La lluvia caía en 90 grados sobre los cristales.
Yo esperaba en la mesa con la lámpara encendida.
El cigarro se apagó en el cenicero. El hombre entró sin hacer ruido.
Llevaba un rollo de papeles bajo el brazo. Lo colocó frente a mí.
—Soy el señor Torre —dijo.
No me dio la mano. Se sentó. Su voz era baja y dura.
—Traigo secretos —añadió.
Le miré. Su cara era pálida. Sus gafas brillaban con la luz amarilla.
—¿Qué secretos? —pregunté.
—Los tuyos. Los de todos. El problema es que una vez que sabes, no puedes volver atrás.
Se inclinó y desplegó un papel. Era un mapa. Líneas negras. Marcas rojas. Fechas. Lugares.
—Eliges tres, o seis, o nueve —dijo—. Las cartas que quieras. Yo te las muestro. Tú decides qué hacer con ellas.
No entendí. Le dije que hablara claro.
—No hay claridad en esto —contestó—. Solo riesgo. Cada carta que escojas es un futuro. Una trampa. Una posibilidad de ruina. Pero también un arma.
Sacó un mazo de cartas de un bolsillo. Era un mazo viejo. Bordes gastados. Lo agitó en su mano.
—Mira —dijo.
Las primeras cartas mostraban paisajes.
Casas abandonadas.
Rostros sin ojos. Una mujer que reía con la boca abierta y negra.
—No quiero ver más —le dije.
—Ya viste bastante. Y si entre lo que miraste hay debilidad, deberás quedártela. Así es la regla.
Encendí otro cigarro.
—¿Quién inventó esa regla?
—La ciudad —respondió—. El tiempo. Los hombres que pactaron antes que tú.
Me reí. El humo me quemaba la garganta.
—¿Y por qué iba a jugar a esto?
El señor Torre me miró como si supiera algo que yo había olvidado.
—Porque ya empezaste —dijo.
Era tarde.
Salimos a la calle. El aire olía a hierro y humedad.
El señor T caminaba deprisa. Yo le seguía.
—¿Adónde vamos?
—A donde empieza todo.
Las luces de gas apenas iluminaban las esquinas.
Vi sombras que parecían moverse solas. El señor T no se detenía.
Doblamos por un callejón. La pared estaba cubierta de inscripciones.
Nombres. Fechas. Símbolos.
—Aquí está la primera carta —dijo.
Tocó la piedra y la superficie se abrió como una puerta. Bajamos por unas escaleras de hierro.
El sótano era amplio y húmedo. Había una mesa en el centro. Otra lámpara. Otro mazo de cartas.
—Siéntate —ordenó.
Me senté.
—Saca tres —dijo.
Lo hice. La primera carta tenía mi nombre. La segunda, el nombre de mi madre. La tercera estaba en blanco.
—¿Qué significa?
—Que la última aún no fue escrita.
Sentí un frío en la nuca. No quise mirar más.
—He visto suficiente.
El señor Torre negó con la cabeza.
—No es tan fácil. Mira de nuevo.
Volví a mirar. Ahora la carta en blanco estaba manchada. Goteaba sangre.
Me levanté de golpe.
—Esto es un truco.
—No hay trucos —dijo—. Solo elecciones.
Pasaron días. No dormía.
Cada noche soñaba con cartas que ardían en mi mano.
Cada mañana despertaba con el sabor del hierro en la boca.
El señor Torre me buscaba. Siempre sabía dónde encontrarme.
En la taberna. En la plaza. En el puerto.
—Aún debes elegir —me repetía.
Yo lo evitaba. Pero él aparecía de nuevo. Siempre con sus papeles. Siempre con el mazo en la mano.
Una noche lo seguí. Quería saber de dónde sacaba esas cartas. Caminó hasta el viejo edificio del archivo. Entró sin llave. Subió las escaleras. Abrió una sala cerrada con candado.
Dentro había cajas. Miles de cajas. Todas con nombres.
—Aquí guardo los secretos —me dijo.
Las cajas vibraban. Como si algo quisiera salir.
—Nadie puede saber tanto —le dije.
—Alguien debe saberlo. Y ese alguien ahora eres tú.
Me dio una caja. Llevaba mi nombre escrito. Al abrirla, el aire se volvió pesado.
Dentro había cartas iguales a las que me mostró la primera vez.
Todas hablaban de mí. Todas eran posibles futuros.
—No quiero esto —dije.
—Ya lo tienes —respondió.
La ciudad empezó a cambiar. Nadie sonreía. Las sombras se alargaban más de lo normal. Los relojes se detenían. La gente susurraba mi nombre.
Un hombre me detuvo en la calle. Tenía los ojos en blanco.
—Él lo sabe todo —dijo—. Él sabe tu final.
Empujé y eché a correr.
Fui a la taberna. Allí estaba el señor Torre. Me esperaba con un vaso de whisky.
—¿Por qué yo? —le pregunté.
—Porque eres capaz de ver. Los demás solo siguen. Tú puedes elegir.
—No quiero elegir.
—Entonces elige no elegir. Pero recuerda: hasta eso tiene un precio.
Otra semana pasó. Dejé de salir. Cerré las ventanas.
Guardé un cuchillo bajo la almohada. Pero aún así soñaba. Soñaba con cartas que me hablaban. Me decían lo que haría al día siguiente.
Lo que pensaría. Lo que perdería. Y siempre acertaban.
Un día desperté con la sensación de no ser yo. Caminé hasta el espejo. Mi cara era la misma, pero mis ojos no. Brillaban como los del señor Torre.
Golpeé el vidrio con el puño. La sangre corrió por mis dedos. Entonces lo oí detrás de mí.
—Ya entiendes —dijo.
Me giré. Allí estaba de nuevo. Con el mazo en la mano.
—Eres como yo.
—No quiero ser como tú.
—No se trata de querer. Se trata de aceptar.
Me ofreció las cartas. Esta vez no dudé. Las tomé.
—Ahora muéstrame tu final —le dije.
Él sonrió.
—Mi final ya lo conoces.
La última noche lo vi en mi casa. Estaba sentado en mi silla. Tenía el mazo sobre la mesa.
—Es el final —dijo.
—¿El tuyo o el mío?
Sonrió. No contestó.
—Toma tres cartas más.
No quise hacerlo. Pero mis manos se movieron solas. Saqué tres.
La primera era la muerte. La segunda era el mar. La tercera era él, con la misma sonrisa.
El señor T se levantó. Me entregó las cartas.
—Ya sabes demasiado —dijo.
Y se desvaneció.
El mazo quedó en mi mesa. No pude destruirlo. Cada vez que lo intentaba, volvía a aparecer.
Hoy lo guardo en un cajón. Pero lo oigo. Por las noches, las cartas se mueven. Susurran. Llaman.
Torre tenía razón. Una vez que sabes, no hay vuelta atrás.
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