La peor encrucijada

La peor encrucijada

Noelia Pérez V.

08/09/2025

Antes de la encrucijada, hubo un vacío. Un vacío en la vida de Arthur Finch que ni sus estudios, ni sus paseos solitarios por la universidad, ni el aroma a papel viejo de la biblioteca de Arkham podían llenar. Arthur era un hombre de orden, de rutinas, de verdades confirmadas. Sin embargo, en su alma, había un eco, una llamada que no sabía reconocer, una sed de conocimiento que no se saciaba con los libros que llenaban su estantería. A menudo se sentía como si estuviera a un paso de algo trascendental, pero sin saber cómo dar ese paso.

La biblioteca Miskatonic era su santuario, un lugar donde las paredes estaban construidas con el conocimiento de siglos. Arthur era un asiduo, un fantasma más entre los polvorientos pasillos. Fue durante una de esas tardes, mientras investigaba un oscuro tratado de astronomía, que un estornudo lo asaltó, moviendo una hilera de libros que nunca antes había notado. Detrás de ellos, un espacio vacío, y en ese espacio, un solo tomo. No tenía título visible, solo un lomo de cuero oscuro con símbolos que parecían tallados en hueso. Al tomarlo, sintió una vibración, una extraña resonancia que le recorrió el brazo. La tapa tenía un grabado. Una mano, extendida, con la palma hacia arriba. Y el nombre del libro: la «Promesa de Poder».

El libro no tenía letras. Las páginas, de un papel grueso y amarillento, estaban en blanco. Pero al pasar las páginas, Arthur sintió que el libro le hablaba. No con palabras, sino con sensaciones, con vibraciones, con la promesa de que, si lo abría, obtendría la llave para entender el mundo. Se lo llevó a casa, lo mantuvo en su escritorio, y cada vez que lo miraba, el libro parecía susurrarle, prometerle que le daría lo que tanto anhelaba, el conocimiento que lo pondría por encima de la gente común. Lo que lo llevaría a un lugar de control, donde la realidad no sería una incógnita, sino un lienzo que podía pintar a su antojo.

El primer día, la tapa se abrió sola. La primera página, que antes estaba en blanco, se llenó con el dibujo de un glifo, un símbolo que vibraba con una energía que Elias podía sentir en el fondo de sus huesos. Con una inmensa curiosidad, intentó descifrarlo. Y en el instante en que sus dedos tocaron el cuero, un dolor agudo le recorrió el brazo. No era un dolor físico, sino una sensación de vacío, como si una parte de él se hubiera desprendido y se hubiera disuelto en el éter. La resonancia se intensificó. Ahora no eran susurros, sino un coro de voces, cada una prometiendo más secretos, más poder. En ese instante, supo que el libro le había quitado algo, pero la sed de conocimiento era tan grande que ignoró la pérdida.

Los siguientes días, Arthur se obsesionó con el libro. La resonancia se volvió más fuerte, las voces más claras. El libro le prometía más, si él le daba más de sí mismo. Y Arthur, en su búsqueda de conocimiento, en su lucha contra el vacío que sentía, le dio más. Dio sus recuerdos. El recuerdo de su padre, riendo en un viejo columpio. El recuerdo de su primer amor, su rostro, su voz. Dio sus sueños, sus esperanzas, y sus ambiciones. Y por cada fragmento de su ser que el libro le quitaba, las voces se volvían más claras, las promesas de poder más dulces, y la resonancia, una fuerza que lo consumía por completo.

La resonancia lo llevó de vuelta a la biblioteca. El libro se había convertido en un apéndice de su ser, una extensión de su alma. Las voces le decían que el momento había llegado. Que había pagado el precio y que ahora podía obtener la recompensa. Se encontraba frente a un mural de piedra, en el centro de la sala de lectura, un mural que nunca antes había notado. Las figuras de piedra, unas criaturas monstruosas, parecían cobrar vida. Y la resonancia, el eco que sentía en su ser, le decía que ese era el lugar de la encrucijada, el lugar donde el tiempo y el espacio se doblarían.

El silencio de la biblioteca era un peso sobre los hombros de Arthur Finch. No era un silencio común, sino un vacío que absorbía incluso el más leve crujido de su silla. Hacía tres días que había encontrado el manuscrito en la sección de rarezas, un tomo sin título, encuadernado en una piel que se sentía extrañamente tibia al tacto. Las páginas no tenían letras, sino símbolos retorcidos que se movían y palpitaban si los miraba demasiado tiempo. Arthur, un erudito de lo esotérico, había sentido de inmediato la resonancia de un poder más allá de lo comprensible. Había en ese libro una «Promesa de Poder».

