El sol caía como un hierro candente sobre los techos de chapa, y las gallinas picoteaban la tierra seca como si en algún momento fuese a brotar algo más que polvo. Nadie recordaba la última vez que había llovido. En ese pueblo el tiempo se había quedado estancado, como un perro flaco que ya no tiene fuerza ni para morir.
Rafael Mena regresó del campo con la camisa abierta y el cuello ardiendo. Tenía la piel curtida de años de trabajar sin que nada cambiara. En la mano llevaba un sobre amarillo, con las esquinas comidas por el sol y la humedad. Lo había encontrado entre las tablas rotas de un viejo escritorio que nadie usaba. Decía cosas extrañas: hablaba de poder, de elecciones, de caminos. Rafael no creía en nada, pero igual la guardó, porque hasta la mentira más absurda brillaba en un sitio donde la esperanza estaba muerta.
En la otra punta del pueblo, Ismael Herrera, un tipo hosco y callado, recibió otra carta. Nadie supo de dónde vino, solo apareció una mañana en la entrada de su rancho. El sobre tenía olor a tabaco viejo. La leyó con cuidado: palabras de encrucijada, de decisiones que podían torcer la vida. Ismael rió amargamente. «Mi vida nunca se torció —pensó—. Se quebró desde el principio.» Pero no tiró la carta. La dobló y la guardó bajo el colchón, como si fuera algo más que papel.
En el pueblo las noticias viajaban más rápido que el viento. Para el tercer día todos sabían que Rafael y Ismael tenían «cartas raras». Eulalia Gómez, que vendía pan duro en la plaza, decía que eran cartas de Dios. Don Fermín, el alcalde que siempre prometía caminos y nunca cumplía, aseguraba que eran un truco de forasteros. Y los niños, con la crueldad de los que aún no conocen el peso del hambre, corrían detrás de los dos hombres gritando: «¡Ahí van los elegidos, ahí van los elegidos!»
Los hombres no se miraban mucho, pero se reconocían en el silencio. Se toparon una tarde en la cantina de Doña Teresa, un lugar con mesas cojas y olor a grasa rancia.
Rafael sacó su carta. La puso sobre la mesa como si fuera una baraja maldita.
Ismael hizo lo mismo.
Se quedaron un buen rato mirando los sobres, sin decir nada. Afuera ladraban los perros, adentro los parroquianos fingían no mirar.
Finalmente, Ismael escupió en el suelo y dijo:
—No sé qué diablos quieren de nosotros.
Rafael bebió un trago de aguardiente y respondió:
—Tal vez nada. Tal vez lo único que quieren es que creamos que todavía tenemos algo por decidir.
Los días siguientes fueron peores. Cada vez que salían a la calle, las miradas se clavaban como cuchillos. Algunos esperaban que esas cartas trajeran salvación. Otros, que trajeran ruina. Nadie, absolutamente nadie, creía que no significaran nada.
Pero algo cambió. Rafael empezó a trabajar menos. Se sentaba bajo un árbol a leer su carta una y otra vez, como si de pronto las palabras escondieran un nuevo sentido. Ismael, en cambio, comenzó a encerrarse más. Apenas hablaba, apenas dormía. Lo único que hacía era sacar la carta de debajo del colchón y mirarla en la penumbra, como si allí estuviera escrita su condena.
El pueblo empezó a pudrirse. Se respiraba una tensión áspera, como cuando el cielo amenaza tormenta y nunca descarga. Algunos decían que había que quemar esas cartas, arrancarles el poder que estaban trayendo. Otros pensaban en quitárselas a la fuerza. Los rumores crecieron, se multiplicaron, se deformaron.
Una tarde, en el almacén de Don Julio, un viejo campesino tomó la palabra:
—Las cartas no traen nada. Somos nosotros los que les damos todo.
Pero nadie lo escuchó. Era más fácil creer en maldiciones y promesas que en la verdad seca de la tierra.
La tensión explotó una noche de domingo. En la plaza se juntó medio pueblo, exigiendo que Rafael y Ismael mostraran sus cartas en público. Algunos llevaban antorchas, otros cuchillos. Querían ver, querían tocar, querían arrancarles el misterio.
Pero los hombres no aparecieron. Se corrió el rumor de que habían huido hacia el norte, llevando los sobres consigo. Nadie supo si era cierto. Lo único cierto es que nunca más se los vio en esas calles.
