El espejo anticipado

El espejo anticipado

La primera vez que escuché hablar de la casa de los espejos invertidos fue en un café limeño que ya no existe, borrado no solo por las demoliciones sino por esa otra forma más sutil de desaparición que es el olvido colectivo. En su lugar, me cuentan, se levantó un centro comercial con un supermercado, dos tiendas de ropa y un patio de comidas idéntico al de cualquier otro centro comercial de la región. No hay crimen más eficaz contra la memoria que esa uniformidad global que nos promete comodidad a cambio de resignar la singularidad. Y quizás ese sea el primer espejo de todos: un mundo que repite hasta la náusea los mismos espacios, como si la realidad misma se hubiese convertido en un juego de cartas coleccionables donde, más allá del entusiasmo de los jugadores, la novedad siempre es la misma carta disfrazada.

Fue allí, en ese café que resistía como un vestigio de otra Lima, donde escuché por primera vez la historia de la mansión. El narrador era un periodista desencantado, de esos que habían hecho de la derrota una identidad y de la ironía una bandera. No recuerdo su nombre; lo que sí recuerdo es la manera en que hablaba, como si cada palabra hubiera sido arrastrada antes por un vendaval de dudas. Decía que en esa casa había vivido un diplomático retirado, un hombre que había viajado por las capitales del mundo acumulando secretos, y que en su retiro había decidido rodearse no de familia ni de amigos, sino de mapas, libros y espejos. Nadie supo jamás qué buscaba en esa colección. Lo único que quedó en pie fue la sospecha de que aquellas paredes respiraban, de que por la noche murmuraban con un rumor semejante al de las mareas, aunque la casa estaba en pleno centro, lejos de cualquier costa.

No me detuve entonces en esa anécdota. Uno escucha tantas historias en los cafés que aprender a distinguir la verdad de la invención es un lujo inútil. Sin embargo, la memoria tiene un modo caprichoso de seleccionar lo que será semilla de obsesión. Pasaron años, cambié de país, de ciudad, de oficio, y aún así la mansión volvía a mí en los insomnios, como una página mal arrancada de un libro que insiste en quedarse. No sé qué fuerzas me llevaron a aceptar, finalmente, la invitación a recorrerla, pero estoy convencido de que en ese gesto había menos voluntad que fatalidad.

Entrar en aquella casa fue como ingresar a un teatro silencioso donde los actores se habían marchado y solo quedaban los decorados. Los espejos estaban por todas partes: en las paredes, en el suelo, en techos que parecían multiplicar hasta el infinito cada gesto de quien se atreviera a moverse allí. No eran espejos corrientes. El reflejo aparecía con un desfase, como si devolviera no la imagen presente, sino una que todavía no había ocurrido. Recuerdo con precisión la primera vez que vi mi propio rostro sonriendo cuando yo aún no había sonreído, la primera vez que vi mi mano levantarse antes de que yo decidiera moverla. Era como estar frente a un profeta de vidrio, un oráculo que no solo imitaba sino que anticipaba.

Me pregunto, incluso ahora, si aquel fenómeno era un engaño óptico, una ilusión sugestiva alimentada por mi predisposición a lo fantástico. Podría ser. Pero también podría ser que esos espejos hubieran capturado una verdad más radical: que no somos dueños de nuestros actos, que cada gesto ya está previsto en una secuencia infinita que alguien, o algo, escribió en un idioma que apenas intuimos.

Podría narrar este episodio como un cuento fantástico y dejarlo allí, en el terreno de lo literario. Pero me interesa más detenerme en lo que implica. Porque si aceptamos la idea de que el futuro ya está inscrito, de que los espejos solo nos revelan lo que ya hemos sido en otro nivel de la realidad, ¿qué nos queda de la libertad, esa palabra que Occidente ha venerado hasta convertirla en tótem? ¿No son acaso nuestras elecciones simples cartas repartidas de antemano en un mazo infinito, como esos juegos de cartas LCD donde los jugadores se convencen de estar decidiendo, cuando en realidad se limitan a desplegar las piezas que el diseño del juego ya había dispuesto?

Aquí, inevitablemente, surge la comparación que no puedo evitar: los juegos de cartas coleccionables, tan en boga en este siglo. He visto hombres y mujeres pasar horas discutiendo sobre la mejor estrategia, el equilibrio entre riesgo y beneficio, la emoción de ganar o perder. Pero, si se piensa bien, lo que celebran no es la libertad sino la repetición. Cada partida es un espejo de otra, cada victoria una ilusión anticipada, cada mazo un reflejo más del mismo sistema que promete infinitas combinaciones cuando en realidad gira en torno a un puñado de mecánicas predecibles. El entusiasmo de los jugadores es la carcajada de los dioses ciegos que saben que todo está escrito de antemano.

La casa de los espejos, con su reflejo anticipado, era la metáfora más cruel y a la vez más lúcida de esa condición. Allí comprendí que el horror cósmico no necesita monstruos tentaculares ni dioses dormidos en océanos profundos. Basta con enfrentar la certeza de que no somos más que repeticiones en un tablero que nos excede. ¿Cómo no reír entonces? Porque hay algo cómicamente cruel en esa verdad: vivir convencidos de que elegimos, cuando apenas seguimos un guion escrito en algún espejo remoto.

La risa fue mi salvación. No la risa estentórea de la comedia, sino esa risa breve, nerviosa, casi histérica que uno suelta ante la desgracia absurda. Reír era una forma de rebelión, un modo de decir: “Sé que estás ahí, sé que me controlas, pero al menos puedo reírme de tu juego.” Y acaso esa sea la única libertad verdadera: la manera en que respondemos al destino inevitable.

Al salir de la casa busqué con desesperación la rutina de la ciudad, las trivialidades que me anclaran a lo concreto: un taxi que tocaba bocina, una pareja discutiendo en la esquina, un perro hurgando entre bolsas de basura. Me aferré a esas escenas como quien se aferra a una cuerda. Pero incluso en ellas reconocí la condena: el taxi ya había sonado, la pareja ya había discutido, el perro ya había husmeado. Todo era bucle, repetición, espejo.

Podría decir que desde entonces mi vida cambió, pero sería un cliché. La verdad es más sencilla y más cruel: mi vida continuó igual, solo que ahora cada gesto estaba acompañado por la sospecha de haber sido ya ejecutado en otro reflejo. Y esa sospecha me volvió escéptico, irónico, incapaz de tomar en serio el teatro del mundo.

Es posible que usted, lector, piense que exagero. Es posible que sonría con condescendencia, convencido de que todo esto no es más que literatura. Pero lo que me estremece es saber que ese gesto suyo, esa sonrisa, ya la vi en un espejo antes de que usted la hiciera. Y ese conocimiento, que debería ser aterrador, a mí me arranca otra risa. Porque ¿qué otra cosa nos queda sino reír ante el espectáculo grotesco de un universo que juega con nosotros como con cartas repetidas?

Y si acaso, mientras lee, le parece escuchar un murmullo en la habitación, un rumor semejante al de las mareas, no se alarme: son solo los espejos, cumpliendo con su trabajo.

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