El Círculo del Cobachi

El Círculo del Cobachi

Vidal

13/10/2025

Las rocas, arrancadas por las llantas del camión, rodaban al precipicio, rumbo al insondable estómago del Cerro Cobachi. El crujido de la grava cesó cuando llegamos a un llano. El señor Torre bajó del camión. Tras montar las tiendas, tomamos nuestros instrumentos y seguimos al guía hasta un talud. Como si viéramos la sección transversal de un organismo bajo el microscopio, un crinoideo de siete metros de altura sobresalía de la arenisca. Nos dedicamos a retirar el sedimento que rodeaba al equinodermo. En la base del pedúnculo encontramos un amontonamiento de fósiles: la primera capa era de trilobites y conodontos; la segunda, de celacantos. Los restos estaban dispuestos en semicírculos concéntricos, como fieles en torno al altar durante la misa.

Al anochecer, el doctor Aarón me explicó su teoría sobre la distribución anómala de los fósiles. Creía que entre aquellos organismos había existido una relación simbiótica: usaban al crinoideo como refugio, un sitio donde encontrar alimento; del mismo modo como hoy algunos pequeños crustáceos se adhieren a los lirios del mar. 

A la mañana siguiente delimitamos y cuadriculamos el área de excavación. En los círculos más profundos aparecieron cráneos en forma de ‘V’. Luego emergieron los esqueletos: cuatro extremidades unidas a un tronco. Medían un metro con sesenta centímetros. Dos brazos y dos piernas. Manos con cinco dedos, un pulgar. No eran peces, ni equinodermos, ni artrópodos. No parecían pertenecer a ninguna clase animal conocida: los cóndilos occipitales sugerían que se trataba de anfibios; los discos intervertebrales, de peces; los huesos del oído medio, de reptiles. Al final del día, discutimos. El doctor Aarón veía el primer eslabón entre peces y anfibios, y, en el pulgar, un mecanismo de defensa análogo al del iguanodón, a pesar de que se distinguían las tres falanges. 

Esa noche desperté empapado en sudor, con el corazón golpeando las paredes de mi pecho, como si intentara escapar. No puedo explicar la sensación: sentí la muerte, el vacío, la no-existencia, en apenas un instante. Salí de mi tienda. A unos pasos, la figura del señor Torre interrumpía el resplandor de la Vía Láctea. Con la cabeza agachada, me contó que, desde la tormenta que expuso el talud a la intemperie, el pueblo de Cobachi había cambiado. Nadie duerme, y todos se sienten irresistiblemente atraídos al cerro, a excavar con sus propias manos, como perros; él mismo ha sido víctima de esos lapsos de locura, y me confesó que ya no le parece extraño despertarse a mitad de la noche al pie del cerro, desgarrando rocas.

Por la mañana le pedí al señor Torre que repitiera al doctor lo que me había contado. El tono grave del guía no evitó que Aarón soltara su gangrenosa risa. Dijo que, si fuera cierto, el descubrimiento del fósil sería coincidencia, su causa sería una enfermedad psicogénica: lo mismo que llevó a cuatrocientas personas a bailar hasta la muerte en Estrasburgo, en 1518.

En camino al talud, rompí el silencio:

—La distribución de los restos es demasiado perfecta para que la teoría del refugio tenga sentido.

—¿Qué solución propones? —respondió sin apartar la vista del camino.

—Feromonas, quizá. Un compuesto simple podría ser interpretado por distintas especies como una orden de congregación. Pero eso no explicaría la forma circular de las capas. Si le soy sincero, creo que la causa de ello está fuera de nuestra competencia.

El doctor se detuvo; todo su rostro se contrajo.

—¿Qué quieres decir?

—Esas cosas que encontramos tienen pulgares. Las aletas son la adaptación a la vida marina; el pulgar, a la vida inteligente. La disposición de los fósiles me recuerda a los esqueletos encontrados en los chultunes de Chichén Itzá.

Esa gangrenosa risa, tan falsa y pretenciosa, tan terca, volvió a brotar de su boca:

—Espero que estés jugando. Tu nombre está asociado al mío en este proyecto. Lo que digas al público es una extensión de mi trabajo. Guárdate tus idioteces para las parrilladas… y a la academia, resérvale la verdad.

Los días siguientes continuamos revelando la extraordinaria geometría del círculo funerario.

Sentí de nuevo el horror que me había despertado aquella noche. Salí de la tienda; estaba solo. No encontré al señor Torre en el campamento, sino en el talud. En cuclillas. Excavando con sus propias manos. Sus manos ensangrentadas. Gruñía. Lo llamé y se detuvo. Luego se dejó caer y pareció volver en sí. Asustado, se arrastró hasta mis pies: las uñas le pendían de las puntas de los dedos. Lo llevé al campamento y curé sus heridas.

—Váyanse de aquí —repetía sin silencios—. Váyanse, por su bien.

El doctor no mostró el menor interés por lo sucedido. Lo atribuyó a una simple expresión de estrés producto del aislamiento.

Llegados al crinoideo, señalé el lugar donde había encontrado a Torre. Una superficie tersa se asomaba del suelo. Me arrodillé. Era una lutita de forma esférica, de un color gris acero. La limpié con la brocha, retirando la tierra milímetro a milímetro. Aarón observaba en silencio sobre mi hombro. Tomé el martillo y di un golpe. La esfera se fracturó en dos mitades. En el centro, incrustada, una moneda. Sí, una moneda: de metal, biselada, con un relieve geométrico en el centro. No parecía una moneda antigua, sino moderna en su absoluta simetría.

Me la arrebató.

—¿Lo ve ahora? —le grité—. Todo lo que sabemos del mundo… El trabajo de siglos ha sido demolido por un minúsculo rastro del Devónico. Una civilización…

Volvió a reír. Esa maldita risa, tan obstinada en sus prejuicios, en su error evidente, en su pretendida superioridad.

—No es más que una pirita inusual…

No importaba cuánto insistiera, cuánta evidencia hubiera: su respuesta era siempre la risa. Esa risa podrida, hipócrita, con la que profana a la ciencia.

Con una de las mitades de la lutita le desfiguré el cráneo. Al fin, lo callé. Arrastré al doctor hasta un acantilado y lo arrojé junto con la roca con la que le destruí el cerebro.

De regreso al campamento, descompuesto de angustia, le expliqué a Torre que Aarón había querido buscar otro sitio para excavar y cayó al vacío.

Subimos al camión y bajamos del cerro en busca de ayuda.

—Señor Torre —suspiré—, lo que hemos encontrado es el descubrimiento más importante de la ciencia. Hemos estado mirando hacia otros mundos buscando lo que yacía a nuestros pies. El doctor Aarón, antes de caer, no quería aceptar lo que veía frente a sí. No soportó la encrucijada entre la verdad y su trabajo. Comienzo a pensar que, quizá, saltó a propósito.

—¿Qué han encontrado? —preguntó aferrado al volante, con la vista al frente.

—…no estoy seguro.

Entonces vimos una procesión que se dirigía al cerro. Nos detuvimos. Torre, sin decir una palabra, salió del camión y se unió a la multitud.

Un transporte de la universidad me recogió en el pueblo. No esperé a llegar a mi casa para comenzar a escribir el artículo: «El círculo funerario del cerro Cobachi». En unos días, me uniré a la búsqueda del doctor Aarón y a recoger los especímenes que dejamos en el campamento. Me quedaré allí, en el cerro, hasta descubrir todo lo que yace bajo el crinoideo. En Cobachi con el señor Torre.  

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