No suelo registrar mis sesiones fuera de la historia clínica, pero el caso de Adrián me obliga a hacerlo. Algo en su discurso escapa a los límites de la psicopatología, aunque temo que esta afirmación pueda ser interpretada como un desliz profesional. Escribo para ordenar lo que escucho y lo que siento, quizá también como un intento desesperado por evitar que las imágenes que se filtran en mis sueños terminen por desbordar mi razón. También escribo para mantener mi mente ocupada y evitar pensar en beber. Hice un compromiso, mas bien estoy obligada a ir a las reuniones de alcohólicos anónimos. Las odio.
Adrián acudió a consulta por insistencia de su hermana. Me dijo, con voz baja y manos crispadas, que llevaba semanas despertando empapado de sudor, incapaz de volver a dormir. Lo que lo atormentaba no eran pesadillas convencionales, sino sueños recurrentes, idénticos en cada detalle, donde una figura inmensa emergía de un mar sin nombre. “No es un monstruo, doctora —me dijo la primera vez—, es algo más… como si el mar mismo estuviera soñándome a mí.”
No encontré en sus palabras alucinaciones típicas de un brote psicótico. Su relato era lineal, coherente, excesivamente vívido, pero sin delirio manifiesto. Más bien se trataba de una experiencia onírica persistente, cargada de símbolos. Lo anoté como trastorno de sueño con ansiedad.
En la segunda sesión trajo consigo un cuaderno. En sus páginas había dibujos trazados con grafito, formas de geometría extraña, círculos concéntricos atravesados por ángulos imposibles. Reconocí en ellos la torpeza de alguien sin formación artística, pero también una obsesión que lo empujaba a repetir los mismos motivos una y otra vez. Lo perturbador era que esas figuras me resultaban familiares. No recordaba dónde las había visto, aunque una parte de mí sabía que ya estaban impresas en mi memoria, como recuerdos que no me pertenecían. Comenzaba a pensar que la falta de alcohol en mi sangre me estaba pasando la cuenta. Me sentía borracha sin estarlo, confundida e inquieta.
Cuando le pregunté por el origen de esas imágenes, Adrián sonrió mirándome fijamente. “No las invento. Solo copio lo que se alza frente a mí en el sueño. Hay una ciudad hundida, de piedra negra, y esas marcas cubren sus muros. Es un lugar antiguo, más antiguo que el ser humano.”
Fue entonces cuando recordé algo que me había contado el Sr. Torres, un colega, que antes había trabajado aquí con pacientes que describían experiencias similares. Me advirtió: “Hay casos que no se resuelven con palabras. Algunos sueños no deben ser explorados”. Pensé que exageraba.
Esas palabras me produjeron un escalofrío involuntario. Lo atribuí a la abstinencia. Sin embargo, desde esa noche, yo también comencé a soñar con agua oscura y con ecos que emergían de la profundidad.
La tercera sesión comenzó con un silencio espeso. Adrián parecía agotado, como si hubiera envejecido en pocos días. Sus ojos se hundían en unas ojeras violáceas y su piel tenía un matiz cerúleo, húmedo. Me extendió el cuaderno sin mediar palabra: las páginas nuevas estaban cubiertas de los mismos signos geométricos, aunque ahora se entrelazaban en secuencias más complejas, casi como si fuesen fórmulas matemáticas.
Al observarlas tuve la sensación de que no eran simples dibujos. Era como si las líneas se movieran en el límite de mi visión, como si vibraran con una lógica secreta que yo no alcanzaba a comprender. Aparté la mirada, fingiendo calma, y le pregunté qué significaban.
“Son las llaves”, murmuró. “Cada noche avanzo más en la ciudad. Hay puertas que solo se abren si uno las traza correctamente. Y detrás… detrás hay algo que aguarda.”
Anoté la frase en mi registro clínico, pero al escribirla noté que mi mano temblaba. Era yo quien empezaba a tener insomnio. Me acostaba agotada, pero apenas cerraba los ojos volvía la misma imagen: corredores inundados, columnas ciclópeas cubiertas de símbolos que se confundían con los de su cuaderno. A veces escuchaba un rumor bajo el agua, un murmullo coral que no parecía humano. Me levanté de la cama, fui a la cocina. Me emborraché.
En la cuarta sesión decidí confrontarlo con la posibilidad de un trastorno obsesivo de base esquizoide. Esperaba encontrar resistencia, pero Adrián sonrió con una serenidad inquietante.
“No estoy enfermo, doctora. Soy un testigo. Lo que sueño no es producto de mi mente. Usted lo sabe, ¿verdad? Porque también lo está soñando.” Y pronto deberá decidir: seguir conmigo, o cerrarle la puerta al conocimiento que aguarda. ¿Qué encrucijada no?”
Sentí que la sangre se me helaba. Me quedé en silencio, temiendo delatarme. Su mirada se iluminó con una certeza fanática.
