Eruditex vs LCG

Eruditex vs LCG

Laureano Kunz

14/09/2025

En 1928, el erudito húngaro Arpad Kézmarok publicó en Leipzig un tratado mínimo, apenas veintiséis páginas, titulado De los juegos infinitos y su degeneración en artificios repetibles. El texto pasó inadvertido en su época, salvo para un reducido círculo de lectores que, según se cuenta, lo comentaban en reuniones privadas donde se mezclaban filólogos, matemáticos y jugadores de azar. Kézmarok sostenía que todo juego, al intentar reproducir la vastedad de la experiencia humana, termina convertido en una parodia de sí mismo. De ese axioma derivaba una sentencia que pocos entendieron: “Los juegos de cartas coleccionables son espejos que pretenden reflejar el infinito, pero lo fragmentan hasta volverlo inservible.”

Mucho después, cuando ya nadie recordaba el nombre de Kézmarok, reapareció una copia de aquel opúsculo en la biblioteca del profesor chileno Adolfo Trujillo Brossard, quien afirmaba que el manuscrito anticipaba, con precisión perturbadora, los mecanismos de los llamados Living Card Games del siglo XXI. Según él, la obsesión por ampliar constantemente los mazos, por introducir cartas que no eliminan las anteriores sino que las condenan a una eternidad de vigencia, constituía no una innovación lúdica, sino una metáfora involuntaria del infierno. Trujillo, hombre dado a la exageración, añadía que cada expansión era una condena y que el jugador, en su intento por dominar el juego, se volvía esclavo de él.

He querido recuperar esas discusiones, porque en el fondo no me interesa el pasatiempo en sí mismo —nunca fui hábil con las cartas, ni con los dados, ni con el cálculo de probabilidades—, sino el modo en que los hombres proyectan su necesidad de orden en sistemas artificiales que pretenden eternidad.

El lector imaginará que exagero, pero permítame un ejemplo. En 1932, el francés Étienne Delaurier, jurista mediocre y bibliófilo compulsivo, escribió una carta a su amigo Louis Lambert donde narraba una escena doméstica: un grupo de jóvenes intentaba explicar a su tío anciano un juego de cartas cuyo reglamento crecía semana a semana. El anciano, tras escuchar con paciencia, concluyó que aquel juego no existía; que era un artificio sin esencia, un “libro que se escribe sobre hojas ya impresas, borrando lo anterior con tinta invisible”. La anécdota parecería banal, pero fue citada por Delaurier en al menos cinco textos posteriores, como si en esa observación residiera un enigma irresuelto.

Lo que me interesa no es la veracidad de la escena, sino la intuición de que los juegos de cartas coleccionables —y más tarde los llamados LCG— operan como una metáfora grotesca de la memoria. Cada carta nueva promete ampliar el universo, pero en verdad lo distorsiona. El conjunto se hace ingobernable, y lo que debía ser juego se convierte en archivo. Ya no se juega: se cataloga.

En 1957, un oscuro conferencista de Córdoba, Alejandro Murúa, intentó organizar una conferencia titulada El mazo infinito: aproximaciones teológicas. Apenas acudieron doce oyentes. Murúa afirmaba que los LCG no eran juegos, sino comentarios fragmentarios de un libro inexistente. Cada carta era un glosario, una nota al pie, una explicación parcial de un relato ausente. En su cuaderno de notas —que aún se conserva— escribió: “El jugador es un exégeta de textos ilegibles. Las reglas son Escrituras dispersas. El mazo entero, jamás jugado, es la ilusión de una totalidad que se niega.”

No es difícil ver la crítica. Lo que Murúa planteaba, sin decirlo, era que los LCG (y sus precursores) convertían al jugador en esclavo de un corpus textual que se multiplicaba sin cesar. No se trataba de estrategia, ni de azar, sino de la absurda tentativa de comprender un sistema que se rehace antes de ser entendido. En esa proliferación estéril Murúa veía una sombra gnóstica: el dios que juega con el mundo, pero que nunca revela las reglas completas.

Más cercano en el tiempo, el filólogo polaco Janusz Wilczek escribió un artículo donde comparaba los LCG con la biblioteca de Babel. Afirmaba que cada expansión agregaba no un capítulo nuevo, sino infinitas variaciones del mismo capítulo, de modo que jugar era equivalente a perderse deliberadamente en un laberinto. Al final del artículo, en una nota al pie, Wilczek confesaba que había quemado todas sus cartas en un acto ritual, porque había comprendido que lo que buscaba en ellas no era diversión sino revelación. Y como toda revelación, era imposible.

Podría seguir multiplicando ejemplos: la tesis inédita de Humberto Villagrán en la Universidad de La Plata, donde compara los mazos con códices mesoamericanos jamás descifrados; el panfleto anónimo encontrado en Montevideo que acusa a los LCG de “cultivar un politeísmo de reglas cambiantes”; el diario apócrifo de una mujer vienesa que asegura haber encontrado mensajes cifrados en la disposición de las cartas. Todos apuntan a la misma conclusión: la imposibilidad de totalizar el juego, la futilidad de intentar comprenderlo en su integridad.

Lo paradójico es que esa misma imposibilidad es lo que garantiza su permanencia. Un ajedrez, un póker, un truco pueden aprenderse, dominarse, incluso agotarse. Los LCG, en cambio, viven en la promesa incumplida de totalidad. Cada jugador cree que en la próxima expansión hallará la clave, la carta decisiva, el equilibrio que otorgue sentido. Pero esa carta nunca llega. Y si llegara, destruiría el juego.

No puedo dejar de pensar en la observación de Kézmarok: “Los juegos de cartas coleccionables son espejos que pretenden reflejar el infinito, pero lo fragmentan hasta volverlo inservible.” Esa inutilidad, sin embargo, los vuelve fascinantes. Porque en su artificio reconocemos nuestro propio destino: perseguir un orden que no existe, multiplicar reglas que nos exceden, acumular fragmentos de un relato que jamás se escribirá entero.

He aquí, acaso, la crítica más severa y la más justa: los LCG no son un entretenimiento, sino un espejo grotesco de nuestra manía de sistematizar lo inconmensurable. Como tal, pueden ser amados, coleccionados, jugados con fervor. Pero conviene recordarlo: en cada carta añadida late la promesa imposible de un universo cerrado, y en cada partida se renueva la certeza de que ese universo no existe.

Quizás la verdadera jugada —la única— sea abandonar el mazo, como hizo Wilczek en su hoguera doméstica, o como imaginó el anciano de Delaurier: reconocer que el juego nunca estuvo allí.

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