No sé en qué instante fatídico cedí a aquella promesa; quizá nunca existió un momento definido, sino que me descubrí, de pronto, ya atrapado en sus redes como un insecto que despierta prisionero en la seda viscosa de la araña. Recuerdo, con un estremecimiento que aún me hiela, la penumbra de aquella estancia donde el aire estaba enrarecido, cargado de un aroma húmedo, como de madera carcomida por los años. Sobre la mesa, iluminado por la vacilante luz de dos velas, se hallaba el libro. Un libro negro, de lomo macizo y pesadas cubiertas, sobre el que las letras doradas refulgían con un fulgor enfermizo, semejante al de las brasas agonizantes de una hoguera que se niega a morir.
La mujer que me lo tendió apareció sin anuncio. Su andar era silencioso, su figura parecía hecha de sombras más que de carne. No pronunció palabra alguna; solo extendió sus manos largas y descarnadas hacia el tomo, y dejó que yo lo tomara, con un gesto que más parecía la cesión de una sentencia que la entrega de un objeto. En aquel instante, aunque no lo reconocí con claridad, acepté una condena más antigua que mi propia sangre.
Había escuchado rumores, susurros transmitidos en corredores oscuros, acerca de la promesa que encerraba: poder inmediato, no eterno ni absoluto, sino fulminante, irresistible, capaz de desgarrar la voluntad de los hombres como el viento arranca ramas secas de un árbol enfermo. El pago sería inevitable, me dijeron. Siempre lo es. Pero, enceguecido por la sed de grandeza, ¿qué me importaba entonces el pago?
Abrí el libro. Y cuando mis ojos cayeron sobre sus páginas, un escalofrío recorrió mi espina. No eran letras como las que el hombre ha trazado; parecían arañazos brillantes, símbolos que ardían con un fulgor interior, y sin embargo mi mente los comprendía como si siempre hubiesen estado allí. Una oleada de certidumbre me invadió. Sentí, con un temblor casi sagrado, que ninguna barrera intelectual ni física podría ya detenerme. Con una sola palabra, podía torcer voluntades, dominar disputas, arrancar victorias imposibles. El libro murmuraba, con una voz que no sé si provenía de fuera o de dentro de mí: “No temas. Usa. Cada prueba será tuya.”
Y lo usé. ¡Oh, maldita primera vez! Con él obtuve triunfos que jamás habría soñado: palabras que desarmaban a mis adversarios, favores que se inclinaban hacia mí como girasoles hacia el sol. Creí ser dueño de una fuerza prodigiosa, un titán escondido en un hombre común.
Pero el pacto exigía tributo. Cada uso demandaba una ofrenda: debía lanzar en la invisible bolsa del caos un fragmento de mí mismo. No sé qué forma tenía ese tributo; lo sentía como un desgarro, como una sombra que se desprendía de mi ser y se precipitaba hacia una oscuridad insondable. Si rehusaba, si retrasaba el pago, el castigo era un horror indescriptible: un golpe en lo más íntimo de mi espíritu, un terror interior que me hacía gritar en la soledad de la noche, desgarrado por convulsiones que ninguna mirada podía comprender.
Dos veces sufrí ese suplicio, y en ambas quedé postrado, con el corazón aterrado, como quien ha contemplado un abismo demasiado profundo y sabe que tarde o temprano será arrojado en él.
Y, sin embargo, volví al libro. ¡Oh, círculo perverso! ¡Oh, ansia diabólica! Cada victoria me hacía necesitar otra. Cada alivio era un nuevo veneno. Decía para mis adentros: “Esta será la última vez. Después cerraré el tomo y jamás volveré a tocarlo.” Pero al menor tropiezo, allí estaba yo, con manos febriles, buscando entre sus páginas el poder que devoraba mi voluntad.
Comencé a dudar de mí mismo. En los espejos ya no encontraba al hombre que fui. Mis ojos, antes apagados, ahora ardían con un brillo inquieto, febril. Mis labios temblaban incluso en reposo, como si aguardaran la orden de pronunciar aquellas palabras letales que me otorgaban poder. Y en lo más oscuro de mi mente, oía un murmullo insistente, que unas veces parecía mío y otras del propio libro: “Eres libre de detenerte. Pero si lo haces, volverás a ser nada. ¿Soportarás la nada?”
El horror de esa nada me perseguía como un espectro. Mejor era hundirse en los tormentos del poder que regresar al polvo insignificante de la mediocridad. Así me convencía, y así, una y otra vez, volvía al pacto.
Mas con el tiempo, la frontera entre mi voz y la del libro se borró. Una risa extraña comenzó a brotar en mi garganta, no por mi voluntad, sino como eco de un deleite ajeno. Las paredes de mi cuarto parecían respirar conmigo, y los ecos de mis pasos se transformaban en latidos que no eran míos. En las noches, cuando cerraba los ojos, veía símbolos rojos que danzaban en el aire, como si hubiesen escapado del volumen para poblar mis sueños.
Una noche, de pie frente al espejo, vi algo que jamás olvidaré. Mi reflejo me observaba con unos ojos vacíos, sin pupilas, dos pozos negros donde debía arder la chispa de la vida. Y mientras mi rostro permanecía inmóvil, el reflejo sonrió con una mueca lenta, macabra, que no se correspondía a mis músculos. Comprendí, con un temblor que me heló hasta la médula, que el libro ya no necesitaba de mis labios: estaba vivo en mí, y mi carne era su morada.
Desde entonces, el aire de la casa se volvió denso, los relojes se detenían sin razón, las velas se apagaban sin corriente. Los visitantes me hablaban con recelo, como si advirtieran en mis gestos un mal augurio. Y yo, cada vez más, dejaba de distinguir si mis pensamientos eran míos o prestados, si mi voluntad era la de un hombre o la de un espectro oculto en las páginas.
Hoy lo he abierto de nuevo. El lomo palpitaba como un corazón, y las letras ardían en mis manos con la intensidad de brasas recién avivadas. Sé que basta una palabra para que el mundo vuelva a inclinarse ante mí, y sé también que otro pedazo de mi alma caerá en el caos. Pero, ¿qué alma me queda ya? Quizá toda ella esté perdida, quizá no haya sido nunca mía.
El libro me mira —sí, lo juro, me mira— desde la mesa, con un ojo sin párpado hecho de sombras y fuego. En sus páginas late mi condena, y en mi pecho late un deseo que no sé si es mío o suyo. Oigo pasos en los corredores, risas que se apagan al llegar a mi oído, susurros que provienen de muros que nunca tuvieron boca. El aire vibra con una presencia que se agazapa, esperando.
Y entonces lo comprendo. El poder nunca me perteneció. Yo fui su recipiente, su huésped, su máscara. El horror no está en perder el alma, sino en descubrir que jamás tuve una, que fui un cascarón destinado desde el inicio a contener ese fuego negro.
Ahora escribo estas últimas líneas, no sé si con mi mano o con la suya. El reloj ha dejado de marcar la hora. Las velas se consumen sin llama. El silencio se ha vuelto espeso, tan espeso que parece palpitar. En el fondo del cuarto resuena una risa apagada, grave, que asciende de lo invisible.
No sé cuánto tiempo me queda, ni si alguien encontrará estas palabras. Quizá no importe. Quizá lo único real sea el libro, eterno, esperando al próximo incauto que, como yo, confunda el hambre de poder con el hambre de vivir.
Porque ya lo sé, demasiado tarde: no es que yo posea al libro, ni que él me posea a mí. Somos uno. Y en esa unión, en esa amalgama grotesca de carne y sombra, en esa eternidad sin rostro, está mi condena… y también la tuya.
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