Aquella noche, incapaz de resistir más, revisé en la biblioteca universitaria algunos volúmenes antiguos sobre simbolismo. No hallé nada que explicara sus dibujos, hasta que en una estantería olvidada encontré un tomo deteriorado, sin índice, que contenía grabados de carácter esotérico. Allí estaban los mismos motivos: círculos, ángulos imposibles, secuencias idénticas a las de Adrián. El pie de página mencionaba su procedencia: “copias del Necronomicón, manuscrito atribuido al árabe loco Abdul Alhazred”.
La coincidencia era tan precisa que mi cuerpo reaccionó con un rechazo visceral. Era eso o la resaca. Cerré el libro de golpe, devolviéndolo al estante como si ardiera. Sin embargo, desde entonces, cada vez que cierro los ojos, escucho la voz de Adrián repitiendo que son llaves, y que ya no falta mucho para que la puerta se abra.
La quinta sesión comenzó de un modo anómalo: Adrián ya estaba sentado en la sala de espera antes de la hora pactada. Lo encontré con la mirada fija en la ventana, como si esperara algo del cielo gris de la tarde. Al entrar al consultorio, se acomodó sin mirarme. Abrió el cuaderno en una página en blanco y comenzó a trazar los símbolos con una rapidez febril.
“Hoy será distinto”, anunció con voz áspera. “La puerta está casi abierta. Necesito que me acompañe.”
Intenté redirigir la sesión hacia lo clínico, hacia la ansiedad, pero mis palabras rebotaban en un muro invisible. Los signos que dibujaba se superponían, formando un patrón circular en espiral. Al centro, una figura ovalada recordaba un ojo que se expandía en múltiples pupilas.
Fue entonces cuando ocurrió: el aire del consultorio se densificó, como si la presión descendiera de golpe. Un zumbido grave, profundo, vibraba en los muebles, en mis huesos. Adrián cerró los ojos y empezó a recitar en un idioma desconocido, gutural, que no era fruto de una invención. Cada sílaba me producía un vértigo insoportable, como si mi mente reconociera en ellas un eco demasiado antiguo.
Las luces parpadearon. Creí ver, por un instante, que las paredes se disolvían en una vastedad acuática: corredores sumergidos, columnas ciclópeas que se alzaban más allá de lo imaginable. El suelo del consultorio se volvió húmedo bajo mis pies; un olor salino, a algas podridas y a abismos, impregnó el aire. Pensé por un momento que estaba borracha.
“Está aquí”, susurró Adrián, con una devoción aterradora.
El recuerdo del Sr. Torres me advertía: no todos regresan indemnes.
A esta altura de mi vida, lo que menos me importa es mantenerme intacta.
Y lo vi. Vi un fragmento de lo imposible: un contorno titánico que se agitaba tras las columnas sumergidas, una forma que desafiaba toda geometría humana, un cuerpo colosal coronado por apéndices que eran tentáculos y alas a la vez. No era un ser, sino la materialización misma de un sueño antiguo, demasiado vasto para caber en la conciencia.
La visión me desgarró la mente. Sentí que mi yo se fragmentaba en miles de voces internas, que cada célula de mi cuerpo gritaba al unísono. Tapé mis oídos, cerré los ojos, pero el murmullo coral me penetraba: Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.
Cuando recobré la conciencia, Adrián ya no estaba. El cuaderno reposaba en el sillón, abierto en la espiral inacabada.
No entregaré este informe al comité clínico. Sería inútil. Nadie en la comunidad científica aceptaría mis palabras sin reducirlas a delirio compartido o transferencia patológica. Aunque si sirvieran de advertencia, ¿Estaría dispuesta a convertirme en la loca de la oficina? ¿No tengo suficiente con ser la alcohólica?
Han pasado tres días desde la última sesión con Adrián. La policía me informó que desapareció sin dejar rastro.
Yo continúo trabajando, fingiendo normalidad y sobriedad. Mis pacientes habituales acuden a consulta, yo tomo apuntes, les doy indicaciones. Pero en cada silencio entre una palabra y otra, escucho de nuevo el rumor submarino, ese canto coral que se filtra bajo el ruido de la ciudad. Lo peor es que ya no lo temo. Una parte de mí comienza a ansiarlo, como si fuese un llamado al que inevitablemente tendré que responder.
No me atrevo a abrir el cuaderno que quedó en el sillón. Lo guardé en un cajón con llave, aunque a veces creo escuchar que las hojas se rozan entre sí, como si se movieran solas. Sé que, tarde o temprano, lo buscaré de nuevo. Sé que volveré a trazar los signos, porque las formas se dibujan solas en mi mente, incluso mientras escribo estas líneas.
No estoy segura de cuánto tiempo podré mantener la fachada de cordura. Si alguien lee esto, le ruego que no intente continuar mi investigación. La puerta está abierta y la ciudad hundida aguarda. El mar no sueña: es el que nos sueña a nosotros.
Y pronto, despertará.
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