Elias Thorne siempre supo que había algo especial en él. No era la clase de carisma que atraía a las multitudes ni la inteligencia que resolvía acertijos matemáticos, sino una especie de resonancia, un eco sombrío que le susurraba secretos a través de la realidad. Esta cualidad lo había llevado a la puerta de un hombre que se hacía llamar el Sr. Torre. Se rumoreaba que Torre era un tratante de secretos, un coleccionista de verdades prohibidas, y la persona indicada para ayudar a Elias a descifrar su peculiar don.
La oficina del Sr. Torre era un mausoleo de polvo y conocimiento a medias. Libros encuadernados en piel de animales desconocidos, mapas estelares que no correspondían a constelaciones terrestres, y artefactos que vibraban con una energía que Elias podía sentir en el fondo de sus huesos. Torre, un hombre de gafas de montura fina y una sonrisa que nunca llegaba a sus ojos, lo recibió con una familiaridad inquietante.
—Viene buscando respuestas, ¿no es así, Sr. Thorne? —preguntó el Sr. Torre, su voz un murmullo suave y pulido. Se reclinó en su silla, sosteniendo un pergamino enrollado, como si fuera la prueba de la existencia de algo incomprensible.
Elias asintió, su garganta seca.
—Quiero entender lo que siento. Esta… resonancia.
El Sr. Torre se rió entre dientes. Una risa que sonó como el roce de dos piedras.
—Ah, sí. La resonancia. No todos la tienen, y no todos los que la tienen saben cómo usarla. Pero usted, Sr. Thorne, tiene un potencial extraordinario. Puedo ayudarlo a desatarlo, a convertirlo en un poder tangible. Pero no es gratis.
La oferta no sorprendió a Elias. El conocimiento siempre tenía un precio.
—¿Qué quiere? —preguntó.
Torre señaló con un movimiento de cabeza un libro sobre el escritorio. Era un volumen oscuro y pesado, encuadernado en lo que parecía cuero humano, con símbolos grabados en su cubierta. Elias sintió una punzada de repulsión y al mismo tiempo una inmensa atracción.
—Esto, mi amigo, es la «Promesa de Poder». Es la llave para que desbloquee su potencial. Pero cada vez que la use, deberá pagar un precio. El libro toma un poco de la esencia de su ser, de su alma. Al principio será insignificante, un pequeño escalofrío en la médula. Pero con el tiempo, el precio se vuelve… considerable. ¿Está seguro de querer saber más? No hay vuelta atrás.
El Sr. Torre le extendió el libro. El aire de la habitación se cargó con una anticipación eléctrica. Elias miró la tapa, la extraña caligrafía, y sintió la resonancia que siempre lo había acompañado, amplificada, distorsionada, como una llamada a la que no podía resistirse. Sabía que se arrepentiría, pero la sed de conocimiento y poder era más fuerte que cualquier advertencia.
—Sí —dijo Elias, su voz apenas un susurro.
Tomó el libro, y en el instante en que sus dedos tocaron el cuero, un dolor agudo le recorrió el brazo. No era un dolor físico, sino una sensación de vacío, como si una parte de él se hubiera desprendido y se hubiera disuelto en el éter. La resonancia se intensificó. Ahora no eran susurros, sino un coro de voces, cada una prometiendo más secretos, más poder. El Sr. Torre lo observó con una sonrisa satisfecha, sus ojos brillando detrás de los cristales de sus gafas.
Elias dejó la oficina de Torre con el libro en las manos. La primera página estaba en blanco, pero en su mente, las palabras ya comenzaban a materializarse, conjuros antiguos, rituales prohibidos. El libro, el que Torre había llamado «Promesa de Poder», era un parásito, un vampiro de la esencia. Cada vez que lo usaba, el dolor volvía, y el vacío se hacía más grande. Elias aprendió a manifestar su resonancia, a ver más allá del velo de la realidad, a percibir las intenciones ocultas de la gente, a torcer la casualidad a su favor.
Pero cada victoria tenía un precio. Sus recuerdos más felices, las caras de sus seres queridos, los sonidos de la risa. Todo se desvanecía. La resonancia que antes era un eco se convirtió en un grito ensordecedor, una cacofonía de voces que lo empujaba a un abismo de locura. El Sr. Torre había cumplido su palabra. Le había dado poder, pero lo que no le había dicho es que para obtenerlo, debía dejar de ser él mismo. La Promesa de Poder era en realidad una Promesa de Vacío. Elias se dio cuenta de que no había logrado nada, solo había intercambiado su alma por un puñado de sombras. Y en el eco distante de su mente, solo quedaba la risa de un tratante de secretos.
