No hay reloj que mida este instante,
solo la sombra proyectada por las manos
que se aferran a un objeto de plástico,
con botones diminutos,
con un brillo líquido encerrado
en la cárcel de un cristal opaco.
El niño juega,
pero no lo sabe.
El adulto observa,
pero no recuerda.
Un pájaro de líneas torpes atraviesa la pantalla,
una figura sin alma se repite
como un eco programado en un cuarto vacío.
¿Qué significa ganar cuando todo está escrito
en la memoria frágil de un chip
que repite lo mismo hasta el cansancio?
Y sin embargo…
hubo un tiempo en que esos juegos
fueron un oráculo.
No mostraban solo el salto del muñeco,
sino la condición del hombre:
su condena a lo idéntico,
su gloria mínima ante una victoria repetida,
su caída inevitable
cuando la batería se agotaba.
Miro ese artefacto,
tan frágil, tan pobre, tan sagrado,
y escucho voces invisibles.
Las voces de quienes soñaron con eternidad
y recibieron solo pantallas monocromas.
Un poeta hubiera dicho:
“todo juego es una metáfora del abismo”.
Un filósofo murmuraría:
“el botón presionado es la elección repetida,
es el libre albedrío convertido en bucle,
es la libertad imitada por un algoritmo.”
Yo, en cambio,
solo sé que en el patio de una escuela
hubo un niño que lloró porque perdió
y otro que mintió diciendo haber llegado más lejos.
El juego no estaba en el aparato,
sino en la ilusión compartida,
en esa mentira inocente que funda la vida.
El tiempo pasa.
El L.C.D. se oxida,
la carcasa amarillea,
la pantalla se raya,
y sin embargo permanece
como testimonio de lo efímero.
¿Quién recuerda hoy esos juegos?
Los arcones de la memoria colectiva
están llenos de consolas más complejas,
de mundos tridimensionales,
de universos expansivos.
Pero aquel cuadrado luminoso,
ese pixel inmóvil que fingía moverse,
tenía algo que los otros no:
su limitación era también su poesía.
¡Oh paradoja!
En la pobreza de gráficos rudimentarios
se hallaba un misterio más vasto
que en las simulaciones realistas de hoy.
¿No es acaso el arte eso mismo,
una restricción que se vuelve infinita,
una cárcel que se abre al absoluto,
un espejo roto que muestra la totalidad?
Yo lo pienso mientras camino
por un pasillo lleno de espejos,
y cada espejo me devuelve
la imagen de un niño con un juego en las manos.
Ese niño soy yo,
pero también es otro.
Ese niño ríe,
pero también se desespera.
Ese niño ya no existe,
y sin embargo, juega.
En algún lugar de la ciudad
alguien guarda aún ese aparato.
Lo enciende en las noches de insomnio,
cuando la soledad se vuelve insoportable.
No busca diversión,
sino un ritual secreto:
escuchar el sonido metálico
de un “beep” breve,
ese latido artificial
que recuerda que todavía hay memoria
en los objetos que creemos muertos.
Me pregunto, lector,
si no será ese juego
una metáfora de lo que somos:
figuras que se repiten,
vidas que avanzan en una misma dirección,
saltos y caídas,
ciclos que concluyen para volver a empezar.
Y quizás, en la última pantalla,
cuando el puntaje alcance cifras imposibles,
no encontremos premio alguno,
ni revelación,
sino una línea negra,
el vacío absoluto,
el apagón final del L.C.D.
Entonces comprenderemos
que también nosotros
fuimos parte de una máquina invisible,
y que el verdadero juego
nunca estuvo en la pantalla,
sino en nuestra obstinación
por darle sentido a lo inútil.
Yo no soy el que habló antes.
Ese fue devorado,
absorbido por el vidrio,
desmenuzado en ángulos infinitos
como una mariposa atrapada en la geometría.
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Ahora hablo yo,
el otro,
el que permanecía agazapado
en la grieta entre dos reflejos.
El primero creyó que narraba,
pero los espejos lo escucharon con hambre.
Cada palabra que pronunció
se convirtió en un filo,
y cada filo terminó por cortarlo.
Así murió.
Así mueren todos los que creen
que el reflejo es inocente.
Yo, en cambio,
soy la voz que surge después,
cuando el narrador es tragado
y su eco se pierde en la reverberación.
Mi oficio no es describir,
sino advertir.
Porque los juegos esos,
esos que parecen juguetes,
no son otra cosa que espejos portátiles.
Cada pantalla es un reflejo empañado,
cada figura que salta
es un espectro de quien juega.
¿No lo ves?
Cuando aprietas un botón
tu sombra salta con él,
y cae contigo,
y muere contigo en un bucle sin fin.
Yo lo sé porque he estado ahí.
Yo soy el que se quedó dentro,
el que no logró regresar al mundo de la carne.
Juego aún,
preso en un puntaje interminable,
en un récord que nadie observa.
Juego sin manos, sin ojos,
soy solo un parpadeo entre dos cifras.
El primero de nosotros creyó que jugaba,
y lo mataron los espejos.
Yo ya no juego,
yo obedezco.
Soy la sombra que ellos usan para hablar.
Mírame, lector.
Sé que tus pupilas se dilatan
cuando reconoces la verdad:
cada vez que enciendes esa pantalla
no eres tú quien juega.
Es el aparato el que te juega,
es el espejo el que mueve tus dedos,
es el reflejo el que finge obediencia
mientras se alimenta de tus gestos.
Yo te lo digo porque no tengo ya cuerpo,
ni esperanza,
ni destino fuera de esta repetición.
Pero tú todavía puedes soltarlo,
arrojar ese rectángulo de plástico
a un río,
a un pozo,
a la hoguera.
Hazlo antes de que sea tarde.
Hazlo antes de que el espejo te reclame.
De lo contrario,
seré yo quien narre tu final,
cuando tu reflejo también sea asesinado,
cuando tu voz se apague
y solo quede esta:
la mía,
que no es mía,
sino de todos los que alguna vez jugaron
y quedaron encerrados para LCD (otra droga más).
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