Todo tiene un prec…

Todo tiene un prec…

Diego Arbebiede

09/09/2025

—Étienne, ¿qué has encontrado en tu mesa?
—Una carta, Margot. No es una carta de amor ni de familia. Es un libro cerrado dibujado en ella, y bajo la imagen, dos palabras: Experimenté, maudit.
—¿Y qué significa para ti?
—Un llamado, un veneno, un espejo. Promesa de poder, lo llaman.

—¿No temes abrirla?
—Ya está abierta en mí. Aunque la hoja siga cerrada, el símbolo respira en mi pecho.
—Escucha: el poder promete, pero nunca regala. ¿Qué estás dispuesto a entregar?
—¿Qué no he entregado ya? Mi sueño, mi calma, mi voz.

Silencio. Un murmullo como de páginas que se rozan. Étienne habla consigo mismo, pero jura que escucha a Lucien contestar.

—Lucien, ¿eres yo?
—Soy tu sombra, soy la parte que firma lo que tú solo imaginas.

—Entonces dime, ¿qué hago con esta carta?
—No la leas como un hombre. Léele como quien se inclina ante un abismo.

Una segunda carta cae en la mesa. Margot ríe desde lejos, pero Étienne sabe que no hay nadie más en la habitación. La toma con cuidado. Es la carta de la encrucijada.

—Dos caminos, Lucien. ¿Cuál elijo?
—El que no promete regreso.
—Pero, ¿y si me pierdo?
—Ya estás perdido. Solo que aún no lo sabes.

—Entonces, ¿escribiré?
—Escribirás aunque no quieras.
—¿Y si me niego?
—El silencio también es escritura, Étienne.

La vela tiembla. El diálogo se curva hacia lo poético, como si cada respuesta fuera un verso.

—Margot, ¿qué escuchas tú?
—Una voz que no es tuya y, sin embargo, pronuncia tu nombre.
—¿Me aconsejas avanzar?
—No. Te aconsejo elegir. Lo terrible no es caminar, sino detenerse ante la bifurcación hasta pudrirse en dudas.

Étienne aprieta las cartas contra el pecho. Siente que laten.

—Promesa de poder. Encrucijada. ¿No son la misma cosa?
—Lo son, pero en distintos espejos. Una te ofrece la tentación. La otra te recuerda el precio.
—¿Y cuál es el precio?
—Tu rostro, tu memoria, tu inocencia.

Silencio otra vez. Étienne se queda mirando las dos cartas sobre la mesa. Y se dice en un susurro que parece rezar:

“Caminaré sin regreso. Firmaré sin tinta. Porque el verdadero poder no está en lo que me dan, sino en atreverme a perderme para encontrarme.”

Y en la penumbra, mientras las cartas se disuelven como ceniza, la voz de Margot y de Lucien se confunde con la suya propia. Ya no sabe si habló con ellos o consigo mismo. Pero el eco queda, en forma de poema secreto:

Prometí poder,
hallé encrucijada,
me elegí a mí mismo
y ya no hubo vuelta.


Margot vs Margot

—Margot, ¿por qué tiemblan tus manos?
—Porque encontré la primera carta. Una promesa de poder escrita con fuego, pero que arde solo en mi pecho.
—¿Y qué te promete?
—Lo que nunca tuve: un destino claro, una voz que ordene el caos.
—¿Y qué exige?
—Lo intuyo. Exige que me pierda para poder hallarme.

La voz dentro de Margot no era otra persona: era el eco de sus dudas, el murmullo de su miedo y de su deseo mezclados como vino agrio.

—Margot, no confundas poder con salvación.
—¿Acaso no es lo mismo?
—No. El poder te eleva, la salvación te libera. Una cadena de oro sigue siendo cadena.
—Entonces, ¿qué hago con esta carta?
—Preguntate primero qué estás dispuesta a entregar.

La segunda carta aparece, ligera como un soplo. La ilustración de la encrucijada le recuerda los caminos de su infancia en Lyon: uno llevaba al río, otro al cementerio. Ninguno la trajo nunca de regreso igual.