La promesa, sin embargo, venía con un precio. La última vez que había intentado descifrar un glifo, un frío dolor le había recorrido el brazo, y la imagen de su padre, riendo en un viejo columpio, se había desvanecido de su memoria. No de forma gradual, sino como si alguien hubiera borrado una página de su mente. El pánico lo asaltó, pero la sed de conocimiento, la promesa de una verdad oculta, era demasiado fuerte.

Ahora se encontraba en una encrucijada. La biblioteca era el lugar de encuentro. No con otra persona, sino con un dilema. La resonancia del libro se había vuelto tan fuerte que no podía concentrarse en nada más. Un hilo de luz pálida emergía de la tapa del manuscrito, flotando en el aire. De repente, la biblioteca se desvaneció, reemplazada por un paisaje onírico: un cruce de caminos en medio de una llanura desolada. El hilo de luz se bifurcaba, ofreciendo dos caminos. Una voz, que sonaba como la del libro, le susurró. «Elige».

Arthur sintió una agonía en el pecho. Las voces le ofrecían dos opciones, un dilema. La primera opción: tomar una acción inmediata, obtener el poder que tanto anhelaba y dejar su suerte al azar. La segunda opción: perder una oportunidad, pero ganar un conocimiento inmenso. La primera era el camino de la acción, la segunda el del conocimiento. En la primera, podría tener lo que buscaba al instante, pero perdería algo importante en el proceso. En la segunda, perdería la oportunidad de usar su poder, pero el libro le otorgaría tres nuevos secretos.

Arthur, impulsado por el pánico de perderse a sí mismo, eligió el camino del conocimiento. Perder una acción, la voz del libro le había dicho, significaba perder el uso de su don en ese instante, en esa encrucijada, pero significaba que el libro le daría tres nuevas páginas, tres nuevos secretos. La voz del libro le susurró que la espera valdría la pena.

Un frío familiar se extendió por su brazo. Sintió la resonancia, el vacío que se apoderaba de un fragmento de su ser. En esta ocasión, no fue un recuerdo, sino su nombre. Ya no era Arthur Finch. Se había vuelto un apéndice de la resonancia, un eco de un poder. Un susurro en la inmensidad. Su antiguo ser se desvaneció como el humo. El libro se cerró, y Arthur regresó a la biblioteca. La luz pálida había desaparecido, y las tres nuevas páginas, con tres nuevos secretos, estaban ahora grabadas en la superficie.

La primera página le reveló que el libro no era solo un tomo de poder, sino que era una criatura parasitaria, un ser que se alimentaba de la identidad de su portador, que lo iba consumiendo con cada promesa de poder que otorgaba. El Sr. Torre no era solo el tratante de secretos, sino que era el mensajero de este ser, un ser que vivía en una dimensión más allá de la comprensión humana y que, a través de sus agentes, se apoderaba de aquellos que buscaban conocimiento y poder a cualquier precio.

La segunda página le reveló la existencia de otros como él, de otros que habían buscado el mismo camino, que habían cruzado las mismas encrucijadas, que habían entregado su ser por una «Promesa de Poder». Vio la imagen de un hombre enloquecido, un ex-banquero que ahora era un títere enloquecido. Vio a un político, su cara un lienzo de vacío, su mente un eco de voces. Vio que sus almas, sus esencias, se convertían en páginas, se convertían en poder. Y sintió un frío en el pecho, un miedo que iba más allá del pánico. Él, que había buscado el conocimiento, había cometido el error de su vida.

La tercera página le reveló la naturaleza de la resonancia: el libro no era solo una criatura, sino una red de criaturas, una red que se extendía a través de las dimensiones, que se alimentaba de la esencia de la vida, del dolor, de la desesperación. Y Arthur, que ya no era Arthur, se sintió arrastrado por esa red, se sintió un apéndice de un ser incomprensible, un ser que se alimentaba de su esencia. La Promesa de Poder era la trampa más antigua de todas, un veneno dulce que se alimentaba de la ambición.

Y en un rincón de esa red, en un lugar donde el tiempo no tenía significado, Elias vio al Sr. Torre, sonriendo, como si fuera el mismo diablo, con un nuevo pergamino enrollado, con una nueva promesa, esperando a la próxima persona que se atreviera a cruzar una encrucijada.

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