El precio de la primavera

El precio de la primavera

Arcadio

16/09/2025

La llamaban la encrucijada porque, desde lejos, parecía una herida en el mapa: dos caminos que se separaban y tres olmos que negaban su sombra. El año sin primavera había enseñado a la gente a medir las pérdidas con una precisión brutal: quién había dejado de contestar al teléfono, qué tienda cerró sin despedirse, cuántos niños aprendieron a nombrar menos colores.

Yo no era hombre de supersticiones hasta que la fiebre de mi hijo convirtió en necesidad los actos torpes de la desesperación. Mara dejó de reconocer el sabor de las mandarinas. Sus manos, que antes peinaban el viento como si fueran a ordenar la historia, se llenaron de pequeñas pérdidas: olvidos que no tenían peso hasta que un día ya no devolvía mi nombre cuando se cruzaba conmigo en la cocina.

Fui a la encrucijada con la terquedad con la que uno acude a una hipoteca: por costumbre y porque a veces la costumbre se confunde con salvación. El aire olía a metal y a ceniza. Había alguien sentada sobre el mojón de piedra, encorvada como si ese poste fuera la espalda de un anciano que aún tuviera historias que contar.

—No obtendrás la primavera por rumores —dijo, con una voz que sonaba a hojas secas—. Eso conviene aclararlo.

—No busco rumores —contesté más firme de lo que me sentía—. Busco lo que la primavera reclama: brotes, un regreso para lo vivo.

—Eso es una promesa —dijo—. Y esto es una encrucijada. Dos cartas que suelen vender en los juegos: En una encrucijada y Promesa de poder. Los hombres llaman a estas cosas con nombres de entretenimiento para que duelan menos.

Tomé la gema en la palma. Pesaba a la medida de una decisión. No venía envuelta en contratos ni promesas legales: ofrecía una imagen de césped húmedo, de una niña que corría entre manzanos, de algo que, supongo, yo había dejado de saber nombrar.

—¿Qué pide? —pregunté.

—Memoria —respondió—. Nombres, aromas, un día concreto. Se alimenta de lo que anotas con la lengua. La primavera se compra con piezas pequeñas: un nombre, la forma de una risa, el olor del café de tu madre.

Pensé en Mara: en sus manos, en cómo todavía apartaba el cabello de la frente con un gesto tan suyo que parecía tallado. Pensé en mi hijo, cuya fiebre se había convertido en un cálculo que me impedía dormir. Pensé en las cuentas. Puse la gema en el hueco de la tierra en el jardín, allí donde deberían haber nacido los narcisos, y me fui con una sensación que era tanto alivio como una tibia resignación.

La mañana siguiente olía a barro y promesa. Un hilo de verde asomó donde la gema saboreaba la tierra. Mara abrió la ventana y llenó la casa de palabras sencillas y contentas; dijo los nombres de las palomas, enumeró colores como si pasaran por un escaparate. Di gracias con una torpeza que ahora me parece cursi, y el pueblo comenzó a inclinarse hacia el sol con la misma avidez con que un preso abraza la salida.

Pero toda transacción tiene letra pequeña. Al principio fueron faltas diminutas: el panadero que olvidó una estrofa de la canción que cantaba a su nieta, una señora que, al rezar, dejó caer una palabra como si el rezo hubiera perdido una costilla. No lo relacionamos. Atribuimos aquello a la fatiga, al otoño que se niega a ceder, al tiempo que roba sin pedir permiso.

Después vinieron pérdidas con más filo. El señor que había llevado la imagen de su madre en la cartera ya no recordaba su rostro; la tabernera tropezaba con la palabra del nombre de su madre y se reía a medias para ocultar la ausencia. La gente cambiaba piezas de su biografía como quien cambia monedas, sin lograr ver la cajita donde las depositaban ni el agujero que dejaban.

