puerta lateral. Sus pasos resonaron como si fueran más de uno.

El mercado viejo estaba al otro extremo de la ciudad. Caminaron bajo una llovizna que transformó las calles en desiertos acuosos, con faroles que parpadeaban como si fueran a extinguirse. Entre estructuras carcomidas y pasajes inundados, hallaron una losa resquebrajada que ocultaba una escalera descendente.

La bajada era sofocante; cada peldaño los sumergía en un hedor a algas podridas y carne descompuesta. Al final, la escalera desembocaba en una bóveda subterránea iluminada por hongos fosforescentes. En el centro, un altar de roca negra cubierto de símbolos idénticos a los del cuaderno.

Clara avanzó como en trance, tocando la piedra húmeda. Murmuró las mismas palabras de la cabaña. El agua empezó a filtrarse, inundando lentamente la bóveda. Mateo e Ignacio intentaron detenerla, pero una fuerza invisible los arrojó contra los muros. El aire vibraba con un rugido sordo, como de olas eternas. El altar resplandeció azul y un círculo de luz creció hasta llenar la bóveda.

En el reflejo líquido, los tres vieron un mar negro bajo cielos sin estrellas y, en él, una sombra colosal que aguardaba. Clara cayó inconsciente mientras el agua subía. Ignacio la arrastró y Mateo buscó la salida, pero la escalera había desaparecido, sustituida por un muro liso de roca.

Encerrados, comprendieron que el altar no era más que el medio por el cual una fuerza reclamaba lo suyo. El rugido del mar se convirtió en un clamor de voces que los llamaban por nombre, prometiéndoles recompensas incomprensibles.

Y allí supieron que habían dejado de ser simples buscadores de secretos. Ahora eran piezas de un juego más antiguo que la memoria humana, atrapados en la telaraña de poderes que no conocían piedad.

III

El agua les llegaba a la cintura cuando Clara despertó con un grito. La bóveda temblaba como si respirara. De las paredes brotaban filamentos de algas que se movían con voluntad propia, rozando sus rostros. Ignacio sostuvo a Clara, pero ella parecía ausente, murmurando frases en un idioma que no reconocían.

Mateo golpeó el muro liso donde antes estaba la escalera, sin conseguir más que desangrarse los nudillos. Entonces la luz del altar se apagó y, con un crujido profundo, una grieta se abrió en el suelo. El agua se precipitó hacia abajo, arrastrándolos en un remolino que los sumergió en oscuridad.

Cayeron a una cámara aún más vasta, iluminada por destellos de fosforescentes criaturas marinas que flotaban en el aire como medusas. En el centro, se alzaba un pilar ciclópeo de piedra negra, cubierto de inscripciones que parecían moverse al ser miradas.

—Esto no está bajo la ciudad —susurró Mateo—. Estamos en otra parte.

Ignacio respondió con la voz entrecortada:

—No importa dónde. Tenemos que salir.

Clara, sin embargo, avanzó hacia el pilar con una calma perturbadora. Sus ojos reflejaban la misma negrura líquida que habían visto en la visión del mar. Extendió una mano y el pilar respondió con un latido, como un corazón colosal.

Las paredes de la cámara se transformaron en espejos de agua. En ellos aparecieron figuras: hombres y mujeres de épocas distintas, todos con miradas vacías, todos pronunciando el mismo murmullo incomprensible.

Ignacio trató de apartar a Clara, pero una fuerza invisible lo paralizó. Una voz resonó en el interior de sus cráneos, grave y múltiple a la vez:

—Han abierto la senda. La deuda será pagada.

Mateo, con un esfuerzo desesperado, arrancó a Clara del pilar. El contacto se rompió y la cámara entera se agitó como un animal herido. Los espejos de agua se quebraron, y de ellos surgieron manos pálidas que intentaron sujetarlos.

No tuvieron otra opción que correr por un pasadizo que se abrió repentinamente entre dos bloques de piedra. El corredor se inclinaba hacia arriba, aunque el aire era cada vez más denso y salado. El rugido del mar volvía a escucharse, ahora acompañado de un pulso metálico que les atravesaba el pecho.

Tras lo que pareció una eternidad, emergieron en la superficie. El pasadizo desembocaba en las catacumbas de una iglesia abandonada al borde del puerto. Afuera, la tormenta azotaba la ciudad. El campanario, agrietado, sonaba por sí solo, como impulsado por manos invisibles.

Clara colapsó en los escalones. Ignacio se arrodilló a su lado, exhausto, mientras Mateo vigilaba la costa. En el horizonte, el mar hervía, levantando olas negras que parecían morder la tierra.

—Ya no somos los mismos —dijo Clara con voz hueca—. Algo entró en nosotros.

Ignacio la sacudió con rabia.

—¡Tienes que resistir! No podemos permitir que esa cosa nos consuma.

Pero Clara apenas sonrió, como si supiera algo que los otros no.

En ese momento, un grupo de figuras apareció entre la lluvia: encapuchados que portaban antorchas protegidas por cristales. Formaban un círculo alrededor de la iglesia. Uno de ellos avanzó y bajó la capucha: era el señor de la Torre.

—Han visto demasiado —dijo con calma—. Ahora deben decidir: servir o ser consumidos.

Mateo dio un paso al frente, desafiante.

—Nunca.

El hombre alzó una mano y los encapuchados respondieron entonando un canto gutural. El suelo tembló y, bajo la iglesia, algo empezó a moverse. La piedra se resquebrajó y surgió un tentáculo cubierto de escamas traslúcidas. Otro le siguió, golpeando el campanario hasta derribarlo.

Clara se incorporó tambaleante y, con una voz que no parecía suya, pronunció palabras en el mismo idioma de las inscripciones. El tentáculo se detuvo, como obedeciendo. El señor de la Torre la observó con satisfacción.

—Ya es tarde para huir. Elige, Clara. Ellos dos no importan.

Ignacio intentó impedirlo, pero Clara extendió la mano hacia la criatura, y un resplandor oscuro la envolvió. El mar rugió como si celebrara.

Mateo comprendió que habían perdido. Agarró a Ignacio por el brazo y lo obligó a correr, mientras los encapuchados cerraban filas y la tormenta devoraba la costa. Apenas lograron huir por un callejón inundado, perseguidos por ecos de cánticos y el estruendo del mar en cólera.

Al llegar a una colina fuera de la ciudad, vieron cómo el puerto entero desaparecía bajo las aguas. Entre los relámpagos distinguieron la silueta colosal de una figura emergiendo, coronada de espuma negra.

Clara ya no estaba con ellos.

Mateo cayó de rodillas, sin fuerzas. Ignacio, con el rostro desencajado, juró entre dientes que la recuperarían, aunque eso significara volver a sumergirse en aquel abismo.

La tormenta se desató con más furia, como si la propia tierra celebrara el despertar de algo que jamás debió ser perturbado. Y en medio del estrépito, los dos comprendieron que el mundo que conocían había terminado.

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