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La primera semana fue una embriaguez de éxito. Elias, armado con la «Promesa de Poder», se convirtió en una figura indispensable en la alta sociedad de Arkham. Antes un hombre insignificante, ahora era el consejero de políticos y el confidente de magnates. Las voces del libro le susurraban los miedos más profundos de sus rivales, las vulnerabilidades ocultas en sus planes, y la ruta más corta para lograr sus objetivos. El dolor del vacío era un pequeño precio a pagar por el control. Cada vez que el frío se extendía por su brazo al usar el libro, lo ignoraba, atribuyéndolo a la inercia de su antiguo yo, un pequeño sacrificio por la grandeza que se le había prometido.
Pero la segunda semana, el precio se volvió más tangible. Elias olvidó el rostro de su madre. La imagen en su mente se desdibujó, como una fotografía antigua empapada por la lluvia. La primera vez que intentó recordar su risa, solo escuchó el crujido de las páginas del libro. Sintió una punzada de pánico, pero las voces lo acallaron, prometiéndole que el conocimiento que obtenía era más valioso que cualquier recuerdo. Aceptó esa mentira.
La tercera semana, su resonancia, antes un murmullo, se convirtió en una constante. Elias no solo veía las intenciones, sino las veía como hilos de luz que se retorcían en el aire. Podía ver el hilo de la ambición que movía a un banquero, el hilo del amor que unía a una pareja, el hilo del miedo que ataba a un mendigo. Era un titiritero de la realidad, jalando y retorciendo los hilos a su antojo. Pero la Promesa de Poder exigió más. Olvidó el nombre de su primer amor, y el recuerdo de su primer beso se convirtió en una página en blanco. El vacío se extendió por su pecho, dejando un frío hueco donde una vez hubo calidez.
El Sr. Torre lo visitó. Lo encontró en su lujosa mansión, rodeado de artefactos robados a coleccionistas rivales. Torre sonrió, una expresión de genuina diversión en su rostro. Elias, el hombre que no recordaba el nombre de su madre, se levantó de su asiento.
—El precio se vuelve más alto, ¿no es así, Sr. Thorne? —dijo Torre, sin esperar respuesta—. Es el trato. Cuanto más tome, más debe dar. La Promesa de Poder es una balanza. Cada vez que usted gana algo, el libro le quita algo de igual o mayor valor.
Elias apenas lo escuchaba. Su mente estaba ocupada con la resonancia, los hilos de luz que se entrelazaban, formando una compleja y caótica red que lo envolvía. Vio el hilo de Torre, un hilo oscuro y retorcido que se extendía mucho más allá de la habitación, conectándose con otras sombras en el cosmos. Se dio cuenta de que el Sr. Torre no era solo un tratante, sino un guardián, un coleccionista de almas.
La cuarta semana, Elias ya no recordaba por qué había buscado el poder en primer lugar. La sed de conocimiento se había vuelto un hambre insaciable. Sus amistades, su carrera, su vida pasada, todo se había desvanecido. No eran simples recuerdos olvidados; eran páginas en el libro de la Promesa de Poder, absorbidas y convertidas en un poder ilimitado. Elias se miró en el espejo, pero no se reconoció. Vio una cara sin historia, sin emoción, sin humanidad. Solo vio una marioneta vacía, controlada por la resonancia de las voces del libro.
Y entonces se dio cuenta. La «Promesa de Poder» no era para él. Él no era el beneficiario, sino la fuente, la batería de un poder que fluía a través de él para alimentar a algo más grande y antiguo. El Sr. Torre no había prometido darle poder, sino que lo había usado como un conducto para el poder de algo que se alimentaba de la esencia de la vida. La Promesa de Poder era una trampa, una estafa cósmica.
Con un grito de agonía y rabia, Elias intentó destruir el libro. Pero en ese momento, una nueva resonancia lo invadió. Una voz, más antigua y terrible que las del libro, le susurró. La voz de la Promesa de Poder. Le ofreció un último trato. Podría tener un poder inimaginable, el poder de un dios, si renunciaba a la última pizca de su ser. Si se convertía en un recipiente perfecto. Elias, desesperado y consumido por la locura, aceptó.
En un instante, el mundo se distorsionó. Los muros de su mansión se derritieron, el aire se volvió un caldo de colores y sonidos incomprensibles. La resonancia ya no estaba en su mente, sino que se había convertido en su ser. Vio el universo no como una colección de estrellas, sino como una red de hilos de luz, cada uno una vida, cada uno un recuerdo. Él, Elias Thorne, era ahora parte de esa red, un nodo más, un esclavo.
Y en un rincón de esa red, vio al Sr. Torre, su sonrisa ahora llena de satisfacción y triunfo. Elias se dio cuenta de que la «Promesa de Poder» no era el libro, ni el poder, ni la resonancia. La «Promesa de Poder» era un concepto, una idea que se repetía una y otra vez, a lo largo de las galaxias, a través de los eones. Y el Sr. Torre era el mensajero, el vendedor, el que siempre regresaba, con un pergamino enrollado y una promesa mortal. Y en el vacío que era su ser, Elias solo podía lamentar que, en su búsqueda de poder, había entregado la única cosa que en realidad lo hacía especial: su humanidad.
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