Mara dejó de reconocer mi nombre en una mañana en que la manzana maduró con un brillo de moneda y cayó de la rama con un ruido de fichas. Me miró con ternura, me abrazó y, después de un rato, preguntó con calma:

—¿Cómo te llamas?—

Era un pedazo de hielo clavado en la garganta. Traté de pronunciar mi nombre y la palabra fue una sombra que se despegaba de mí. La cosa que yo llamaba yo comenzó a desdibujarse como un dibujo borrado por manos que no quería perturbar. Para entonces ya conocía el precio, y aun así tomé la decisión que mi cobardía convirtió en heroica: volví a la encrucijada, con la gema en la palma y las manos temblorosas.

La mujer en el mojón no mostró asombro. Había envejecido o rejuvenecido; el pañuelo formaba ahora nudos como estrellas regresando a su órbita.

—No se puede deshacer un pacto —dijo—. Las promesas se alimentan de lo que encuentran y no regresan lo que han mascado. Pero se puede elegir qué dar.

—Dame tu precio —pedí.

—Tu nombre —replicó—, o la manera en que lo pronuncias; puede ser la memoria de tu cara, la receta que guardas en la mano para el caldo, la risa de tu hijo. Poco a poco, la promesa toma lo que necesita para enraizarse.

Pensé en decir que me llevara la memoria de la última deuda, el número de la cuenta, la sombra de la oficina que había matado mis mañanas. Pero sabía que la promesa no negociaba con cifras: negociaba con lo que hacía a una persona identificable. Al final susurré:

—Toma mi nombre.

La mujer me miró como quien observa a alguien doblar una hoja por la mitad para que quepa en un bolsillo. Me pidió que repitiera mi nombre tres veces y una cuarta como si lo dijera a una persona que acababa de conocer. Lo dije. La gema vibró, tibia, y absorbió la sílaba como una lengua que recoge sal. Sentí, todo a la vez, cómo algo se me despegaba: recuerdos que formaban mi rostro, la forma en que apretaba los puños cuando mentía, un refrán que mi abuelo repetía.

Volví a casa y Mara me recibió con la misma suavidad con la que se recibe a un vecino. Ella no recordaba el hueco que mi ausencia había dejado porque para entonces las bocas del pueblo ya no preguntaban por los nombres: nombraban lo visible, tocable. A mí me llamaban con diminutivos prestados, con palabras amables que no terminaban de pertenecerme. Podía sentarme a la mesa y reír cuando ella contaba las mismas anécdotas que una vez habíamos vivido juntos, pero la unión entre esos recuerdos y la palabra que me nombraba se había roto.

A veces, por la noche, voy al jardín y escucho a la gema en la tierra: tiene un tic que suena a cuentas que no cierran. La manzana cae cada año con la puntualidad de una moneda que cae en la ranura de una alcancía. Los niños juegan debajo de sus ramas. Los turistas llegan, hacen fotos y escriben palabras en redes que ninguno recuerda haber aprendido.

Me volví un hombre sin nombre en el sentido que importa: sin la propiedad de mi propio pasado. Conozco el contorno de los gestos de Mara; sé dónde apoyar la taza cuando ella entra en la cocina. Pero cuando intento trazar con la lengua el mapa de mi infancia, las líneas se deshacen.

A veces, en las noches sin viento, me siento en la encrucijada. La mujer continúa allí, con su bolsa de nudos, tejiendo silencios. Los viajeros se detienen, con la esperanza en la boca, y me piden que les diga qué hay que ofrecer. Yo les tomo la mano y, con una voz que es la de cualquiera que ha vendido su nombre, les digo la verdad templada:

—Das lo que puedas prescindir. Pero cuidado: lo que crees que es prescindible puede ser lo que te mantiene entero.

Algunos se marchan. Otros meten la mano en el bolsillo y desaparecen tras el camino con la misma fe con la que yo enterré la gema. La encrucijada sigue ahí, con sus olmos como jurados mudos. La promesa floreció—la primavera volvió al pueblo, más verde y menos costosa de lo que nadie pensó—, pero en el inventario del tiempo siempre hay una deuda que alguien pagó sin saberlo.

Si pasas por la encrucijada y te ofrecen comprar la estación que falta, mira primero lo que sostienes con la mano: quizá no sea tan tuyo como crees. La promesa es fácil de entender cuando brilla; es difícil de volver a nombrar cuando se ha llevado tu nombre.

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