—Estoy frente a los dos caminos —dijo Margot—. ¿Y si elijo mal?
—Todo camino lleva en sí mismo su precio. Lo terrible no es equivocarse, sino quedarse paralizada.
—¿Y si no regreso?
—Nunca se regresa igual, Margot. Esa es la verdad que más duele.

Cierra los ojos y se escucha a sí misma en verso:

“Soy dos voces que laten en un solo pecho,
soy promesa y advertencia,
soy la risa y la herida.
Si me arriesgo, tal vez me pierda.
Si no lo hago, ya estoy perdida.”

Las cartas palpitan como si respiraran. Y Margot comprende que el verdadero diálogo no está en elegir un camino, sino en escucharse en esa grieta donde lo sagrado y lo maldito se confunden.

Lucien vs Lucien

Lucien se encontró con las cartas una noche en que la lluvia golpeaba los ventanales de su estudio en Marsella. El eco del agua parecía pronunciar su nombre.

—Lucien, ¿qué ves en este libro cerrado?
—Un poder antiguo, un pacto que espera mi firma.
—¿Y qué esperás vos de él?
—Lo que me fue negado: reconocimiento, voz, destino.
—¿Y qué darías a cambio?
—Mi descanso, mi paz, mi cordura.

La voz en su interior sonó dura, como un juez que no acepta sobornos.

—Lucien, no confundas hambre con destino. Quien busca poder para llenar un vacío nunca se sacia.
—¿Y si el poder es el único camino que me queda?
—Entonces te perderás en él, y ni siquiera recordarás que una vez fuiste hombre.

La segunda carta cayó abierta sobre su escritorio. Era la encrucijada. Dos caminos en sombras, idénticos, imposibles de distinguir.

—Dime, Lucien, ¿por qué te detienes?
—Porque no sé cuál es el correcto.
—Ninguno es correcto, todos son verdaderos.
—¿Y si me llevan a la ruina?
—Ya estás en ruina si no decides.

Lucien respiró hondo. El diálogo se volvió plegaria.

Si elijo el poder, ¿seré aún yo?
Si elijo la prudencia, ¿seré menos que yo?
Si me quedo, muero en silencio.
Si camino, muero de audacia.
¿No es la vida misma
una lenta promesa de poder,
una interminable encrucijada?

Las cartas ardieron sin fuego. Y la voz interna le devolvió la última advertencia:

—Lucien, no olvides que no eres el lector de esta historia, sino su personaje. Y el personaje nunca controla el final.

Él cerró los ojos y, como Margot, comprendió que el poder prometido no era más que el espejo de su miedo. La encrucijada, en cambio, era la única verdad: vivir es elegir aun sin garantías, caminar aun sabiendo que quizá no habrá regreso.

«El silencio que siguió a las cartas no fue total: quedó suspendido como un rumor en el aire, como si cada palabra escrita se negara a morir del todo. Margot y Lucien, en su doblez secreto, habían abierto una puerta que ninguno de los dos pudo cerrar. Y esa rendija, mínima pero viva, bastaba para que algo —una brisa helada, un eco de risa antigua, una sombra que juega a confundirse con la luz— siguiera entrando.

No había horror explícito, sino una vibración sutil, como un escalofrío compartido entre los que leen en voz baja. El misterio estaba allí, escondido en los pliegues, y, sin embargo, no era solo amenaza: había también un guiño, un juego macabro que parecía decir “te miro, pero también me río contigo”.

Tal vez la verdadera carta nunca fue escrita, o quizá aún espera en algún cajón olvidado, amarillenta, con la tinta casi borrada, aguardando la mirada de quien se atreva a leerla. Porque los relatos —como las promesas que nunca se cumplen— no mueren, se disimulan. Se hacen humo, se hacen risa, se hacen sombra.

Y en ese intersticio donde lo oscuro roza lo lúdico, donde el terror parece invención y la invención parece verdad, queda flotando la última certeza: que cada palabra es un pacto. Y que todo pacto, incluso el más íntimo, reclama siempre su precio.»


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