Algunos decían que se mataron entre sí, incapaces de compartir el peso del destino. Otros, que las cartas los habían elegido y ahora caminaban un sendero invisible, reservado para los que estaban dispuestos a perderlo todo.
El pueblo siguió igual: hambre, polvo, silencio. Pero nadie volvió a mirar un sobre, una carta, un papel cualquiera, sin sospechar que escondía algo más. Las palabras se volvieron sospechosas. Los mensajes, peligrosos.
Y en las miradas apagadas de la gente se notaba la herida invisible: ya no podían vivir sin pensar que, en algún lugar del mundo, había otra carta esperando. Tal vez con promesas, tal vez con condenas. Y ese pensamiento, como la sequía, se les metió en la sangre para siempre.
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*
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Han pasado años desde que esas páginas se escribieron, o quizá desde que se susurraron en las esquinas de un pueblo donde el polvo era el único testigo imparcial. Yo no sé si el manuscrito lo dejó algún cronista olvidado, o si se trataba de un rumor vestido de palabras que, con el tiempo, adquirió la forma de relato. Lo encontré por azar en un cajón carcomido de una biblioteca de provincia. Nadie reclamaba su autoría, nadie lo firmaba. Era un testimonio anónimo, y por eso mismo me interesó.
Lo leí de un tirón, primero con el escepticismo de quien cree que los pueblos siempre exageran su desgracia para sentirse únicos. Pero pronto descubrí que allí no había exageración alguna, sino una llaneza brutal: la sequía, la taberna, las cartas. No hacía falta inventar monstruos para transmitir terror; bastaba con un sobre arrugado y la promesa de un destino incierto.
Critico, sí, el trazo de quien lo escribió: lineal, demasiado seco en ocasiones. Le faltó, pienso ahora, detenerse en los detalles de la vida que se escurría entre las manos de Rafael y de Ismael. Pero al mismo tiempo, ese silencio dice más que cualquier adorno. Porque el horror de esas cartas no estaba en lo que decían, sino en lo que callaban.
Y mientras avanzo en las páginas, me descubro inquieto. Porque de repente, en medio del relato, aparece un reflejo. Yo mismo me veo en uno de esos hombres. No en Rafael, que buscaba una señal de esperanza en cada línea de su carta. Tampoco en Ismael, que la escondía bajo el colchón como si temiera que la vida lo sorprendiera con algo demasiado grande para sus manos.
Me veo… Don Julio, el del almacén. Ese viejo que alzó la voz para decir que las cartas no traían nada, que éramos nosotros los que les dábamos todo. Entonces lo despreciaron, lo ignoraron, lo sepultaron bajo la fe y la superstición. Hoy sé que yo he sido ese hombre. Que muchas veces levanté la voz para advertir que el poder está en la mirada que proyectamos sobre los símbolos, no en los símbolos mismos. Que las promesas no son más que papel. Y, sin embargo, fui ignorado como él. O peor: escuchado y olvidado al instante.
La ironía más amarga es que, pese a reconocerme en ese personaje secundario, yo también conservo mis cartas. No cartas reales, con sobres y sellos. Las mías son recuerdos, culpas, decisiones que doblé cuidadosamente y guardé bajo el colchón de la memoria. Y cada tanto las saco, las miro en penumbra, y siento el mismo escalofrío que Ismael sintió aquella noche.
Quizá esa sea la única verdad de este manuscrito: que todos, alguna vez, recibimos una carta que cambia el rumbo de nuestras vidas. No importa si llegó por correo, por boca de un extraño, o como un pensamiento susurrado en soledad. Todos tenemos un papel arrugado que nos condena o nos sostiene. Y todos, inevitablemente, terminamos pareciéndonos a Rafael, a Ismael, o a Don Julio.
El relato termina en el pueblo, cubierto de polvo y silencio. Pero aquí, tantos años después, al leerlo con la lámpara encendida y el viento golpeando las ventanas, me atrevo a decir que nunca terminó. Que todavía se escribe en nosotros, en cada decisión que creemos libre y en cada promesa que aceptamos aunque sepamos que es mentira.
Lo cierro, pues, con la amarga certeza de que no leo una fábula de otros, sino un espejo que me devuelve mi propio rostro cansado.
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